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jueves, 22 de noviembre de 2018

MARCHENA Y LA JUSTICIA A LA CARTA

Lo demoledor de la renuncia de Marchena es que sus palabras emergen como un alegato en defensa de un poder del Estado que los dos restantes usan como parapeto demasiado a menudo

Manuel Marchena (c), el magistrado del Tribunal Supremo. GTRES


Por si no fuera suficientemente comprometedor para la separación de poderes en España que el reparto de los miembros del Consejo General del Poder Judicial se haga a manos de los partidos políticos que así lo tienen a bien, todo lo que ha sucedido en torno al actual acuerdo ha actuado como sal en la herida de la judicatura. Si el pacto nació, además, como certificado del gran teatro nacional en el que los dos partidos mayoritarios se ven envueltos -pues habían roto relaciones hacía apenas unas semanas-, el escándalo creció cuando se hizo público el nombre de Manuel Marchena como presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ sin haberse producido siquiera la votación. Los intentos de justificación de ese escandaloso movimiento sólo han conseguido empeorar la situación por cuanto aclaran la concepción que tienen numerosos representantes públicos de la independencia judicial. Hay argumentos para todos los gustos. Veamos.


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Hay otro argumento, algo más torpe, que no tiene reparos en esconder el poco respeto que profesan al trabajo de los jueces determinadas fuerzas políticas. Sobre todo en la izquierda. La portavoz del grupo socialista, Adriana Lastra, explicaba lo que considera reveses de la independencia judicial por el voto particular en la sentencia de La Manada. Dejando de lado lo perniciosas que son las voces que desde el Legislativo piden ejemplaridad a los jueces, si la conclusión del partido que gobierna España es que los tribunales no pueden ser independientes por si en el uso de sus facultades sentencian cosas que no nos gustan, estamos apañados. Echenique, secretario de Organización de Podemos, fue más lejos y dijo en un programa de televisión que los miembros del CGPJ “hacen política” para justificar que deban rendir cuentas de sus decisiones a los políticos. Y qué mejor examen que el de la afinidad ideológica. Dan ganas de echarse a temblar cuando uno repara en que a nuestros representantes políticos les parece un eslogan atractivo el de la independencia judicial, siempre que no lo sea de sus prejuicios. Una suerte de Justicia a la carta, tanto da si electoral o meramente ideológica.

La renuncia de Marchena a la presidencia del TS y del CGPJ la ha desatado el incalificable whatsapp del portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó -deberían preguntarse si para prestigiar al Senado frente a las intentonas caciquiles de Sánchez es buena idea mantener esa portavocía-, en el que presumía de afianzarse el control de una Sala para interferir en la persecución por la corrupción. Pero lo demoledor del comunicado de Marchena, que ha visto comprometida su labor como servidor público por culpa de la política, trasciende este último episodio. Trasciende, incluso, el nombramiento a dedo. Si hoy sorprende la contundencia del magistrado es porque sus palabras emergen como un alegato no sólo en defensa de la integridad que caracteriza a la inmensa mayoría de jueces y fiscales, sino en defensa del poder del Estado que usan como parapeto los dos restantes demasiado a menudo. Y porque la Justicia también tiene derecho a sus golpes de efecto.

La decisión de Marchena es parte de la historia por sí misma y consigue mucho más que cualquier manifestación a las puertas de los tribunales. Estamos quizás ante la primera consecuencia tangible de lo que llaman judicialización de la política, a saber: que los tribunales son un estorbo que impide a los partidos políticos hacer su bien. Desde luego, Marchena ha puesto en aprietos al legislativo, que tiene ahora el reto de disculparse ante los jueces y no sólo por este último bochorno, pues cuestionar permanentemente las decisiones de los tribunales es, como se ha visto, la antesala que justifica que los políticos maniobren para controlarlos. Con la excusa que sea.


                                                                             ANDREA MÁRMOL  Vía EL CONFIDENCIAL

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