El autor, exmiembro del CGPJ, lamenta el reparto político mediante el cual se deciden los miembros de este órgano, en vísperas de su renovación.
G.M.
“¿Qué es la justicia? ¿Un truco de pista? ¿Un número de circo? ¿Un pim-pam-pum de feria? ¿Un vocablo gracioso para distraer a los hombres y los dioses? Respondedme. Que me conteste alguien… Silencio… Silencio”. (León Felipe. El payaso de las bofetadas y el pescador de caña).
La noticia ha aparecido destacada en los periódicos del fin de semana, empezando por EL ESPAÑOL. “El bipartidismo vuelve a repartirse el CGPJ”, titulaba María Peral su crónica sobre la próxima renovación del órgano de gobierno de los jueces. “PP y PSOE abren la batalla por el control del Poder Judicial”, se podía leer el sábado en la portada de El País. Ayer domingo, El Mundo anunciaba que “los socialistas ultiman con el PP el reparto de los puestos del Poder Judicial y reservan una plaza para el partido de Iglesias”.
Como era de esperar, las reacciones han sido bastantes y de distinto signo. Frente a las declaraciones de la ministra de Defensa, Margarita Robles, quien dijo que con la próxima renovación del CGPJ espera “que se devuelva al Tribunal Supremo el prestigio perdido” y expresó su deseo de que se haga pronto “para que la gente confíe plenamente en el Poder Judicial”, otros han censurado el acuerdo e incluso los ha habido que no han escatimado el denuesto. “Esto es un asalto al Poder Judicial”, manifestó una magistrada de Madrid, con 31 años de servicio. Otro juez se quejaba de que “en el CGPJ entra el amigo del político”, y añadía que “esto es vergonzoso”.
Tengo para mí que lo sucedido es la secuela irreversible de la expresión “Estado de partidos” –sobre todo si se la compara con el concepto de “Estado de Derecho”–, cosa que Manuel García Pelayo, presidente que fue del Tribunal Constitucional, denunció a raíz de la sentencia 108/1986, de 29 de julio, cuando hablaba del grave peligro de que la designación parlamentaria de todos sus vocales –incluso los 12 que, según el artículo 122.3 de la Constitución, han de ser “Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales”– fuesen designados en razón del peso de los grupos parlamentarios, lo que no respondía a la configuración deseada para el CGPJ como garante de la independencia judicial.
Mas antes de proseguir deseo dejar constancia expresa de que no se trata de cuestionar la honradez profesional de nadie, ni, por tanto, de convertir al vocal elegido por el dedo del político en la encarnación de la perversión del sistema. Lo único que pretendo es poner de manifiesto, una vez más, las incoherencias de un modelo de CGPJ contrario a la Constitución y sumarme a quienes califican de espectáculo el que los dos principales partidos políticos se hayan repartido las veinte vocalías de la institución y estén a punto de consensuar el nombre del presidente o presidenta que, al propio tiempo, lo es del Tribunal Supremo. La negociación lo que hace es introducir al CGPJ en un estado de sospecha permanente y a que la idea dominante en la opinión pública sea que la institución es un títere de feria al servicio del poder político, cuyos intereses priman sobre la Ley y el Derecho.
El método del diez para ti diez para mí, no es la mejor manera de sacar a un órgano constitucional del atolladero del desprestigio
Hace ocho años se estrenó en Madrid La fiesta de los jueces, obra de teatro escrita y dirigida por Ernesto Caballero y que tenía como protagonistas a varios miembros del CGPJ que al final del acto solemne de Apertura del Año Judicial deciden representar, en versión libre, El cántaro roto, una farsa costumbrista del dramaturgo alemán Heinrich von Kleist. En un escenario cubierto de procedimientos judiciales previamente pasados por una trituradora de papel y con un gran espejo en el que los actores se reflejaban, los propios jueces, mediante la técnica del teatro dentro del teatro, se juzgaban a sí mismos, en un original juicio popular. “La Justicia es una tierra de pelea entre los distintos partidos, continuamente puesta en solfa, en la prensa, y que levanta grandes pasiones”, dijo en una entrevista el actor Santiago Ramos, que representaba el papel del juez Adán.
Pues bien, el día que asistí a la representación despedí la función y a sus actores con aplausos. Lo hice por varios motivos. El primero y principal, porque la obra se adentraba en la misma esencia judicial y describía, uno por uno, los síntomas más dolorosos de la Administración de Justicia. Después, porque estaba dedicada a los ciudadanos y a los jueces, unos y otros, en iguales proporciones, víctimas del desgobierno y el desconcierto de nuestra Justicia. Gemidos como “¡Justicia emprende tu camino!” o “¡Qué engaño!”, con la estampa final de la mujer de la limpieza metiendo la balanza de la Justicia en el cubo de la basura, fueron de una emoción estremecedora.
Desde sus comienzos hasta nuestros días, los siete consejos generales del Poder Judicial no han pasado de la más grotesca de las representaciones y los mandamases políticos de turno han querido mover a sus vocales como marionetas. Sí, ya sé que todos no, y unos menos que otros, pero, en conjunto, el CGPJ ha sido y seguirá siendo, una trampa para confiados, pues quien lo controla sabe que domina el Poder Judicial por la vía de los nombramientos discrecionales. Así lleva el CGPJ treinta y ocho años; tantos como grados de confianza perdidos. Quizá este ejemplo, con otros cuantos, sea la viva imagen de la España judicial. El CGPJ podría ser más respetable de lo que merece si quienes tienen la obligación de hacerlo se propusieran que la dignidad de la institución reemplazase al carrusel de filias y fobias en el que gira desde su constitución. Lo malo es que a estas alturas algunos sigan sin convencerse de que el edificio del número 8 de la calle Marqués de la Ensenada, de Madrid, no puede ser sucursal de los partidos políticos.
Sin claudicar de la sinceridad y con la dosis justa de autocrítica por haber pertenecido al CGPJ en el periodo 1990-1996, creo que el método de diez para mí y otros diez para ti –lo mismo diría si en el reparto de la tarta participasen otros partidos– no es la mejor manera de sacar a un órgano constitucional del atolladero del desprestigio en el que lleva metido hace años por el empeño de los políticos de que sus miembros responderán a la confianza depositada en ellos. Si con la justicia se buscan rentabilidades políticas, entonces sobran los tribunales y basta la intriga.
De una institución así compuesta poco cabe esperar, y no pasa de una burocratizada jefatura de servicios controlada por unos y otros
Confieso que, al igual que a muchos, el próximo 4 de diciembre, fecha en que está prevista la renovación del actual, me gustaría dar la bienvenida al octavo CGPJ. También que bienvenidos fueran los nuevos proyectos. Pero no me atrevo. Son demasiadas las ediciones del CGPJ presididas por el cambalache y el juego de trileros. Hacer política con la justicia es menester de traficantes de la justicia que alteran su pureza. Que la justicia funcione a golpe de batuta política es inadmisible y a nadie le puede extrañar que los jueces duden de que el CGPJ les represente y, lo que es peor, que defienda la independencia judicial. Una institución cuyos vocales, lo mismo que en las versiones anteriores, serán nombrados como se proponen hacerlo PSOE y PP, poco puede dar de sí y no pasa de una burocratizada jefatura de servicios controlada por unos y otros. Esto que afirmo no es un juicio temerario. Ojalá que las personas seleccionadas puedan demostrar que son capaces de sobreponerse a los recelos provocados por sus nombramientos.
Quien esto escribe cree en la Justicia y en el Poder Judicial y a menudo, como ahora, hace pública su fe. No se trata de una convicción asumida más allá de la razón, sino de su creencia, en la fórmula de Ortega y Gasset. No soy muy partidario de entender la Justicia como forma de poder. Por eso patrocino un CGPJ compuesto de gente independiente en el sentido gramatical del término. El individualismo resulta coartado por la fuerza, conocida de antemano, de unas instituciones políticas que ya sabemos lo que son y cómo son. En estas circunstancias, comportarse con absoluta libertad es muy difícil, aunque no imposible y ejemplos no faltan.
De ahí que insista en lo que decía al principio. Me consta que en las listas de vocales del nuevo CGPJ que los periódicos publican, los hay que merecen la consideración de juristas de reconocida competencia. Es más. Conozco de primera mano y me refiero fundamentalmente a su obra judicial, a algunos de los magistrados nominados en quienes concurren las virtudes del buen juez que describe Azorín. Por eso, al leer sus nombres me viene a la memoria la anécdota de aquel banderillero de Juan Belmonte que llegó a gobernador civil y que cuando le preguntaban cómo había podido ser, se limitaba a contestar:
—Pues ya ve usted, degenerando.
En mi etapa de vocal del CGPJ a la que me he referido, unos compañeros de la Audiencia Nacional quisieron conocer la opinión que tenía de él después de tres años de mandato. Les dije que me parecía un órgano hipotenso, sin pulso. Hoy la respuesta sería otra; más dramática, aunque quizá algo exagerada. El CGPJ está muy enfermo, casi en estado terminal. Se ruega una oración por el alma del finado.
JAVIER GÓMEZ DE LIAÑO*** Vía EL ESPAÑOL
*** Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.
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