Curiosamente, el multipartidismo que ha acabado con la posición
hegemónica del PP fue promovido activamente por Rajoy y Sáez de
Santamaría, pensando que a ellos nunca les afectaría
El expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y la exvicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría
EFE
Las aguas bajan turbias en el PP,
muy turbias de hecho, más de lo que nunca lo habían hecho en cuarenta
años de historia. El castañazo electoral del día 28 ha dejado todas sus
vergüenzas al aire y ahora las cuchilladas ya no se las propinan a
escondidas en la intimidad de la sede, sino en público y con cámaras
delante. Algo impensable hace sólo unos días, algo imposible hace sólo
un año.
Hace unos días Esperanza Aguirre,
la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, volvió a cobrar
protagonismo al recriminar al líder de su partido que hubiese dado una
patada a Santiago Abascal en su trasero
cuando el primero acusó al segundo de haber estado enchufado en el
Gobierno de Aguirre cobrando un generoso sueldo. Desde Galicia llega mar
gruesa. Feijóo, que no dio el paso cuando debió hacerlo, ahora pide cuentas. Los barones de Génova, antes compulsivos aplaudidores de Rajoy, ahora se rasgan las vestiduras y piden la cabeza de Casado.
Es la hora de las tortas, el momento en el que una década de trapos sucios
salen a relucir para lavarse en público. Muchos se preguntan cómo un
partido que llegó a tenerlo todo hace no tanto tiempo, ha podido
deshacerse de esta manera. Y cuando digo todo es todo. Hace sólo cuatro
años, en las vísperas de las municipales de 2015, el PP gobernaba
cómodamente con 186 escaños en el Congreso. En el Senado su mayoría era
incluso mayor. En las elecciones de 2011 obtuvo 136 senadores sobre 208,
un 65%.
El partido de Rajoy y Soraya era un simple aparato burocrático sin un sólo principio que lo moviese más allá de permanecer eternamente en la Moncloa
Controlaban
34 capitales de provincia con Madrid, Valencia, Sevilla y Málaga a la
cabeza. En las autonómicas de ese año ganaron en doce de las trece
comunidades en las que se celebraron elecciones. Disponían a placer de
cabildos y consejos insulares y de los Gobiernos de Ceuta y Melilla.
Nunca antes el partido de Fraga y Aznar había mandado tanto como en esa legislatura. Ese era el PP en mayo de 2015.
Ese
mismo mes les llegó el primer aviso. El barco hacía aguas pero no
querían verlo. Perdieron el 30% de su representación municipal,
incluidas las joyas de la corona: Madrid, Valencia y Sevilla.
Perdieron también regiones como la Comunidad Valenciana que eran
auténticos feudos y otros, como Aragón, que habían tardado años en
conquistar y que no supieron retener.
¿Qué había pasado? Una parte de sus votantes se quedó en
casa, otros se fueron a Ciudadanos, un partido que llevaba ahí muchos
años pero que no había salido de Cataluña. La cúpula del partido, sorda y
ensoberbecida, se negó en redondo a hacer la más mínima autocrítica. La culpa era de la crisis económica,
de la prensa canallesca, de algunos asuntillos de corrupción o
directamente de los votantes, que no estaban a la altura del partido.
Ni Rajoy ni su escudera Soraya Sáenz de Santamaría
se dieron por enterados. Pensaban que los españoles sabrían valorar la
estabilidad y los desvelos del Ejecutivo por acabar con la crisis y
retomar la senda del crecimiento. Se equivocaron, pero no quisieron
admitirlo. Era un pequeño traspiés que no se repetiría en las generales.
Ahí está la hemeroteca como testigo mudo de su soberbia.
Llegó entonces el segundo golpe en diciembre
de ese año. El descalabro fue mayúsculo. Perdieron 63 escaños de una
tacada y, si no se terminaron de ir por el desagüe, fue a causa de que
el PSOE se hundió en similar medida. La cara de Rajoy era un poema
durante la noche electoral, no alcanzaba a entender cómo había sucedido
aquello por la misma razón que nunca entendió por qué ganó las
elecciones de 2011. Éstas y su desproporcionada mayoría absoluta se las
había puesto en bandeja la hecatombe del PSOE de Rubalcaba, pero, inasequible a los hechos, quiso creer que se debía a su irresistible atractivo.
Pedro Arriola,
que sí hizo el cálculo adecuado, le dibujó una hoja de ruta que valdría
sólo si había tres jugadores frente al tablero y dos de ellos se
encontraban en el campo contrario. Con esta estrategia el PP ganaría
siempre hiciese lo que hiciese porque los votantes del PSOE o se
abstendrían (como en 2011) o votarían al tercero en discordia (como
ocurrió en 2015 con Podemos).
Cuando en Cataluña todo se rompió en octubre de 2017 ya no tenía remedio. El Gobierno del PP había llegado tarde a aquello, como llegó tarde, y generalmente mal, a todo
La pizarra de Arriola era aparentemente infalible porque
el votante del PP aguantaría carros y carretas, su proverbial disciplina
le dejaría como mucho en casa, pero jamás votaría a otros por miedo al
regreso del PSOE. Las elecciones consecutivas de 2015 y 2016 le
demostraron que no tenía que ser necesariamente así. En aquel momento
Rajoy debió dimitir y convocar un congreso
extraordinario al que él, por descontado, no concurriese. Pero se amarró
a la poltrona con la esperanza puesta en que, por un lado, la división
de la izquierda persistiese y, por otro, lo de Ciudadanos fuese poco a
poco desinflándose.
Fue en ese punto cuando se terminó
de arruinar el PP. Ya no había vuelta atrás. Lo que muchos sospechaban
quedó a la vista: el partido de Rajoy y Soraya era un simple aparato burocrático sin un sólo principio que lo moviese más allá de permanecer eternamente en la Moncloa administrando cargos, favores y castigos.
Tan
sólo faltaba un cebador para que la insatisfacción del votante habitual
del PP se transformase en esperanza movilizada. Ese cebador fue el
desenlace final del 'procés' catalán.
Durante seis años Rajoy había dejado crecer al monstruo cuando no
directamente lo había alimentado. La crisis en Cataluña se había
incubado lentamente delante de sus ojos y de los de su vicepresidenta
sin que ninguno de los dos encontrase motivo alguno para la alarma.
Cuando todo se rompió en octubre de 2017 ya no tenía remedio. Habían
llegado tarde a aquello como llegaron tarde (y generalmente mal) a todo.
Dos oficiales de un registro esperando acontecimientos con la firme
creencia de que todo se arregla con asignaciones del presupuesto. De lo
demás no había que preocuparse porque la plaza la tenían en propiedad.
El Partido Popular nacido del congreso de Valencia
en 2008 y apuntalado en el de Sevilla de 2012 creyó que los votos eran
suyos en base a la posesión de unas simples siglas y al recuerdo de los
buenos años de Aznar. Todo eso quebró el año pasado con el irrefrenable
ascenso de Ciudadanos como opción de centro-derecha y de Vox como derecha pura. Sólo hizo falta que Rajoy perdiese el poder para que la gran ficción se mostrase tal cual era.
A
partir de ahí, ni un año hace, el derrumbe fue tan desordenado como
todas las demoliciones que se hacen sin control. La solución de urgencia
encarnada en Pablo Casado llegó, una vez
más, demasiado tarde. El partido quería volver a parecerse a sus
votantes, pero éstos ya no estaban por la labor del volver. En un
entorno multipartidista ya no tenía sentido que liberales y
conservadores siguieran yendo de la mano.
Curiosamente el multipartidismo
que ha acabado con la posición hegemónica del PP fue promovido
activamente desde Moncloa pensando que a ellos nunca les afectaría.
Nunca surgiría un partido a la derecha, nunca tendrían que pelear el
centro. El sorayo-rajoyismo ha sido puro veneno, se lo han ido tomando a sorbos. Con ellos se jodió el PP y, salvo que medie un milagro, lo hizo para siempre.
FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA Vía VOZ PÓPULI
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