¿Está condenada España a vivir siempre con unas instituciones de baja
calidad democrática que no cumplen las funciones de control para las que
fueron creadas?
Imagen de archivo de un pleno del CGPJ
EFE
“No es fácil concebir
un plan que ofrezca (…) la selección juiciosa de los hombres que han de
ocupar los cargos de la Unión, (pero) no necesitamos demostrar que de
este punto dependerá de manera esencial el carácter de su
administración” (Hamilton, LXXVI, El Federalista)
El esperpéntico y lamentable espectáculo ofrecido por la política en la recientemente frustrada renovación del Consejo del Poder Judicial,
pone de relieve ante todo una pésima concepción del principio de
separación de poderes en línea, además, con una marcada tendencia
histórica a la ocupación por parte de los partidos políticos de las
instituciones de control o, en ese caso, del gobierno judicial. Una
lacra que antes vino representada por el caciquismo y hoy por el
clientelismo político en sus diferentes variantes.
Nuestros
males, en efecto, vienen de lejos. El modelo de separación de poderes
que, fruto de su propio contexto, alumbró la Revolución Francesa partía
por entronizar al Legislativo, configurar un Ejecutivo sin grandes
poderes efectivos y, sobre todo, un Poder Judicial que de tal solo tenía
el nombre, pues no podía controlar ni al Legislativo ni al Ejecutivo,
tampoco a la Administración Pública. La Constitución de 1791 lo dejaba
muy claro: “Los tribunales no pueden inmiscuirse en el ejercicio del
Poder Legislativo, ni suspender la ejecución de las leyes, ni encargarse
de las funciones administrativas”. Se separaban formalmente los poderes, sí, pero a costa de convertir esa separación en inoperante, pues no suponía ningún freno al poder despótico, que primero se desplegó por la Asamblea (Convención) y luego por el Ejecutivo (Imperio Napoleónico). El Poder Judicial, en línea con lo trasladado equivocadamente por Montesquieu de la Constitución de Inglaterra, se transformó en un poder “mudo”, que administraba justicia y
se limitaba a “pronunciar las palabras de la Ley”, compuesto por “seres
inanimados que no pueden moderar la fuerza ni el rigor de las leyes”.
O, como recordaba gráficamente Carré de Malberg, ser juez se consideraba entonces un oficio (casi) servil,
por su total y absoluta dependencia de la Ley o de los reglamentos,
frente a los que nada podía oponer, ni siquiera la Constitución misma.
Los poderes, por tanto, no se controlaban a sí mismos. Se había creado
un Poder Judicial endeble, que tardaría muchas décadas, si no más de un
siglo, en compensar parcialmente esa tara de nacimiento.
Las instituciones son, hoy en día, más freno que palanca para el desarrollo del país y los partidos no trasladan el potencial de la sociedad española del siglo XXI
El primer liberalismo español copió ese defectuoso
esquema de división de poderes. Luego, la compleja evolución
político-constitucional de los siglos XIX y XX, hizo el resto. La
traslación tardía y con defectos evidentes del sistema parlamentario al
funcionamiento institucional español, introdujo la transformación
gradual del viejo principio de separación en otro de colaboración de poderes (Duguit)
entre Legislativo y Ejecutivo, pero con un Poder Judicial muy
dependiente del Ejecutivo a través del Ministerio de Gracia y Justicia.
El Ejecutivo se fue transformando
paulatinamente en el poder por excelencia, sobre todo por las
debilidades intrínsecas del parlamentarismo y la manipulación electoral.
Como expuso certeramente el profesor Manuel Zafra,
durante el siglo XIX español el Poder Ejecutivo fue realmente el único
poder, expresión del “bloque oligárquico”. Los frenos no existían. Y
siguen sin aparecer.
Aunque Montesquieu, a diferencia de su discípulo Blackstone,
no captó el papel del Poder Judicial como freno al poder, sí que
entendió perfectamente la idea-fuerza del constitucionalismo inglés en
torno a la noción de balance o equilibrio. Así se expresaba el autor
francés: “Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la
disposición de las cosas, el poder frene al poder”. Y esta idea se
articulaba en torno al principio de separación de poderes como checks and balances (o sistema de pesos y contrapesos) y cuya expresión más acabada es el modelo dibujado por Madison para la Constitución de Estados Unidos de 1787 (documentos 47 y 48, El Federalista).
Sin embargo, los modelos continentales europeos (y entre ellos el
español) configuraron un sistema de división de poderes donde la idea de
control institucional o de freno entre poderes estaba prácticamente
ausente. Hubo que corregir todo esto tras las catástrofes bélicas y las
experiencias totalitarias de las primeras décadas del siglo XX. Pero
mientras esto se hacía en las democracias avanzadas europeas, estábamos
aquí inmersos en nuestros particulares demonios domésticos y dominados,
salvo en la II República, por largos períodos de regímenes dictatoriales o autoritarios. No nos llegó prácticamente nada de eso.
La Constitución de 1978, los Estatutos de Autonomía y las leyes ulteriores diseñaron un modelo institucional formalmente
estructurado en una compleja arquitectura de órganos e instituciones de
control del poder (a imagen y semejanza de lo que se hacía en otros
contextos comparados), un sistema además de densidad y extensión
innegables (Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, Defensor del
Pueblo, autoridades “independientes” y reguladoras de diferente cuño,
etc.; así como sus instituciones homólogas autonómicas, cuando no
locales), pero que en realidad estaba y está capturado completamente por
la política. Su autonomía o independencia funcional es de mentira. Por
tanto, materialmente esas instituciones de control
en ocasiones no ejercen realmente sus funciones o, cuando lo hacen, las
desarrollan -salvo excepciones anecdóticas- con una actitud de
indisimulada complacencia frente al poder de turno, pues quienes han
sido nombrados para tales menesteres no son en verdad independientes,
sino que en no pocas ocasiones representan el papel de estómagos
agradecidos.
El viejo caciquismo
que denostara Costa se ha transformado sin solución de continuidad en
un clientelismo político que todo lo anega, también la alta
Administración. El reparto del botín, del que hablara Weber,
es a todas luces desproporcionado en lo que afecta a sus dimensiones en
la España constitucional, tal como ha recordado recientemente Víctor Lapuente.
Y los partidos no trasladan realmente la riqueza de matices ni el
potencial de una sociedad española del siglo XXI con enorme energía
profesional y talento (en la que hay personas muy cualificadas), ni el
empuje económico, social y cultural existente. Las instituciones son,
hoy en día, más freno que palanca para el desarrollo del país, como han
expuesto en un importante informe de los profesores Agulló y Jiménez Sánchez
editado recientemente por el BBVA. Y en esto gran parte de culpa la
tiene una actitud política de clientela en tales instituciones.
Captura política de las instituciones
Así
las cosas, la pregunta es obligada: ¿Qué se puede hacer? ¿Está
condenada España a vivir siempre con unas instituciones de baja calidad
democrática que no cumplen las funciones de control para las que fueron
creadas? ¿Hay algún remedio a la captura política de las instituciones?
¿Es ciertamente democrático -como se viene
alegando- que los partidos se repartan literalmente los asientos de
todos esos órganos de gobierno, de control o de regulación? ¿Está eso en
el ADN de la soberanía nacional, como interesada e ignorantemente se defiende en determinados foros?
No
seré tan ingenuo a estas alturas de la vida de pensar que hay
soluciones fáciles a este problema endémico. Pero al menos algunos
remedios pueden intentarse. El primero y necesario es que exista un
mínimo consenso político a la hora de reconocer el problema y ponerse a
buscar soluciones. El segundo que se comparta asimismo por todos los
actores políticos la necesidad objetiva de dignificar las instituciones
públicas y mejorar la calidad democrática, real y no nominal, del
sistema político-institucional en su conjunto. Y el tercero que, entre
otras muchas medidas (que ahora no pueden citarse), se apueste por la
creación de una autoridad independiente o la redefinición estructural y
funcional de alguna de las existentes (por ejemplo, el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno), que tenga por misión principal examinar objetiva e imparcialmente la
trayectoria profesional y personal de los diferentes candidatos
propuestos y ofrecer mediante expedientes motivados a las autoridades o
instituciones encargadas de nombrarlos ternas o, en su caso, una persona de
aquellos o aquellas que han superado los procesos de validación de sus
cualidades profesionales y personales. Si tales personas van a ejercer
funciones de dignidad institucional suprema deben aunar, en palabras de Adam Smith,
“la mejor cabeza con el mejor corazón”. Competentes profesionalmente e
íntegros en sus conductas. Y eso es lo que se deberá “examinar” por una
Comisión independiente, pues las comparecencias parlamentarias (hearings) se han mostrado en España como una auténtica e inútil pantomima.
Sin
duda para que esto funcione cabalmente se requiere poner a resguardo de
la política tal autoridad independiente y, sobre todo, acertar
plenamente en que los miembros designados no tengan ni hayan tenido
vínculos políticos de ningún tipo y, a ser posible, se trate de personas
de edad que estén fuera de la vida laboral o profesional, pero dotadas
de un prestigio y de una auctoritas fuera de
cualquier discusión. Hay muchas y válidas en nuestra sociedad civil. Se
ha de evitar a toda costa la captura política y el pago de favores
prestados. Y eludir los nombramientos por bloques (que fomentan las
“cuotas”), individualizando, así, los sistemas de acreditación.
La solución pasa por la creación de una ‘Comisión independiente de propuestas de nombramientos’ que realice la tarea de filtro profesional de las candidaturas
Ni que decir tiene que una solución como la indicada u
otra parecida (como ya existe en diferentes democracias avanzadas para
cubrir niveles directivos) sería plenamente apropiada también para
resolver, entre otros muchos, el sempiterno problema del nombramiento de
los magistrados del Tribunal Supremo y de
los cargos judiciales por parte del CGPJ. Una de las cuestiones que nos
explica por qué se ha producido esta dura y soterrada batalla en la
frustrada renovación de este órgano, radica en que en los próximos años
se debe renovar más de la mitad de la cúpula judicial en España
(magistrados del Tribunal Supremo). Y todos los partidos, al menos los
mayoritarios, quieren meter “a los suyos”. La creación de una Comisión independiente de propuestas de nombramientos,
que llevara a cabo esa tarea de filtro profesional e independiente de
candidaturas y la confección de ternas o candidatos que hayan superado
sus procesos de validación, aplacaría parcialmente los apetitos de
interferencia de los partidos políticos en el funcionamiento de la
Justicia en España y satisfaría sin duda las exigencias que, año tras
año, viene denunciado el Consejo de Europa a través de GRECO
en relación con la politización del Poder Judicial, iniciando así un
largo proceso de homologación institucional con el resto de democracias
avanzadas. ¿Habrá alguien que lo promueva? ¿Estará la política española a
la altura del momento? ¿O seguirá moviéndose en el barro y en la
decadencia? Y si todo esto fracasa, mejor el sorteo (con determinadas condiciones profesionales) que la pura colonización política.
En suma, como la sabiduría de Montesquieu y Adam Smith ya nos advertían, todo está, por un lado, en la disposición de las cosas (arquitectura o diseño institucional) y, por otro, en las personas que se designen para esos cometidos. Pues no cabe olvidar que las instituciones siempre son, en palabras de Emerson, la sombra alargada de un hombre.
RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO Vía VOZ PÓPULI
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