Podemos recurrir a su pensamiento híbrido para deshacer un malentendido fundamental y muy extendido: la supuesta incompatibilidad entre los principios de igualdad y libertad
Imagen: Enrique Villarino.
Empecemos por justificar aunque sea mínimamente el título de este
artículo. Hace falta especificar qué designamos al utilizar, unos y
otros, el término liberalismo,
porque actualmente no está claro que esta palabra, convertida en
escenario de conflicto, se esté utilizando con suficiente rigor o
fidelidad a lo que es la historia misma de la idea liberal. La extensión
de la expresión 'democracias iliberales' por parte de personajes políticos tan problemáticos como Viktor Orbán es un síntoma de todo ello, mostrando como dudoso valor el haber destapado la discusión en torno al significado y tradición histórica del liberalismo.
El tópico de las democracias liberales está actuando como lo haría un revelador fotográfico. Hace aparecer el retrato de regímenes políticos autoritarios que reclaman de modo oportunista la etiqueta democrática sin pasar por el peaje liberal, esto es, por la extensa historia política que vincula ambos conceptos desde hace siglos. Estos regímenes están dispuestos a deshacerse sin mayor problema de las instituciones liberales, originalmente concebidas y ejecutadas como mecanismos de limitación del poder, como si la mera convocatoria de elecciones cualificara sin más una democracia y pudiera dar una pátina de legitimidad a lo que es en realidad autocracia.
Este giro ha sorprendido con el pie cambiado a los propios liberales, que de pronto no se han visto enfrentándose en los terrenos acostumbrados a sus tradicionales adversarios, sino a su propio reverso oscuro en territorio desconocido, a una confusión fundamental en torno a las bases del pensamiento político liberal, así como al riesgo siempre latente de que la democracia liberal fuera subvertida en el nombre mismo de la democracia. La consiguiente perplejidad ha generado un revulsivo entre las filas liberales, por el que se están dando cuenta de que en el fondo llevan mucho tiempo dando por supuesto el término 'liberal' así como el matrimonio histórico, bien avenido pero de conveniencia, que este mantenía con el concepto de democracia. Es hora de repensar muchas cosas.
En estas circunstancias, el pensamiento de izquierda, el supuesto 'enemigo fraterno' de los liberales, en discutible pero efectiva expresión de C. Mouffe, puede prestar una ayuda efectivamente fraternal al liberalismo, iluminando la importante parte de pensamiento progresista e igualitario que existe en la tradición liberal, pues este énfasis es un punto crucial para el retorno de un liberalismo capaz de hacer frente a sus propios fantasmas. Y de paso sacudir en alguna medida el complejo por el que muchos liberales de izquierda hoy han renunciado a seguir calificándose como liberales dejando el terreno, por agotamiento o hastío, a versiones del liberalismo que no solo son una mera interpretación entre otras posibles sino, como algunos estudiosos bien documentados sostienen, una distorsión desafortunada del pensamiento liberal originario.
No es casual, por tanto, hablando de estas ayudas fraternas, que en los últimos tiempos autores liberales como John Rawls o Judith Shklar estén siendo leídos y apreciados desde perspectivas de izquierda. Este interés no responde simplemente a su voluntad de primar una interpretación política y no solo económica del liberalismo, sino sobre todo porque dicho énfasis muestra que en ellos las cuestiones relativas a la propiedad son un desarrollo posterior y no una parte esencial de su idea de liberalismo.
El reparto de recursos en Rawls y el análisis del daño y las formas de dominación en Shklar juegan un papel crucial en una concepción efectiva de la libertad. La libertad está inextricablemente unida a la provisión de capacidades para ejercerla de hecho. Por eso, una potente reflexión sobre las instituciones públicas, que deben comprometerse en esta tarea, compete al corazón mismo del liberalismo. Lejos de asignársele un papel difuso y secundario, aquí las instituciones (y no menos los controles a las mismas) aparecen en un lugar central: son garantes y custodias de los derechos fundamentales.
Hablamos de redistribución, en definitiva, y de la necesidad ineludible de abrir bajo ese principio una conversación pública sobre la justicia, en Rawls, y sobre la injusticia, en Shklar. Libros muy recientes como el de W. Edmunson, 'John Rawls: Reticent Socialist', o el de G. Gatta, 'Rethinking Liberalism for the 21st Century: The Skeptical Radicalism of J. Shklar', son muestra de lecturas que permiten leer a estos autores desde una perspectiva izquierdista que ellos mismos no se atribuían. Si los dos libros anteriores son interesantes y sintomáticos en este sentido, el último libro de H. Rosenblatt, 'The Lost History of Liberalism', es crucial. Nos habla de una historia perdida del liberalismo, colocando con potente erudición histórica acentos fundamentales en la línea de interpretación del liberalismo que venimos describiendo.
Lo primero que llama poderosamente la atención en la descripción histórica que hace Rosenblatt es el hecho de que el liberalismo originario presenta un perfil moral irrenunciable. Los liberales originarios eran pensadores éticos, no solo estaban comprometidos con una defensa de los derechos individuales y sociales, sino que además los concebían contra el trasfondo de una noción fuerte de bien común, una cuestión que a menudo se olvida en algunas versiones del pensamiento liberal posterior. Su individualismo era más metodológico que ético. Estaban severamente comprometidos con la promoción de ese bien común a través de la educación ciudadana, que debía enseñar no solo los derechos sino también las obligaciones que los integrantes de una sociedad tienen hacia ella como conjunto.
La de Rosenblatt no es en absoluto una reconstrucción edulcorada o anacrónica, sino que señala también aspectos incómodos. Los fundadores del liberalismo conocían bien los peligros de la democracia: la demagogia, la apatía o el individualismo egoísta. Precisamente por esta razón, aunque su primer interés no fuera la cuestión económica, esta sí que cobró importancia en cuanto empezaron a apreciar los efectos desigualitarios y por tanto autoritarios que podía acarrear un instrumento tan potente. Si el liberalismo se llegó a ocupar tan extensamente de la economía y del mercado, sostiene la autora, fue precisamente por este impulso ético opuesto al individualismo egoísta, egoísmo sobre el que se escindió una corriente del liberalismo que llega a nuestros días, olvidando, como hemos dicho, la centralidad del aspecto moral. Esta es la historia perdida del liberalismo a la que Rosenblatt dedica su investigación.
Regresando a la época contemporánea, no contamos solo con liberales de izquierda sin querer expresamente serlo, como Rawls o Shklar, sino que es posible y necesario retornar a las reflexiones de quienes sí que se definieron explícitamente de esta manera, como N. Bobbio o C. Lefort.
Podemos recurrir a su pensamiento híbrido para deshacer un malentendido fundamental y muy extendido: la supuesta incompatibilidad entre los principios de igualdad y libertad. No se puede ser libre en un contexto de desigualdad que incapacita para el ejercicio de las libertades y no se puede declarar la igualdad si no es respetando las libertades de los individuos, libertades que son siempre relativas a las de otros. Ambos principios se reclaman y se realizan conjuntamente. En una línea similar se sitúan propuestas de combinación inextricable de ambos elementos, como la de 'egaliberté', de E. Balibar.
El proyecto intelectual de estos autores señala hoy el camino de una de las ideas políticas más potentes y desafiantes: hay que reactivar un liberalismo igualitario o un igualitarismo liberal. Este impulso se encuentra todavía en construcción, pero constituye material de primera necesidad y con un sólido basamento histórico para edificar los diques de contención a la marea incívica y autoritaria en la que estamos involucrados. Es necesario reformular el liberalismo y en cierta medida apartarlo de corrientes distorsionadoras que se lo apropian socavándolo desde dentro. Son aquellas voces que, como a menudo hace la derecha española, reclamándose liberales de pura cepa lanzan acusaciones airadas de liberticidio cada vez que se efectúa alguna acción redistributiva que trata de regresar al acento moral de los liberales originarios, esos liberales que intuían que el reforzamiento de los derechos que aseguraran el bienestar económico y social condiciona de modo inevitable toda libertad política efectiva.
También pertenecen a este mismo grupo de distorsión del espíritu liberal aquellos liberales que critican las tentaciones personalistas de los populismos en un ámbito puramente político, pero en los que nunca encontramos una palabra acerca de distribución de recursos. En nuestras democracias actuales, es tan importante la lucha contra la deriva oligárquica y autocrática disfrazada de democracia en el terreno de lo político como la nivelación del campo de juego y de las capacidades de todos los jugadores, en el de la distribución de los recursos.
Las preocupaciones en uno y otro terreno se funden hoy en un mismo combate, condición 'sine qua non' para seguir adelante con una democracia real y, aunque sea por razones pragmáticas, con una estabilidad social suficiente para seguir jugando. No entender esta coyuntura es un error fatal. Y no hacer nada, o lo que es lo mismo, limitarse a dejar hacer, a dejar pasar a quienes nada importa la libertad, sí que sería un auténtico liberticidio.
ALICIA GARCÍA RUIZ Vía EL CONFIDENCIAL
El tópico de las democracias liberales está actuando como lo haría un revelador fotográfico. Hace aparecer el retrato de regímenes políticos autoritarios que reclaman de modo oportunista la etiqueta democrática sin pasar por el peaje liberal, esto es, por la extensa historia política que vincula ambos conceptos desde hace siglos. Estos regímenes están dispuestos a deshacerse sin mayor problema de las instituciones liberales, originalmente concebidas y ejecutadas como mecanismos de limitación del poder, como si la mera convocatoria de elecciones cualificara sin más una democracia y pudiera dar una pátina de legitimidad a lo que es en realidad autocracia.
¿Cómo mueren las democracias?
Este giro ha sorprendido con el pie cambiado a los propios liberales, que de pronto no se han visto enfrentándose en los terrenos acostumbrados a sus tradicionales adversarios, sino a su propio reverso oscuro en territorio desconocido, a una confusión fundamental en torno a las bases del pensamiento político liberal, así como al riesgo siempre latente de que la democracia liberal fuera subvertida en el nombre mismo de la democracia. La consiguiente perplejidad ha generado un revulsivo entre las filas liberales, por el que se están dando cuenta de que en el fondo llevan mucho tiempo dando por supuesto el término 'liberal' así como el matrimonio histórico, bien avenido pero de conveniencia, que este mantenía con el concepto de democracia. Es hora de repensar muchas cosas.
En estas circunstancias, el pensamiento de izquierda, el supuesto 'enemigo fraterno' de los liberales, en discutible pero efectiva expresión de C. Mouffe, puede prestar una ayuda efectivamente fraternal al liberalismo, iluminando la importante parte de pensamiento progresista e igualitario que existe en la tradición liberal, pues este énfasis es un punto crucial para el retorno de un liberalismo capaz de hacer frente a sus propios fantasmas. Y de paso sacudir en alguna medida el complejo por el que muchos liberales de izquierda hoy han renunciado a seguir calificándose como liberales dejando el terreno, por agotamiento o hastío, a versiones del liberalismo que no solo son una mera interpretación entre otras posibles sino, como algunos estudiosos bien documentados sostienen, una distorsión desafortunada del pensamiento liberal originario.
Los fundadores del liberalismo conocían bien los peligros de la democracia: la demagogia, la apatía o el individualismo egoísta
No es casual, por tanto, hablando de estas ayudas fraternas, que en los últimos tiempos autores liberales como John Rawls o Judith Shklar estén siendo leídos y apreciados desde perspectivas de izquierda. Este interés no responde simplemente a su voluntad de primar una interpretación política y no solo económica del liberalismo, sino sobre todo porque dicho énfasis muestra que en ellos las cuestiones relativas a la propiedad son un desarrollo posterior y no una parte esencial de su idea de liberalismo.
El reparto de recursos en Rawls y el análisis del daño y las formas de dominación en Shklar juegan un papel crucial en una concepción efectiva de la libertad. La libertad está inextricablemente unida a la provisión de capacidades para ejercerla de hecho. Por eso, una potente reflexión sobre las instituciones públicas, que deben comprometerse en esta tarea, compete al corazón mismo del liberalismo. Lejos de asignársele un papel difuso y secundario, aquí las instituciones (y no menos los controles a las mismas) aparecen en un lugar central: son garantes y custodias de los derechos fundamentales.
El miedo o la ira: cómo los liberales dan alas a la extrema derecha
Hablamos de redistribución, en definitiva, y de la necesidad ineludible de abrir bajo ese principio una conversación pública sobre la justicia, en Rawls, y sobre la injusticia, en Shklar. Libros muy recientes como el de W. Edmunson, 'John Rawls: Reticent Socialist', o el de G. Gatta, 'Rethinking Liberalism for the 21st Century: The Skeptical Radicalism of J. Shklar', son muestra de lecturas que permiten leer a estos autores desde una perspectiva izquierdista que ellos mismos no se atribuían. Si los dos libros anteriores son interesantes y sintomáticos en este sentido, el último libro de H. Rosenblatt, 'The Lost History of Liberalism', es crucial. Nos habla de una historia perdida del liberalismo, colocando con potente erudición histórica acentos fundamentales en la línea de interpretación del liberalismo que venimos describiendo.
Lo primero que llama poderosamente la atención en la descripción histórica que hace Rosenblatt es el hecho de que el liberalismo originario presenta un perfil moral irrenunciable. Los liberales originarios eran pensadores éticos, no solo estaban comprometidos con una defensa de los derechos individuales y sociales, sino que además los concebían contra el trasfondo de una noción fuerte de bien común, una cuestión que a menudo se olvida en algunas versiones del pensamiento liberal posterior. Su individualismo era más metodológico que ético. Estaban severamente comprometidos con la promoción de ese bien común a través de la educación ciudadana, que debía enseñar no solo los derechos sino también las obligaciones que los integrantes de una sociedad tienen hacia ella como conjunto.
Lo
primero que llama poderosamente la atención en la descripción histórica
que hace Rosenblatt es que el liberalismo originario presenta un perfil
moral
La de Rosenblatt no es en absoluto una reconstrucción edulcorada o anacrónica, sino que señala también aspectos incómodos. Los fundadores del liberalismo conocían bien los peligros de la democracia: la demagogia, la apatía o el individualismo egoísta. Precisamente por esta razón, aunque su primer interés no fuera la cuestión económica, esta sí que cobró importancia en cuanto empezaron a apreciar los efectos desigualitarios y por tanto autoritarios que podía acarrear un instrumento tan potente. Si el liberalismo se llegó a ocupar tan extensamente de la economía y del mercado, sostiene la autora, fue precisamente por este impulso ético opuesto al individualismo egoísta, egoísmo sobre el que se escindió una corriente del liberalismo que llega a nuestros días, olvidando, como hemos dicho, la centralidad del aspecto moral. Esta es la historia perdida del liberalismo a la que Rosenblatt dedica su investigación.
Regresando a la época contemporánea, no contamos solo con liberales de izquierda sin querer expresamente serlo, como Rawls o Shklar, sino que es posible y necesario retornar a las reflexiones de quienes sí que se definieron explícitamente de esta manera, como N. Bobbio o C. Lefort.
Podemos recurrir a su pensamiento híbrido para deshacer un malentendido fundamental y muy extendido: la supuesta incompatibilidad entre los principios de igualdad y libertad. No se puede ser libre en un contexto de desigualdad que incapacita para el ejercicio de las libertades y no se puede declarar la igualdad si no es respetando las libertades de los individuos, libertades que son siempre relativas a las de otros. Ambos principios se reclaman y se realizan conjuntamente. En una línea similar se sitúan propuestas de combinación inextricable de ambos elementos, como la de 'egaliberté', de E. Balibar.
La epidemia: los liberales se hacen fascistas por toda Europa... y lo peor está por llegar
El proyecto intelectual de estos autores señala hoy el camino de una de las ideas políticas más potentes y desafiantes: hay que reactivar un liberalismo igualitario o un igualitarismo liberal. Este impulso se encuentra todavía en construcción, pero constituye material de primera necesidad y con un sólido basamento histórico para edificar los diques de contención a la marea incívica y autoritaria en la que estamos involucrados. Es necesario reformular el liberalismo y en cierta medida apartarlo de corrientes distorsionadoras que se lo apropian socavándolo desde dentro. Son aquellas voces que, como a menudo hace la derecha española, reclamándose liberales de pura cepa lanzan acusaciones airadas de liberticidio cada vez que se efectúa alguna acción redistributiva que trata de regresar al acento moral de los liberales originarios, esos liberales que intuían que el reforzamiento de los derechos que aseguraran el bienestar económico y social condiciona de modo inevitable toda libertad política efectiva.
También pertenecen a este mismo grupo de distorsión del espíritu liberal aquellos liberales que critican las tentaciones personalistas de los populismos en un ámbito puramente político, pero en los que nunca encontramos una palabra acerca de distribución de recursos. En nuestras democracias actuales, es tan importante la lucha contra la deriva oligárquica y autocrática disfrazada de democracia en el terreno de lo político como la nivelación del campo de juego y de las capacidades de todos los jugadores, en el de la distribución de los recursos.
Las preocupaciones en uno y otro terreno se funden hoy en un mismo combate, condición 'sine qua non' para seguir adelante con una democracia real y, aunque sea por razones pragmáticas, con una estabilidad social suficiente para seguir jugando. No entender esta coyuntura es un error fatal. Y no hacer nada, o lo que es lo mismo, limitarse a dejar hacer, a dejar pasar a quienes nada importa la libertad, sí que sería un auténtico liberticidio.
ALICIA GARCÍA RUIZ Vía EL CONFIDENCIAL
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