Lo demoledor de la renuncia de Marchena es que sus palabras emergen como
un alegato en defensa de un poder del Estado que los dos restantes usan
como parapeto demasiado a menudo
Manuel Marchena (c), el magistrado del Tribunal Supremo.
GTRES
Por si no fuera suficientemente comprometedor para la separación de poderes en España que el reparto de los miembros del Consejo General del Poder Judicial
se haga a manos de los partidos políticos que así lo tienen a bien,
todo lo que ha sucedido en torno al actual acuerdo ha actuado como sal
en la herida de la judicatura. Si el pacto nació, además, como
certificado del gran teatro nacional en el que los dos partidos
mayoritarios se ven envueltos -pues habían roto relaciones hacía apenas
unas semanas-, el escándalo creció cuando se hizo público el nombre de Manuel Marchena como presidente del Tribunal Supremo
y del CGPJ sin haberse producido siquiera la votación. Los intentos de
justificación de ese escandaloso movimiento sólo han conseguido empeorar
la situación por cuanto aclaran la concepción que tienen numerosos
representantes públicos de la independencia judicial. Hay argumentos
para todos los gustos. Veamos.
Desde el primer minuto, representantes como Susana Díaz, que estando en campaña electoral no puede evitar pronunciarse sobre cada movimiento del Gobierno Sánchez,
socorrieron el argumento que alaba el acuerdo en los tiempos de la
inflamación, limitando el pacto a la normalidad institucional, como si
lo que se acordó fuera una mera asignación de dietas para los diputados y
no un mercadeo entre partidos para intentar adecuar las Salas del
Supremo a sus agendas. Es sorprendente que quienes un día criminalizan a
la derecha de “crispar” con la situación catalana, mientras rompen el
consenso constitucionalista, defiendan ahora las bondades del acuerdo.
Pero no hay equilibrios imposibles en campaña electoral.
Sorprende que quienes criminalizan a la derecha por “crispar” en Cataluña, mientras rompen el consenso constitucionalista, exijan responsabilidad para renovar el CGPJ
Hay otro argumento, algo más torpe, que no tiene reparos
en esconder el poco respeto que profesan al trabajo de los jueces
determinadas fuerzas políticas. Sobre todo en la izquierda. La portavoz
del grupo socialista, Adriana Lastra, explicaba lo que considera reveses de la independencia judicial por el voto particular en la sentencia de La Manada.
Dejando de lado lo perniciosas que son las voces que desde el
Legislativo piden ejemplaridad a los jueces, si la conclusión del
partido que gobierna España es que los tribunales no pueden ser
independientes por si en el uso de sus facultades sentencian cosas que
no nos gustan, estamos apañados. Echenique,
secretario de Organización de Podemos, fue más lejos y dijo en un
programa de televisión que los miembros del CGPJ “hacen política” para
justificar que deban rendir cuentas de sus decisiones a los políticos. Y
qué mejor examen que el de la afinidad ideológica. Dan ganas de echarse
a temblar cuando uno repara en que a nuestros representantes políticos
les parece un eslogan atractivo el de la independencia judicial, siempre
que no lo sea de sus prejuicios. Una suerte de Justicia a la carta,
tanto da si electoral o meramente ideológica.
La renuncia de Marchena a la presidencia del TS y del CGPJ la ha desatado el incalificable whatsapp del portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó
-deberían preguntarse si para prestigiar al Senado frente a las
intentonas caciquiles de Sánchez es buena idea mantener esa portavocía-,
en el que presumía de afianzarse el control de una Sala para interferir
en la persecución por la corrupción. Pero lo demoledor del comunicado
de Marchena, que ha visto comprometida su labor como servidor público
por culpa de la política, trasciende este último episodio. Trasciende,
incluso, el nombramiento a dedo. Si hoy sorprende la contundencia del
magistrado es porque sus palabras emergen como un alegato no sólo en
defensa de la integridad que caracteriza a la inmensa mayoría de jueces y
fiscales, sino en defensa del poder del Estado que usan como parapeto
los dos restantes demasiado a menudo. Y porque la Justicia también tiene
derecho a sus golpes de efecto.
ANDREA MÁRMOL Vía EL CONFIDENCIAL
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