Está claro que tenemos un problema más grave que el de señalar con el dedo el comportamiento de un diputado que nos parece indecoroso o indigno
La diputada brasileña de ERC por Barcelona María Carvalho Dantas,
durante la sesión constitutiva de las nuevas Cortes Generales. (EFE)
El resultado de unas elecciones generales nos lleva a una ecuación social muy sencilla: si te avergüenza el Congreso de los Diputados, piensa que esa es la sociedad en la que vives. Si te produce bochorno el espectáculo de los diputados, como vimos el otro día en la constitución de las nuevas Cortes,
ten en cuenta que lo que te sonroja es la sociedad a la que perteneces;
esa es la que los ha elegido para que vistan así, para que se comporten
así, para que hablen o pateen así. Con lo cual, está claro que tenemos
un problema más grave que el de señalar con el dedo el comportamiento de
un diputado que nos parece indecoroso o indigno, como el que se pavonea chulesco y amenazante, porque todo eso, todos esos, somos nosotros.
Como dice Fernando Savater, “en democracia, cualquier crítica a los gobernantes es, en realidad, una autocrítica de los ciudadanos”. Después de 40 años de democracia, esta es la sociedad que hemos construido. Si te avergüenza el Congreso, mírate, porque ahí estás tú también, lo que eres, lo que representas y la gente con la que estás obligado a convivir con exactamente los mismos derechos que tú para elegir a los diputados. ¿Podrías decir, incluso, que te avergüenza España?
Antes de contestar, analicemos por qué se produce esta sensación de vergüenza y cómo hemos llegado a esta situación. De forma general, aunque en España dramatizamos en exceso nuestro mal fario y nuestros defectos, son las sociedades democráticas las que tienen un problema consigo mismas porque eligen libremente a sus representantes y rara es la ocasión en la que, posteriormente, una gran parte no se siente representada por el resultado de las urnas. Obviamente, todo esto tiene mucho que ver con la frustración de cada uno cuando se conocen los resultados y descubre que ha ganado el partido contrario al que ha votado.
Es lo que les ocurrió a muchos millones de estadounidenses cuando Donald Trump fue elegido presidente, sin reparar en que la esencia de la democracia es justamente esa, la plena libertad de los ciudadanos, libres e iguales, para elegir a sus representantes. Por eso hay que repetir siempre que los pueblos en democracia son soberanos, pero no siempre son sabios; en muchas ocasiones, se equivocan gravemente y hasta son capaces de hundirse a sí mismos.
A lo que no habrán llegado en USA es a decir que “Estados Unidos se llama así porque Mongolia ya estaba cogido”, como dicen tantas veces en España tras unas elecciones; como les he oído a algunos políticos, creyéndose ingeniosos, tras las generales. En suma, que esa frustración tiene que ver con una concepción limitada de la democracia, sobre todo cuando la dialéctica política es de trincheras y de banderías, conmigo o contra mí, como nos ocurre aquí.
Sentado eso, en España caminamos hacia un proceso paulatino de deterioro de las instituciones que tiene mucho que ver con el debilitamiento de algunos conceptos y valores fundamentales que nos permiten vivir en sociedad. Por ejemplo, el respeto. Por ejemplo, la autoridad. Uno de los daños colaterales que nos trajo la democracia, tras 40 años de franquismo, fue la asociación de algunos de esos valores con la dictadura, de forma que pronto se comenzó a pensar que todo eso, el respeto y la autoridad, también la disciplina o el castigo, era propio de una época de represión.
Lo primero que se quitaron fueron las tarimas de las aulas, porque se pensó que los profesores tenían que estar al mismo nivel que los alumnos en una clase. Esa visión de las cosas se hizo muy pronto transversal. Grave error. Porque la libertad no puede existir sin respeto, como la democracia no prospera sin autoridad. También el protocolo, la formalidad, es una necesidad de las instituciones para sobrevivir, porque ese elitismo de las formas es el que dota a esas instituciones y a quienes la representan de una naturaleza especial, distinguida y determinante sobre la vida de las personas. Es como confundir cercanía con campechanía.
Al margen de la Justicia, en España parece que ya solo se respeta el protocolo de la vestimenta para las bodas y las comuniones; en todo lo demás, se entiende como un derecho de todos los ciudadanos acudir vestidos a cualquier parte, ya sea el trabajo o un centro oficial, como mejor les parezca. Hoy sería inconcebible que un presidente de las Cortes amonestara a un ministro por no acudir con corbata a los plenos, como ocurrió con José Bono y Miguel Sebastián en 2011.
Cuando un diputado, con una camiseta, con un exabrupto o con una chulería de barra de bar, muestra henchido sus ‘proezas’, lo único que no entiende es que su falta de respeto al Congreso es una desconsideración a sí mismo, a su relevancia como diputado. Sobre los demás, que somos nosotros, si dices que ese Congreso te avergüenza, por el espectáculo, por el circo, piensa que, por desgracia, no son ellos. Así somos como sociedad y así nos han educado en democracia.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
Como dice Fernando Savater, “en democracia, cualquier crítica a los gobernantes es, en realidad, una autocrítica de los ciudadanos”. Después de 40 años de democracia, esta es la sociedad que hemos construido. Si te avergüenza el Congreso, mírate, porque ahí estás tú también, lo que eres, lo que representas y la gente con la que estás obligado a convivir con exactamente los mismos derechos que tú para elegir a los diputados. ¿Podrías decir, incluso, que te avergüenza España?
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Antes de contestar, analicemos por qué se produce esta sensación de vergüenza y cómo hemos llegado a esta situación. De forma general, aunque en España dramatizamos en exceso nuestro mal fario y nuestros defectos, son las sociedades democráticas las que tienen un problema consigo mismas porque eligen libremente a sus representantes y rara es la ocasión en la que, posteriormente, una gran parte no se siente representada por el resultado de las urnas. Obviamente, todo esto tiene mucho que ver con la frustración de cada uno cuando se conocen los resultados y descubre que ha ganado el partido contrario al que ha votado.
Es lo que les ocurrió a muchos millones de estadounidenses cuando Donald Trump fue elegido presidente, sin reparar en que la esencia de la democracia es justamente esa, la plena libertad de los ciudadanos, libres e iguales, para elegir a sus representantes. Por eso hay que repetir siempre que los pueblos en democracia son soberanos, pero no siempre son sabios; en muchas ocasiones, se equivocan gravemente y hasta son capaces de hundirse a sí mismos.
A
lo que no habrán llegado en USA es a decir que “Estados Unidos se llama
así porque Mongolia ya estaba cogido”, como dicen tantas veces en
España
A lo que no habrán llegado en USA es a decir que “Estados Unidos se llama así porque Mongolia ya estaba cogido”, como dicen tantas veces en España tras unas elecciones; como les he oído a algunos políticos, creyéndose ingeniosos, tras las generales. En suma, que esa frustración tiene que ver con una concepción limitada de la democracia, sobre todo cuando la dialéctica política es de trincheras y de banderías, conmigo o contra mí, como nos ocurre aquí.
Sentado eso, en España caminamos hacia un proceso paulatino de deterioro de las instituciones que tiene mucho que ver con el debilitamiento de algunos conceptos y valores fundamentales que nos permiten vivir en sociedad. Por ejemplo, el respeto. Por ejemplo, la autoridad. Uno de los daños colaterales que nos trajo la democracia, tras 40 años de franquismo, fue la asociación de algunos de esos valores con la dictadura, de forma que pronto se comenzó a pensar que todo eso, el respeto y la autoridad, también la disciplina o el castigo, era propio de una época de represión.
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Lo primero que se quitaron fueron las tarimas de las aulas, porque se pensó que los profesores tenían que estar al mismo nivel que los alumnos en una clase. Esa visión de las cosas se hizo muy pronto transversal. Grave error. Porque la libertad no puede existir sin respeto, como la democracia no prospera sin autoridad. También el protocolo, la formalidad, es una necesidad de las instituciones para sobrevivir, porque ese elitismo de las formas es el que dota a esas instituciones y a quienes la representan de una naturaleza especial, distinguida y determinante sobre la vida de las personas. Es como confundir cercanía con campechanía.
Al margen de la Justicia, en España parece que ya solo se respeta el protocolo de la vestimenta para las bodas y las comuniones; en todo lo demás, se entiende como un derecho de todos los ciudadanos acudir vestidos a cualquier parte, ya sea el trabajo o un centro oficial, como mejor les parezca. Hoy sería inconcebible que un presidente de las Cortes amonestara a un ministro por no acudir con corbata a los plenos, como ocurrió con José Bono y Miguel Sebastián en 2011.
Cuando un diputado, con una camiseta, con un exabrupto o con una chulería de barra de bar, muestra henchido sus ‘proezas’, lo único que no entiende es que su falta de respeto al Congreso es una desconsideración a sí mismo, a su relevancia como diputado. Sobre los demás, que somos nosotros, si dices que ese Congreso te avergüenza, por el espectáculo, por el circo, piensa que, por desgracia, no son ellos. Así somos como sociedad y así nos han educado en democracia.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
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