Lo ocurrido con el cambio climático revela uno de los grandes problemas de nuestras democracias. La desigualdad será la siguiente víctima, y Europa, la gran perjudicada
Antonio Garrigues Walker, en una conferencia. (EFE)
Uno de los asuntos políticamente más llamativos de las últimas décadas es el cambio climático. Existe una conciencia muy extendida
entre ciudadanos, políticos y élites de la importancia de poner freno
al deterioro del planeta, y de los muy negativos efectos que está
causando el calentamiento global en la naturaleza, en el clima, en la
economía de algunas regiones del planeta y en el ser humano. Los medios
de comunicación difunden periódicamente noticias relacionadas con este
tema, los expertos se reúnen y nos cuentan su opinión, describen
posibles soluciones, y se organizan congresos promovidos por
instituciones internacionales cuyo objetivo es terminar con sus causas.
Pero
después está la realidad, que año tras año nos golpea recordándonos que
el deterioro se hace mayor, que las medidas acordadas no se llevan a la
práctica, o que lo son insuficientemente, que el proceso continúa
avanzando y que de lo firmado, nada. Cada vez que nos anuncian cómo
cambian las temperaturas globales o cómo los polos siguen derritiéndose,
nos asalta la certeza de que hay algo que nos estamos perdiendo. Si
todos sabemos lo que ocurre, y si conocemos las catastróficas
consecuencias para la vida humana a las que nos conducirá seguir por
este camino, ¿por qué no se hace de verdad algo para detenerlo?
Operar de verdad contra el calentamiento global supone tensiones fuertes y requiere un valor del que los políticos carecen
Es
justo ese punto el que nos parece muy extraño, y el que resulta
revelador respecto de los problemas verdaderos de nuestro sistema
políltico. Porque a pesar de todo ese despliegue discursivo, los
intereses económicos y geopolíticos llevan a que el edificio experto e institucional alrededor del cambio climático sea más parecido a un museo que a otra cosa, un lugar que visitar de vez en cuando que un instrumento del cambio.
El
cambio climático es importante por sí mismo y porque refleja a la
perfección los dilemas que afronta la política en nuestro tiempo
Porque,
seamos sinceros, detener el calentamiento global supone poner límites
al poder, enfrentarse de verdad a él. Implica que muchas grandes
empresas vean recortados sus beneficios en un instante histórico en el
que se resisten con ferocidad, presionadas por sus accionistas, a perder
cualquier milímetro de ingresos; que sectores que han vivido excelentemente de su oligopolio deban reconvertirse;
que algunos países vean cómo sus fuentes de riqueza disminuyen; que las
grandes potencias deban ajustarse a unas nuevas reglas de juego
geopolíticas. Operar de verdad contra el cambio climático supone
tensiones fuertes y requiere un plus de valor que los poderes políticos
no están dispuestos a afrontar.
El mecanismo típico
Viene
a cuento la reflexión sobre el cambio climático no porque el asunto sea
importante, que lo es, sino porque refleja a la perfección el momento
político de nuestra época. Las cosas funcionan así: hay un problema, se
detecta, se pone en la agenda, aparecen fuertes resistencias a aceptarlo
que con el tiempo se van venciendo, y finalmente se genera un consenso
respecto de la existencia del problema y la necesidad de arreglarlo. Una
vez que eso ocurre, el problema se institucionaliza, aparecen los
expertos, los congresos, las declaraciones de grandes instituciones,
los planes de los políticos y las promesas electorales. Y, al final,
aparece la realidad, esa que circula subterránea pero insistentemente,
que produce que los cambios sean poco o nada relevantes.
No
es solo el cambio climático, sino la mayoría de los problemas que
afronta nuestro sistema. Es difícil, por ejemplo, compaginar sin
fricción los discursos sobre la violencia machista que políticos e
instituciones difunden sin cesar y una realidad que sigue golpeando día tras día en forma de mujeres asesinadas y de niños desprotegidos,
en buena medida por la falta de presupuestos para dotar de medios
personales y estructurales para ayudar a las personas que afrontan estas
situaciones de riesgo. En esta diferencia se explica buena parte del
deterioro y de la desconfianza que suscita nuestro sistema: son ejemplos
típicos de los males de nuestras democracias.
Ahora, la desigualdad
Antonio Garrigues Walker acaba de publicar, con la colaboración de Antonio García Maldonado,
un recomendable 'Manual para vivir en la era de la incertidumbre' (Ed.
Deusto). Sus reflexiones encajan perfectamente en eso que podría
denominarse liberalismo sensato, y se apoyan en la descripción de las
expectativas y los riesgos que nos acechan. Más allá de las
convergencias y divergencias acerca de sus análisis y conclusiones, es un texto útil para el debate, que señala dilemas, de dimensiones considerables, a los que hemos de enfrentarnos.
Sin un mínimo de bienestar y sin cohesión social “no hay democracia liberal que funcione y compita"
Garrigues
y Maldonado ponen el acento, en uno de sus capítulos, en un tema
central en nuestro tiempo, como es la desigualdad, y abogan por un nuevo
contrato social. Con la degradación de las condiciones laborales y de
los salarios, afirman, “tenemos un serio problema, existencial, con la capacidad potencial de acabar con la salud de nuestras democracias”.
Sin un mínimo de bienestar y sin cohesión social “no hay democracia
liberal que funcione y compita”. Es una tesis que está cobrando cuerpo
entre el liberalismo más razonable, y que no solo se argumenta en
términos de justicia sino de necesidad sistémica.
Los negacionistas
Entre sectores de la vieja socialdemocracia europea, y en el de los liberales a lo Macron, el término 'nuevo contrato social'
ha comenzado a ser popular, porque adivinan los enormes riesgos a los
que la desigualdad somete al conjunto social. Todavía no está instalado
en las agendas políticas, porque nos hallamos en la fase anterior a la
del consenso: como ocurrió con el cambio climático, en cuanto el
problema se expuso, aparecieron los negacionistas, que insisten en que
debemos estar contentos porque este es el mejor momento de la historia, y
que como elemento de solidaridad los occidentales debemos aceptar las
dificultades para llegar a finales de mes para que China viva mejor y se
convierta en una superpotencia. Otros sectores también niegan el
problema, señalando que la desigualdad siempre ha existido y que es
bueno que así sea, porque las soluciones han de ser individuales; otros simplemente apuntan que es normal que los ganadores se lo lleven todo, porque así es la vida.
Hay
una nueva clase de poder que explica por qué los trabajos se
deslocalizan, los nuevos negocios fracasan y los precios aumentan
En
realidad, lo que llamamos desigualdad es algo más complejo que las
diferencias de recursos y poder entre unas partes y otras de la escala
social. Su acentuación tiene que ver con los cambios económicos en que
estamos inmersos, que están produciendo una transformación incesante de las sociedades a partir de la concentración de los recursos y la influencia.
Es una clase de poder que “hace muy difícil que los nuevos pequeños
negocios tengan posibilidad de triunfar, lo que explica por qué tantos
trabajos se han deslocalizado, por qué ocurren las externalizaciones,
por qué los precios de los medicamentos aumentan, por qué no se pueden
introducir energías limpias, por qué la calidad de la comida es peor,
por qué los beneficios de las grandes empresas y la remuneración de sus
directivos siguen aumentando mientras que los clientes y proveedores
sufren, y por qué los poderosos son cada vez más poderosos”, aseguraba Barry C. Lynn en 'Cornered'.
El capitalismo financiero
El
declive del Estado de bienestar tiene que ver también con este
movimiento. Del mismo modo que los ajustes de la recesión se hicieron
por vía salarial, el dinero que los estados pagan por los intereses y el
capital de la deuda proviene de lo que antes se destinaba a generar
cierta estabilidad material entre sus nacionales. El Estado de bienestar
existe, pero cada vez más limitado, y más sometido a ataques, porque
para competir en un mundo global, se nos dice, Europa no está preparada:
su mano de obra es demasiado cara y tiene que acostumbrarse a vivir
peor. Es este el contexto que produce la desigualdad, de modo que
para que el contrato social surta efecto, los límites que deben ponerse
han de ser muy firmes.
Trazar
un nuevo contrato social requiere firmeza: la de enfrentarse a aquellos
con los que no han podido quienes combaten el calentamiento global
Estamos muy lejos de ese escenario. Para favorecer a los accionistas, es decir, al capitalismo financiero, las empresas están compitiendo a partir de la reducción de costes y de adquirir mayor poder negociador en el mercado.
Las firmas se concentran, ganando tamaño, lo que produce cada vez menos
actores y más desiguales, al mismo tiempo que menos puestos de trabajo,
uno de los efectos típicos de las fusiones y adquisiciones.
El doble problema
En
resumen, dibujar un nuevo contrato social requiere gran firmeza: la de
enfrentarse a esa realidad con la que no han podido quienes combaten el
calentamiento global. Es posible, por tanto, que las alertas frente a la
desigualdad permanezcan en ese plano discursivo y estético en el que permanece el cambio climático.
Sin
embargo, que no se genere ningún cambio en este terreno va a ser un
gran problema. Vivimos en un instante crítico para las democracias
liberales, tanto desde el punto de vista ideológico como desde el
geoestratégico. La llegada de las democracias iliberales, o más
exactamente, del capitalismo no democrático, es un hecho, y Europa
parece la siguiente parada de este tren. El deterioro material ha
creado un escenario muy favorable para otro tipo de regímenes, y el
descontento y la frustración con un sistema que no funciona han sido
aprovechados por las derechas populistas para dar un golpe en el tablero
europeo. Es un problema sencillo de combatir en la teoría, y a eso
alude Garrigues cuando habla de la necesidad de desactivar el
descontento gracias al aumento del bienestar, generando así confianza en
el sistema. Sin embargo, los costes para las élites existirán, y no
parecen dispuestas a que acontezca. De seguir por este camino, nuestras
sociedades seguirán dividiéndose y, al hacerlo, nos conducirán hacia
regímenes más autoritarios. Ha sido una constante a lo largo de la
historia: arreglar lo descompuesto mediante el incremento del control y
no mediante la sensatez y la razón.
Evitar
el capitalismo no democrático y la ruptura de la UE tienen un precio,
el de generar cohesión social, que las élites no están dispuestas a
pagar
Pero hay una derivada en este asunto,
el problema geoestratégico. En un mundo en el que regresan los imperios
y en el que EEUU y China han empezado las hostilidades, Trump y buena
parte de la derecha creen que el fortalecimiento estadounidense pasa por
el debilitamiento de antiguos aliados. La Unión Europea es uno de
ellos. Es una potencia mundial frágil, por razones políticas,
militares y de cohesión interna, que tuvo importancia mientras gozaba
del respaldo de EEUU. No es el caso ahora. Trump repite con
frecuencia que prefiere negociar con los países europeos individualmente
en lugar de con un conjunto de ellos —ya que se ve obligado a hacer más
concesiones— y que, si por él fuera, la UE no existiría. Eso es el
Brexit, y el populismo de derechas es el caballo de Troya de ese
movimiento geoestratégico en Europa.
Pero ambas
cosas, evitar el capitalismo no democrático y la ruptura de la UE,
tienen un precio, el de generar cohesión social, que las élites europeas
no están dispuestas a pagar. Prefieren seguir dando alas a sus
enemigos, y lo están consiguiendo. La desigualdad es el indicador que decidirá nuestro futuro, y está ya en rojo.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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