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Sucede que las nuevas posibilidades comunicativas no han aumentado el contenido deliberativo de los mensajes partidistas; para comprobarlo basta echar un vistazo a algunos hitos recientes de la escenificación mediática. Pensemos en la celebración del acuerdo presupuestario entre el Movimiento 5 Estrellas y la Liga Norte, anunciado por Luigi Di Maio en un balcón del Palacio de Gobierno con aspavientos dignos de una victoria mundialista de la selección italiana de fútbol. Pero también en el álbum fotográfico del presidente Sánchez, a quien hemos visto haciendo jogging y donando sangre; en el acto de campaña montado por Juan Manuel Moreno Bonilla, líder del PP andaluz, en el lugar donde se tomó la célebre fotografía del clan de la tortilla socialista; o en la variada maniera nacionalista: de la coreografía organizada por el independentismo catalán con motivo de la presentación del llamado Consell por la República, que incluía un baile regional ante la mirada del Gran HermanoPuigdemont, a las intervenciones tumultuarias de Gabriel Rufián en el Congreso. No se trata, huelga decirlo, de una relación exhaustiva: cada día tiene su afán.
Se hace en todo caso evidente que los partidos están empleando las herramientas digitales para sostener una campaña electoral permanente donde el argumento racional se subordina al eslogan emocional. Nótese que todos estos actos poseen una cualidad performativa: una idea es presentada mediante su escenificación. Lo que cuenta es el impacto afectivo sobre el electorado; de los contenidos ya se ocuparán los analistas. Así que los partidos -no es sorprendente- se comportan como partidos: tratan de reforzar su marca mediante técnicas publicitarias en un marco de intensa competencia por la atención del público; un público entretenido, a su vez, en una conversación incesante donde la cacofonía es norma.
Para evaluar este fenómeno con una cierta perspectiva histórica, nada mejor que comprobar lo que se decía sobre la relación entre partidos y electorados durante los convulsos años de la República de Weimar. No es un periodo cualquiera: la desgraciada historia de aquella república federal viene recordándonos desde hace décadas que las democracias liberales son reversibles. A ese resonante simbolismo contribuye también a la envergadura de los pensadores que tomaron parte en sus debates políticos y jurídicos, como nos recuerdan Josu de Miguel y Javier Tajadura en su excelente Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo (Guillermo Escolar, 2018). Weber, Schumpeter, Kelsen, Schmitt: todos ellos advirtieron, cada uno a su manera, de los desafíos que la naciente democracia de masas planteaba al liberalismo parlamentario. Y lo que dijeron entonces tiene una sorprendente actualidad.
Max Weber, quien había dado la bienvenida a los partidos de masas por su capacidad para educar al ciudadano y estructurar la vida pública, temía sin embargo que en su empeño por movilizar apoyos y ganar votantes esos mismos partidos terminarían por apelar a los elementos irracionales del público. Elementos que ya poseían, como señalara por su parte Joseph Schumpeter, más importancia que cualquier debate sobre un asunto concreto. Para el pensador austriaco, la ampliación masiva del sufragio había hecho del parlamento una institución distinta de la prescrita por la teoría liberal clásica y las intervenciones de los diputados habían dejado de dirigirse a sus colegas, concibiéndose más bien en función de su efecto sobre la audiencia exterior. Así que esto ya pasaba en 1922: mucho antes del telediario y no digamos de Twitter.
No es así de extrañar que en el prefacio a la segunda edición de su crítica al parlamentarismo liberal, Carl Schmitt citase a Walter Lippman, el teórico norteamericano de la opinión pública que había cuestionado la idea de que el público democrático sea capaz de emitir juicios coherentes sobre la realidad política. Schmitt apuntaba que el desarrollo de la democracia de masas convierte la discusión pública basada en argumentos en una formalidad vacía, pues el apoyo de las masas se obtiene mediante una propaganda que explota los intereses y las pasiones más inmediatas: "El argumento, en el sentido que es propio de una discusión genuina, desaparece". A ello añade Schmitt una frase que podría haber sido escrita hoy: "Debe uno por tanto asumir como algo sabido que no se trata hoy de persuadir al oponente de la verdad o justicia de una opinión, sino de alcanzar una mayoría a fin de gobernar con ella". En otras palabras: no se trata de debatir argumentos, sino de obtener votos. Y no obtiene votos quien mejor debate argumentos, sino quien más eficazmente se maneja en el terreno sentimental.
Alarmado por la parálisis legislativa causada en su tiempo por la fragmentación pluralista del parlamento, el siempre controvertido Schmitt resaltaba el principio democrático de la constitución de Weimar por encima de sus aspectos liberales. Y lo hacía en coherencia con su desdén por el procedimentalismo liberal: estaba convencido de que la democracia de masas solo podía ser aclamativa. A su juicio, esto habría quedado demostrado ya en el hecho de que los fundamentos morales e intelectuales del liberalismo se encontraban debilitados por la aparición, en aquellos años de vértigo revolucionario, de dos ideologías más vitales que el liberalismo: el bolchevismo y el fascismo. Es lo que, en relación con el contexto contemporáneo, yo mismo he descrito como la "desventaja propagandística" del liberalismo.
Ahora bien: donde Schmitt decía bolchevismo y fascismo, podemos decir hoy populismo y nacionalismo. O nacionalpopulismo, a la vista de la habilidad con que el nacionalismo imita la estrategia populista. Cobra así forma en nuestros días una peligrosa tendencia plebiscitaria que, mediante una movilización que en buena medida se produce a través de las redes digitales, permite a los líderes populistas de todas las confesiones ponerse detrás del "pueblo". La voluntad popular se convierte entonces en la justificación para saltarse la ley o atentar contra los derechos de las minorías: en Venezuela, en Polonia, en Cataluña. Es paradójico: la idea democrática ha impregnado nuestra época con tal fuerza que casi nadie sabe cómo oponerse a la «voluntad popular». Aunque eso pueda conducir al socavamiento de la democracia.
Hay otras formas de verlo. El filósofo Santiago Gerchunoff, en un libro de próxima aparición, saluda con optimismo la ironía corrosiva de la nueva esfera pública y habla de una "hiperpolítica" más estimulante que peligrosa: un Weimar con final feliz. ¡Ojalá tenga razón! También el sociólogo Ronald Inglehart cree que la democracia es irreversible, pues el individualismo expresivo se ha convertido en un rasgo estructural de nuestras sociedades. Sin embargo, nada garantiza que la conversación pública de masas llegue a las conclusiones correctas. Puede suceder que el desorden comunicativo inducido por las redes sociales contagie al sistema de gobierno y la agudización del pluralismo conduzca al marasmo político; o que una polarización exasperada dinamite las bases de la convivencia. A ello pueden contribuir medios de comunicación y partidos políticos: unos entregándose al sensacionalismo para ganar audiencia, otros alternando demagogia y populismo para conquistar votos. Pero también, claro, el ciudadano que hace uso de las redes.
A una sociedad, en fin, no le basta con discutir; también necesita funcionar con razonable eficacia. Si insiste en no hacerlo, habrá ciudadanos que -prefiriendo la injusticia al desorden- se sientan tentados por el decisionismo autoritario. Por desgracia, no parece que podamos conjurar ese peligro invocando de manera solemne el sentido de la responsabilidad de medios, partidos y ciudadanos; aunque sea una bonita manera de acabar un artículo. Pero cuidado: si del teatro se adueñan los histriones, podemos quedarnos sin teatro.
MANUEL ARIAS MALDONADO* Vía EL MUNDO
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Manuel Arias Maldonado es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es Antropoceno. La política en la era humana (Taurus, 2018).
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