Catherine Nixey y su libro, La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico, sostiene todo lo contrario en un texto que es un ejemplo paradigmático de fake news. Un género que abasta más que una mentira pura y dura, porque constituye la operación de construir otra “realidad”, transformando la anécdota en categoría, ignorando a esta última, construyendo falsedades a partir de verdades a medias, inventando lisa y llanamente relatos hasta llenar todo el escenario. El intento de Nixey persigue dos propósitos obvios, vender libros -la trasgresión siempre es más comercial- y presentar a los cristianos como unos trasuntos yihadistas, que al igual que ellos visten de negro, y saliendo del desierto queman libros, arrasan templos, y destruyen estatuas. De hecho, el libro empieza en estos términos
Dame Averil Cameron, acreditado historiador de la Antigüedad tardía, llama el libro de Nixey “una farsa“, condenándolo rotundamente como “exagerado y desequilibrado“. En Revisión Literaria, de la Universidad de Exeter, Levi Roach afirma. “Quizás lo más preocupante es que Nixey termina respaldando la visión desde hace mucho tiempo desacreditada de la Edad Media como un período de fe ciega y estancamiento intelectual”. Y añade, “es difícil no detectar un grado de animosidad anticristiana“. Es fácil constatarlo dado que la autora ha escrito una historia en la que los cristianos son reiteradamente calificados de “estúpidos” e “ignorantes”. Para no extenderme más con las citaciones podrá encontrar aquí una crítica detallada, de Tim O’Neill, escritor historia, medievalista, y ateo confeso.
La tesis de Nixey es que “Los cristianos destruyeron la cultura pagana”. Pero siendo así, ¿Cómo justificar su continuidad académica hasta nuestros días? Su explicación es absurda: “hemos ido rescatando los filósofos grecolatinos desde el Renacimiento”. Vaya por Dios, ¿y quiénes y de dónde los han rescatado, de debajo de una col? La realidad obvia es que el Renacimiento, revalorización del clasicismo antiguo, es forjado por la cultura cristiana, la que muestra la Divina Comedia de Dante, y pudo hacerlo porque aquella cultura estaba disponible en la propia Iglesia romana, y oriental. Y es que fueron ellas quienes, en las dos grandes destrucciones europeas, la del Imperio Romano de Occidente en el siglo IV y el Imperio Oriental en el XV, salvaron, preservaron y difundieron el legado grecorromano, y sus lenguas vehiculares, el latín y el griego, sin los que toda trasmisión hubiese sido traicionada. El latín que aún habla la Iglesia, y que todo Occidente ha olvidado, surge de aquella salvación masiva, que tuvo en los monasterios los primeros centros de conocimiento y divulgación, a los que después, ya en plena edad media, se añadirían las universidades, otra creación cristiana, donde los clásicos tuvieron acomodo y se mantuvieron vivos.
Leyendo a Nixey uno puede concluir que todas las ruinas de templos y edificaciones antiguas son restos de la destrucción cristiana. Esto no pasa de ser una simple payasada, como muestra la arqueología y la historia. La encuesta más reciente sobre este tipo de construcciones es del 2011, The Archaeology of Antique ‘Paganism’. Existe también otro texto básico, El fin de los templos: ¿Hacia una nueva narrativa? que obviamente Nixey no cita, pero sí su crítico Tim O’Neill. El balance es rotundo. En todo el dominio cristiano solo se han localizado 43 casos de destrucción, solo el 2,4% de todos los templos conocidos, y aun de estos, 21 se encuentran en el revuelto Levante. No solo no hubo tal furia destructora, sino que se establecieron leyes para proteger las obras de arte, y hubo tareas de reparación y preservación. Lo que sí se dio fue otra cosa: el progresivo y creciente desuso de los templos paganos y lugares de culto, que abandonados, fueron mantenidos por las gentes del lugar, y con el paso del tiempo pasaron a ser utilizados la mayoría de las veces como fuentes de materiales de construcción o reconvertidos a otros usos, como hoy sucede con algunas iglesias en Holanda y el Reino Unido. Simplemente la gente fue abandonando el paganismo. La pérdida del poder imperial fue su fin, porque en definitiva era una religión de Estado cuyo, politeísmo restringido facilitaba la cuestión decisiva para el poder: la deificación del emperador. El abandono veía acaeciendo mucho antes de Constantino, cuando los cristianos ya eran mayoritarios en las principales ciudades, y alcanzaron a ser entre el 20% y un tercio de la población del Imperio de unos 50 millones de habitantes. Una excelente narración de cómo eran estos cristianos de los primeros siglos, y de las razones de su expansión, es la de Wayne A.Meeks Los orígenes de la moralidad cristiana (1994). También, es un ejemplo de análisis concreto la obra de Peter Brown, Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente.
La forma como Nixey trata las persecuciones de los cristianos, es otro indicador claro de su mentalidad. Al leerla sin mayor contexto, uno solo puede concluir que los gobernantes romanos eran uno seres benignos mientras los cristianos incluso forzaban la persecución, porque “buscaban complacidos el paraíso”. Nada como una buena crucifixión, corte de cabeza, o ser pasto de las fieras, para cerrar bien el día. Las persecuciones fueron una bagatela, y sostiene sin rubor que a lo sumo se cargaron unos pocos cientos, cuando el historiador más crítico con ellas, WHC Fred, (que Nixey cita mal, deliberadamente o no) refiere 3.500 (Martirio y persecución en la iglesia primitiva. Oxford, 1965), muy lejos de las 100.000 que estima L. Hertling. Pero no se trata solo de muertos, durante más de tres siglos, los que van de la muerte de Jesucristo en el siglo I hasta la normalización con el Edicto de Milán de Constantino en el 313, fueron proscritos y esto significó la carencia de derechos, el arresto sin garantías, la confiscación de sus bienes, la destrucción de sus propiedades, su arte, sus libros y sus símbolos, la incitación a abjurar de sus principios y delatar a otros cristianos, el encarcelamiento, el azotamiento y la tortura. De todo esto, bien documentado, nada habla nuestra autora.
Y a pesar de ello, su número creció exponencialmente. De unos 2.000 en el siglo I a un mínimo de 10.000.000 en el siglo IV. La cuestión apasionante es cómo lo consiguieron si estaban fuera del poder, discriminados y con frecuencia perseguidos.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía LA VANGUARDIA
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