Hay que preguntarse cómo puede suceder en sociedades democráticas que líderes políticos como Salvini, Bolsonaro o Le Pen obtengan un considerable, cuando no creciente, respaldo electoral
EDUARDO ESTRADA
No tengo memoria de que en el pasado, cuando en unas elecciones
democráticas ganaba la fuerza política adversaria, los derrotados
salieran a la calle en manifestación a protestar por el resultado. Pero a
partir de un cierto momento, próximo pero cuya ubicación precisa me
cuesta determinar (¿el Brexit? ¿la elección como presidente de Donald
Trump?), parece haberse convertido poco menos que en costumbre. Tal vez
sea que la lógica que impulsaba a los ciudadanos a manifestarse ha
cambiado, no lo descarto. Antaño lo hacían los que celebraban la
victoria de su candidato para dar rienda suelta a su alegría, en tanto
que los derrotados rumiaban en silencio y en la intimidad su fracaso
electoral, excepto en el caso de que en este hubiera mediado alguna
irregularidad, en cuyo caso la manifestación iba dirigida contra la
vulneración de las reglas del juego, no propiamente contra el resultado.
De cualquier forma, y al margen del caso de cuando se producían con motivo de una celebración, las manifestaciones de todo tipo han parecido contener siempre un elemento de reclamación o queja (variante repulsa o cualquier otra), lo que a su vez implicaba un destinatario. Lo más frecuente era que el destinatario fuera el Estado, al que se pretendía presionar con la concentración humana en cuestión para que hiciera o dejara de hacer algo (promulgara o derogara alguna ley, por ejemplo), aunque también cabía la posibilidad de que la masiva reunión de ciudadanos dirigiera sus eslóganes y pancartas contra otros Estados (como en el caso de las protestas de los años sesenta en todo el mundo contra la actuación militar norteamericana en Vietnam) o incluso contra algún organismo supraestatal (las lejanas manifestaciones del franquismo contra la ONU o las más recientes contra las políticas austericidas de la troika europea, por poner dos ejemplos bien diferentes).
Cabe preguntarse entonces si el tipo de manifestaciones a las que aludíamos al principio constituyen una simple expresión de rabia o contrariedad por parte del sector del electorado que ha visto defraudadas sus expectativas electorales o, más allá, van dirigidas contra alguien. La primera opción no creo que tenga demasiado recorrido especulativo: cada cual se consuela como quiere o como puede, y buscar el bálsamo de la compañía de los afines cuando vienen mal dadas resulta tan humano como comprensible. Es la segunda opción la que plantea más problemas a la reflexión, si tenemos en cuenta que el resultado por el que se protesta no es en democracia sino la materialización de la voluntad libre de un importante sector de la ciudadanía. ¿Debe interpretarse, entonces, que en tales casos se trata de manifestaciones contra la decisión de unos conciudadanos?
Doy por descontado que prácticamente ningún participante en las
mismas respondería de manera afirmativa a la pregunta en cuestión. Casi
con toda seguridad, para justificar su salida a la calle, cualquiera de
ellos dirigiría sus críticas contra los disparates vertidos por el
político triunfador a lo largo de la campaña (sobre los homosexuales,
los inmigrantes o las mujeres, por citar los asuntos que suelen
constituir mayor piedra de escándalo) o contra las inaceptables medidas
de choque que prometió para sus primeros días de gobierno. Pero al
argumentar así, en cierto modo estaría dejando de responder a la
pregunta de antes (o respondiendo a una pregunta no formulada). No se
trata de si personajes como Salvini, Bolsonaro, Le Pen o, desde luego,
Trump han defendido posiciones políticas y sociales en muchas ocasiones
de difícil justificación incluso desde el plano de la mera racionalidad.
Eso está claro, e insistir en ello no deja de ser una forma de intentar
cargar la mochila de la propia argumentación con razones del máximo
peso.
De lo que parece tratarse más bien es de cómo puede haber llegado a suceder que cada vez con mayor frecuencia en sociedades democráticas este tipo de líderes con este tipo de propuestas obtengan un considerable, cuando no creciente, respaldo electoral. Así, en Francia va camino de convertirse en rutinario que en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales el único cemento que consigue aglutinar a todas las fuerzas políticas que han llegado hasta ahí sea el rechazo a algún Le Pen.
Pues bien, tal vez sea precisamente esta reiteración la que más debería inquietarnos. Porque ya no cabe afirmar que a la ciudadanía de los países que asisten a la pujanza de semejante tipo de líderes, el asunto les venga de nuevas (como pudo suceder en la Alemania de entreguerras el siglo pasado). Por el contrario, partidos y medios de comunicación de diverso signo llevan tiempo advirtiendo de la peligrosa deriva autoritaria de nuestras sociedades, cuando no del mismísimo resurgimiento de los fascismos. Pero si esta descripción es correcta en lo sustancial, no queda otra que plantearse a continuación cómo puede ser que tan reiteradas advertencias (en ocasiones, acompañadas de truculentos vaticinios) estén haciendo tan escasa mella entre los ciudadanos. Tal vez en las declaraciones de algunos personajes brasileños famosos apoyando la candidatura de Bolsonaro podamos encontrar una clave de utilidad para clarificar este asunto.
Porque el reproche que más parece repetirse en todos ellos no va
dirigido tanto contra la bondad de la democracia como contra su
utilidad. Conviene subrayar el asunto porque, con demasiada frecuencia,
quienes se tienen a sí mismos por demócratas pata negra parecería que se
preguntan, perplejos, ¿cómo puede ser que haya gente que no esté a
favor del bien y en contra del mal?, pregunta a la que suelen responder
en el mejor de los casos con un cierto paternalismo, aludiendo al miedo
de las clases medias en situaciones de incertidumbre y otras
consideraciones análogas. Que tienen su parte de verdad, ciertamente,
pero que es dudoso que proporcionen una explicación satisfactoria por
completo.
Así, no es el caso que la mayoría de los seguidores del tipo de políticos que estamos comentando planteen unos valores alternativos a los de una democracia liberal consolidada. No se trata de que, frente a Platón, estén a favor de hacer el mal a sabiendas, como les atribuyen sus escandalizados críticos demócratas. Lo que suelen hacer más bien tales seguidores es contraponer lo que entienden que es el puro principio de realidad a lo que, siempre según ellos, llevan a cabo los que califican como “políticos tradicionales”, especialmente los de izquierda, a saber, defender un entramado de ideales tan hermoso como inútil (cuando no perjudicial para los intereses de un amplio sector de la ciudadanía).
Regresemos al inicio. Parece claro que en una sociedad tan victimizada como la nuestra, hasta las derrotas electorales habilitan a los derrotados a presentarse como víctimas. Y, ya se sabe, ¿quién se va a atrever a llevar la contraria al que se tiene por perfecto demócrata y se siente víctima del resultado de unas elecciones? ¿Quién osará decirle que tal vez tenga su cuota de responsabilidad en lo que ha terminado por ocurrirle? Pero se impone dar respuesta, aunque solo sea para que la cosa no vaya todavía a más, a esos otros importantes sectores de la ciudadanía que piensan que sus gobernantes se preocupan más por hacer el bien que por hacer las cosas bien. Frente a su queja, no se trata de renunciar a nada, sino de añadir algo. En suma: de hacer bien el bien.
MANUEL CRUZ* Vía EL PAÍS
Otros artículos del autor
De cualquier forma, y al margen del caso de cuando se producían con motivo de una celebración, las manifestaciones de todo tipo han parecido contener siempre un elemento de reclamación o queja (variante repulsa o cualquier otra), lo que a su vez implicaba un destinatario. Lo más frecuente era que el destinatario fuera el Estado, al que se pretendía presionar con la concentración humana en cuestión para que hiciera o dejara de hacer algo (promulgara o derogara alguna ley, por ejemplo), aunque también cabía la posibilidad de que la masiva reunión de ciudadanos dirigiera sus eslóganes y pancartas contra otros Estados (como en el caso de las protestas de los años sesenta en todo el mundo contra la actuación militar norteamericana en Vietnam) o incluso contra algún organismo supraestatal (las lejanas manifestaciones del franquismo contra la ONU o las más recientes contra las políticas austericidas de la troika europea, por poner dos ejemplos bien diferentes).
Cabe preguntarse entonces si el tipo de manifestaciones a las que aludíamos al principio constituyen una simple expresión de rabia o contrariedad por parte del sector del electorado que ha visto defraudadas sus expectativas electorales o, más allá, van dirigidas contra alguien. La primera opción no creo que tenga demasiado recorrido especulativo: cada cual se consuela como quiere o como puede, y buscar el bálsamo de la compañía de los afines cuando vienen mal dadas resulta tan humano como comprensible. Es la segunda opción la que plantea más problemas a la reflexión, si tenemos en cuenta que el resultado por el que se protesta no es en democracia sino la materialización de la voluntad libre de un importante sector de la ciudadanía. ¿Debe interpretarse, entonces, que en tales casos se trata de manifestaciones contra la decisión de unos conciudadanos?
Ya no cabe afirmar que a la ciudadanía que asiste a la pujanza de estos dirigentes el asunto les venga de nuevas
De lo que parece tratarse más bien es de cómo puede haber llegado a suceder que cada vez con mayor frecuencia en sociedades democráticas este tipo de líderes con este tipo de propuestas obtengan un considerable, cuando no creciente, respaldo electoral. Así, en Francia va camino de convertirse en rutinario que en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales el único cemento que consigue aglutinar a todas las fuerzas políticas que han llegado hasta ahí sea el rechazo a algún Le Pen.
Pues bien, tal vez sea precisamente esta reiteración la que más debería inquietarnos. Porque ya no cabe afirmar que a la ciudadanía de los países que asisten a la pujanza de semejante tipo de líderes, el asunto les venga de nuevas (como pudo suceder en la Alemania de entreguerras el siglo pasado). Por el contrario, partidos y medios de comunicación de diverso signo llevan tiempo advirtiendo de la peligrosa deriva autoritaria de nuestras sociedades, cuando no del mismísimo resurgimiento de los fascismos. Pero si esta descripción es correcta en lo sustancial, no queda otra que plantearse a continuación cómo puede ser que tan reiteradas advertencias (en ocasiones, acompañadas de truculentos vaticinios) estén haciendo tan escasa mella entre los ciudadanos. Tal vez en las declaraciones de algunos personajes brasileños famosos apoyando la candidatura de Bolsonaro podamos encontrar una clave de utilidad para clarificar este asunto.
En una sociedad victimizada, hasta las derrotas electorales habilitan a los derrotados a presentarse como víctimas
Así, no es el caso que la mayoría de los seguidores del tipo de políticos que estamos comentando planteen unos valores alternativos a los de una democracia liberal consolidada. No se trata de que, frente a Platón, estén a favor de hacer el mal a sabiendas, como les atribuyen sus escandalizados críticos demócratas. Lo que suelen hacer más bien tales seguidores es contraponer lo que entienden que es el puro principio de realidad a lo que, siempre según ellos, llevan a cabo los que califican como “políticos tradicionales”, especialmente los de izquierda, a saber, defender un entramado de ideales tan hermoso como inútil (cuando no perjudicial para los intereses de un amplio sector de la ciudadanía).
Regresemos al inicio. Parece claro que en una sociedad tan victimizada como la nuestra, hasta las derrotas electorales habilitan a los derrotados a presentarse como víctimas. Y, ya se sabe, ¿quién se va a atrever a llevar la contraria al que se tiene por perfecto demócrata y se siente víctima del resultado de unas elecciones? ¿Quién osará decirle que tal vez tenga su cuota de responsabilidad en lo que ha terminado por ocurrirle? Pero se impone dar respuesta, aunque solo sea para que la cosa no vaya todavía a más, a esos otros importantes sectores de la ciudadanía que piensan que sus gobernantes se preocupan más por hacer el bien que por hacer las cosas bien. Frente a su queja, no se trata de renunciar a nada, sino de añadir algo. En suma: de hacer bien el bien.
MANUEL CRUZ* Vía EL PAÍS
*Manuel Cruz es catedrático de
Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del
PSOE en la Comisión de Ciencia, Innovación y Universidades del Congreso
de los Diputados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario