El autor analiza la deriva del sistema democrático español y pide determinación política para acometer las reformas precisas que garanticen la unidad, el progreso y el sistema de libertades.
Se van a cumplir cuarenta años desde la aprobación
de la Constitución de 1978. Si a la decimonónica del 12 se le llamó la
"Pepa", bien haríamos en tildar a ésta de "Juana", por ser la Carta
otorgada de Juan Carlos I y porque quizá, para los que
hemos dedicado algún tiempo a analizar la naturaleza íntima del poder,
el espíritu del texto rezuma, siendo bien pensados, una cierta candidez.
En el pacto a favor de la libertad, la convivencia y
la reconciliación en que se resumió la Transición, todos parecíamos
salir ganando, como así se evidenció durante mucho tiempo. Es razonable
pensar, sin embargo, que el franquismo dejó una sociedad relativamente
homogénea y poco preparada políticamente, respecto a la cual la apuesta
de la Transición pudo haber sido más valiente. La sociedad española, tan
desconocedora de la democracia que confundía las libertades civiles con
las políticas, y éstas últimas con el sufragio universal y el
pluralismo político, aceptó las reglas de juego que le brindó su clase
política del mismo modo que habría aceptado otras con la misma
apariencia plural, siempre que se hubiesen también bendecido por la
opinión pública. Sin ánimo de caer en el purismo, cada día que pasa
queda más claro que a los constituyentes les faltó grandeza moral o visión política para sentar las bases de una gran democracia.
Durante los años en los que no se cuestionaron los
fundamentos de la convivencia, junto a la prosperidad que se abría paso
en los hogares de la cada vez más amplia clase media, pronto emergieron los vicios ocultos
que el vuelo raso de los constituyentes engendró, y algunos creímos
llegado el momento de pedir ese cambio de rumbo que la Transición no
llegó a tomar.
En la sociedad no polarizada y sin graves conflictos
sociales que fue España entre los años setenta y la primera década de
este siglo, abrir un proceso constituyente, dando voz a la ciudadanía
para instituir la libertad política por medio de la separación de
poderes, la representación real de la sociedad y el
retroceso radical en la deriva del modelo autonómico, cuando no su
supresión, era algo que podría haberse abordado sin riesgo y cuya
implementación por medio de la legitimidad que confiere un proceso de
esta naturaleza nos habría garantizado la libertad y la prosperidad
durante muchas décadas.
Si nadie lo remedia, en los próximos lustros los españoles pondremos en serio riesgo la supervivencia de la nación
No se hizo, y aquellas llamas amenazantes, diluidas
en la bonanza económica y los fastos de la convergencia europea, que el
oportunismo de la clase dirigente se empecinó en atizar, son hoy hechos
incontrovertibles que complican en exceso la convivencia nacional.
Siento reconocerlo, pero hoy ya no es tiempo para un proceso
constituyente. El consenso respecto a lo que constituye la democracia
liberal o burguesa y el sistema de libre mercado corregido con la acción
redistributiva del Estado se ha roto, y el sentimiento de identidad
nacional, base y garantía de lo anterior, pasa por los peores momentos
de nuestra historia. Con mimbres repelentes entre sí, ya no es posible hacer una cesta partiendo de cero.
Si nadie lo remedia, en los próximos lustros los
españoles pondremos en serio riesgo la supervivencia de la nación y la
prosperidad de la sociedad no subvencionada. El problema es que los
remedios ya solo pueden producirse puntualmente, con la falta de
legitimidad que conllevan los parches. Las tres grandes reformas que
necesita el Estado, el cambio de la ley electoral, la separación de
poderes y la supresión o minimización del modelo autonómico, soluciones
en el fondo muy profundas porque dos de ellas podrían alterar el régimen
de poder (pasándolo de oligárquico a representativo y democrático) y la
otra garantizaría la unidad nacional, pudieron realizarse a través de
un proceso de libertad constituyente, con la carga de legitimidad que
ello habría supuesto. A quien todavía dude de sus beneficios, le
recomiendo leer a Sieyès, Carré de Malberg, Böckenförde o Carl Schmitt
para que compruebe que la separación entre el poder constituyente y los
poderes constituidos es esencial para que un Parlamento no pueda
convertir leyes ordinarias en leyes constitucionales con la posibilidad
de destruir nuestras libertades.
Sin embargo, a mi modo de ver, hoy ya resulta
imposible transitar la senda recomendada por lo más excelso del
constitucionalismo, porque el procedimiento exigiría un gran acuerdo en
torno a las cuestiones fundamentales y una sociedad homogénea. Es
razonable que para una parte todavía mayoritaria de la sociedad no pueda haber consenso ninguno con los enemigos de la libertad
y de la nación, y difícilmente podría haberlo con quienes se encuentran
en uno u otro lado dependiendo de cómo se levanten, o en dónde se
encuentren sus intereses.
Por otro lado, considerando que para la izquierda
radical -hasta hace poco marginal en España-, el poder constituyente
actúa como motor de transformación social, como "acción de ruptura de la
autonomía de lo político" -en palabras de Antonio Negri-,
y considerando también que esta interpretación entra en colisión
frontal con el constitucionalismo liberal, debemos comprender que las
transformaciones que necesita España deberán llegar a través de
templadas reformas, capaces de parar la deriva en la que entró desde
hace años pero, al mismo tiempo, intentando blindar el sistema para que
sus enemigos no lo puedan abrir en canal a través de la legislación
ordinaria.
Es perentorio reformar la ley electoral para pasar de una partidocracia a un sistema verdaderamente representativo
Lo delicado de la situación exige actuar con suma
inteligencia, tratando de encontrar el momento y el apoyo social
adecuados para lograr reformas puntuales. Es perentorio reformar la ley
electoral para pasar de una partidocracia a un sistema verdaderamente
representativo de la sociedad civil a través del diputado de distrito y establecer una verdadera separación de poderes
con la que el Poder Judicial deje de sufrir interferencias o incluso
anulaciones totales, como ocurre con los indultos gubernamentales
amparados, nada menos, que en una anacrónica ley decimonónica.
Estas reformas, que apuntalarían nuestro sistema de libertades de producirse a través de una reforma puntual de la Constitución por el procedimiento simplificado
-sin amenazar la totalidad de la arquitectura constitucional, jefatura
del Estado y régimen de libertades incluidos-, también pueden
implementarse, obviamente sin las mismas garantías para la libertad, por
medio de la modificación de las leyes orgánicas que actualmente regulan
estas materias.
Respecto al Título VIII, lo ideal sería su total
supresión, única forma de ahorrar decenas de miles de millones de euros
al año y de garantizar la recuperación del sentimiento de identidad
nacional. Pero ello implica una reforma profunda de la Constitución, con
los riesgos que acabo de exponer. Quedarían dos vías posibles. La
reforma blanda del art. 167 para blindar competencias esenciales a la nación
y, todavía más sencilla, la recuperación de éstas por parte del Estado
central, a través de las reformas de los Estatutos de autonomía y de las
leyes orgánicas correspondientes. A cualquiera de ellas podría añadirse
la ilegalización de todo partido que incluya en sus objetivos la
división de la unidad nacional.
¿Habrá esta vez grandeza y visión política para salvar a la nación? En dos o tres legislaturas habremos obtenido respuesta.
LORENZO ABADÍA*** Vía EL ESPAÑOL
*** Lorenzo Abadía es empresario y profesor asociado de Derecho Constitucional.
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