El presidente de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra
EFE
El President de la Generalitat acudió de manera imprevista al Parlament. Podía haber dicho muchas cosas. Y solo encarnó el vacío más absoluto.
Corrían algunos rumores. Se murmuraba que la comparecencia de Quim Torra
podía deparar alguna sorpresa. Mientras unos apostaban por una
convocatoria fulminante de elecciones, porque lo cierto es que el Govern
no gobierna nada, la cámara catalana está en hibernación y el mismo
Torra acusa un cansancio mental y físico notable, otros pronosticaban un
posible renacimiento de la república.
No fue ni una
cosa ni la otra. Torra se puso ante sus señorías para decir… ¿qué? Nada.
Entiéndaseme, hablo de la nada más absoluta como concepto intelectual y
político, la nada convertida en letras, articulada en frases, expuesta
en toda su crudeza en un discurso monótono, cansado de escucharse a si
mismo, ajeno a cualquier cosa que escape de sus obsesiones, sus
delirios, su decadencia.
Torra pretendía, acaso, emular el célebre J’accuse de Zola al decir que estaba allí para denunciar la “Justicia dictada por carniceros”, como si España fuese una dictadura y él un Charles Laughton
dispuesto a recitar el discurso que pronuncia en el célebre film “Esta
tierra es mía”. “Estoy aquí para acusar al Estado español”, insistía,
pero ni su tono, más bien triste, ni su languidez corporal, ni sus
pretendidas miradas terribles hacia socialistas, naranjas y populares
hubieran conseguido intimidar al más timorato niñito de parvulitos.
Han
sido palabras confeccionadas con unos retales tan viejos, tan
deshilachados, que el paño ideológico se caía por momentos escuchándole
hablar de la involución del Estado – entonces, ¿antes era bueno? -, de
delitos que no se cometieron, de la pureza de sus ideales – “Nosotros no
traficamos con la democracia”, dijo en un rapto lírico, deseoso de
hacer una figura literaria -, en fin, lo de siempre. El colofón tampoco
deparó sorpresas. Acudirán a la justicia internacional, a todos los
países de la UE, España quedará finalmente vilipendiada, en suma, finalizando con el consabido “Exigimos que se archive la causa”.
Han sido palabras confeccionadas con unos retales tan viejos, que el paño ideológico se caía por momentos escuchándole hablar de la involución del Estado
Es lo de siempre, cierto, pero con un matiz que no puedo
por menos que comentarles. Torra está agotado. Desplomado en su escaño,
se ha negado a contestar a la oposición, delegando esta función en su
vicepresidente, Pere Aragonés. Ni siquiera se ha inmutado cuando el popular Santi Rodríguez
le ha preguntado si quería que quedase constancia en el diario de
sesiones de que el President se negaba a responder a la oposición. Ni se
ha inmutado. A Torra ya le da un poco igual todo. La inmensa
frustración de este hombre es monumental. Creyó protagonizar un juego de
rol de esos en los que el azar de los dados pude hacer que Alemania no
pierda la segunda guerra mundial o que el pretendiente austríaco gane la
guerra de sucesión. He ahí su error. Entendió que gobernar Cataluña era
un juego de mesa, un pasatiempo ingenioso para disfrutarlo en familia
las tardes de domingo que no toca visitar una feria de Ratafía. Pero,
¡ah!, la política es otra cosa, diría que más sería, aunque, visto lo
visto, casi mejor me lo callo. Pero sí que es serio, y mucho, tener que
lidiar con los mercados, con los grupos de presión, con todo lo que
conforma la enorme complejidad del mundo de hoy. Y a Torra, lo sacas de
sus cosas y el hombre se pierde. Un ratón de biblioteca catalanista a
machamartillo bien puede saberse de memoria todo lo que escribió Xammar, Passarell o recitarte de memoria La Fageda d’en Jordà,
pero todo eso no sirve de nada cuando tienes que vértelas con las
cifras del presupuesto, los recortes, la inversión y la realidad, que no
es más que económica, para nuestra eterna desgracia.
Torra
no sabe por donde empezar si le ponen los números delante, de ahí que
Aragonés sea ahora el hombre fuerte de un gobierno catalán que manda
menos que el conserje del BBVA en la junta
de accionistas. Todo funciona por inercia, porque Cataluña va con el
piloto automático puesto. En medio de todo este erial se sitúa Torra,
solo, cansado, aburrido de sí mismo, aguantando por quien sabe que
vanidad tozuda que le empuja a seguir un poco más, no sea que la flauta
de Sánchez acabe por sonar, que no sonará.
No hay siquiera el coraje de alzarse aun sabiendo que has de fracasar en el intento, porque aquí nadie quiere perder ni el patrimonio, ni sus ingresos ni, por descontado, su libertad
Torra, prototipo del buen burgués de Sant Gervasi, culto,
católico, separatista, con estudios y buenas maneras, de los que
compran el tortell los domingos y se leen La
Vanguardia de cabo a rabo, aunque solo sea para despotricar, está
cayendo en picado. Caricatura del protoconvergente, de ese bon català que defendía Pujol padre,
nada de lo que diga puede sacudir ya no a ese estado que denosta, sino a
sus propios conmilitones. El bostezo es tan generalizado que ni a las
caceroladas que se convocan con motivo de las peticiones de condena de
los presos concurre nadie. Ese enorme vacío, ese abismo que siempre
intuimos terrible en el separatismo, se ha convertido en un puro agujero
en el que nada puede devolvernos la mirada, porque nada hay. Nada,
salvo la palabrería de sus dirigentes o los exabruptos cada vez más
broncos de sus palanganeros. No hay siquiera el coraje de alzarse aun
sabiendo que has de fracasar en el intento, porque aquí nadie quiere
perder ni el patrimonio, ni sus ingresos ni, por descontado, su
libertad. Es ese vacío que suele darse cuando jamás ha existido una
mínima idea, un tesis, una reflexión acerca de tu país, de tus
conciudadanos, más allá del estrépito inflamado de quien sigue una
bandera sin fijarse ni en quien la empuña ni hacia donde se dirige.
MIQUEL GIMÉNEZ Vía VOZ PÓPULI
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