El debate público lleva mucho tiempo enrarecido, y las formas dominantes, que se piensa que son las exitosas, contribuyen a enfrentar a las personas más que a defender las ideas
Ayer, en la sesión constitutiva de las Cortes Generales. (Bal/EFE)
La irrupción de Pablo Iglesias y el éxito de Podemos trajeron
grandes cambios a la política española. Su aparición subrayó que un
ciclo se había terminado, que era preciso un giro, que había que renovar
las cúpulas políticas: supuso un aldabonazo, el cierre de una época y
el inicio de otra.
Hubo no obstante, de entre todas las transformaciones que provocó, algunas profundamente perniciosas. Los partidos entendieron el mensaje de fondo, era necesario renovarse, pero lo hicieron por el lado más banal. Ya que Podemos significó la irrupción de otra política, de los líderes jóvenes y de la sangre nueva, cada formación decidió que en ese momento, más que ofrecer nuevas ideas, lo decisivo era colocar gente más joven al frente de los partidos. Todos hicieron ese movimiento, menos el PP, que para eso había ganado las elecciones.
La política española, para bien y para mal, se convirtió en otra cosa, no solo porque surgieron más opciones electorales, ni por la fragmentación a que ese cambio condujo ni por la necesidad de pactos, sino por varias tendencias a las que se abrió la puerta (o se aceleraron) con este cambio generacional.
La mayoría de los expertos explicaron el éxito de Iglesias y Podemos
por su presencia televisiva, y comenzaron a pensar que había que
utilizar los medios de otra manera, que había que contar con una
presencia más relevante en las pantallas, que había que comunicarse con
los posibles votantes con un discurso más ágil y directo, con mensajes más contundentes, expresados con otra actitud.
Al mismo tiempo, la sensación de estar en un tiempo de cambio llevó a
segmentar más los mensajes, a buscar con más intensidad a grupos
objetivos, como los ligados al feminismo o a los toros, por citar dos
ejemplos diferentes. La popularidad de las tertulias televisivas,
además, consiguió que mucha gente vinculada a los partidos entendiera
que ese clima tenso era preciso para crecer, que no convenía amilanarse
en esos escenarios y que la contundencia era un camino hacia el éxito.
En ese contexto, las redes sociales y los medios de comunicación ayudaron a que esa tensión aumentase, porque comenzó una guerra virtual en la que las noticias circulaban por Twitter, Facebook o WhatsApp mucho más velozmente, con menos pausa, con menos tiempo para la reflexión y con el ingenio punzante y a menudo faltón como arma principal.
Además, creció la sensación de que los políticos tradicionales tenían poco que hacer. En primera instancia, porque los discursos ya no servían, lo único que importaba de los mítines era la conexión televisiva y las fotos con los recintos llenos, y no había tiempo ni espacio para expresar ideas, con lo que necesitaban candidatos más directos. En segundo lugar, porque esa tarea de selección interna de cuadros que habitualmente realizaban los partidos y que ya estaba en declive se hizo aún más débil.
Las nuevas formaciones necesitaban dirigentes y candidatos, y cada vez más recurrieron al exterior para captarlos: desde empresarios hasta activistas contra los desahucios pasando por astronautas o toreros, nuevas caras concurrieron al terreno electoral.
La primera conclusión es que los partidos no han sabido renovarse con la sensatez precisa y que tampoco han sabido cambiar el paso cuando las cosas se han torcido electoralmente. Se nota en sus procesos de sucesión, pero también en la dirección que han tomado. La caída de Podemos generó una crisis interna profunda que se ha solventado muy deficientemente, la del PSOE tras las elecciones generales de 2016 se saldó con un muy feo golpe de Estado en directo, provocando una posible debacle de la que fue salvado por la resurrección de Sánchez, y la del PP, con el ascenso de un líder joven que lo ha llevado al peor resultado electoral desde hace décadas. Además, todos los partidos han vivido su 'spin off', ya fuera el PSOE con Rosa Díez, el PP con Vox y parte de Ciudadanos, y Podemos con Más Madrid.
En ese momento en que se sintieron presionados para cambiar, apostaron en general por dos movimientos. Uno de ellos ya se ha mencionado, ya que había que poner gente joven al frente, que diera la sensación de que existía renovación, de que se habían aclimatado a los tiempos. Pero esa transición también fue difícil de hacer, porque las viejas élites de los partidos se resistieron a ceder demasiado poder, como ocurrió con Aznar en el PP o con los González, Solana y demás en el PSOE.
El segundo ha sido todavía más pernicioso. Los partidos, cuando las cosas se han torcido, han optado por seguir haciendo lo mismo, pero peor: con más intensidad, con más espectacularidad, de forma más radical. La popularidad de las redes sociales y un periodismo a menudo partidista han contribuido a una radicalización de las formas, con muchos más numeritos, más agresividad verbal, más exageraciones, más acusaciones absurdas, más tensión gratuita y mucho más ruido sin sustancia.
Esta deriva tiene responsabilidades amplias, porque esas conductas hostiles han sido jaleadas en exceso. Un ejemplo revelador: tras el primer debate de las elecciones generales, la mayoría de los medios señalaron que Rivera fue el triunfador, como afirmaban las encuestas en línea, una buena parte de las opiniones en las redes y muchos de los columnistas que escribieron para el día después. Pero su éxito se basó no solo en la convicción con la que expresaba sus posturas, sino en las interrupciones cuando el turno de palabra no le correspondía, en las descalificaciones simplistas, en la exhibición de carteles, en la continua negación de las afirmaciones de los otros. Esas simples actitudes deberían haber servido para descalificarle, pero ocurrió todo lo contrario: las malas formas fueron jaleadas.
Es un caso más de esa deriva negativa en la que nos encontramos, y lo sucedido ayer en el Congreso, con todo lo que se desató, es un paso más en ese camino. El Parlamento es el espacio de representación por excelencia, no un escenario para la parada de los monstruos. Seguro que muchos de los ciudadanos pueden sentirse identificados, sean de izquierdas, de derechas o independentistas, con quienes exhiben una actitud hostil, con sus camisetas reivindicativas, su tono altisonante, sus cartelitos y sus cosas, con su 'show'. Pero debería ser exactamente lo contrario, un espacio en el que predominasen el diálogo y la confrontación entre ideas, no entre personas, como parece que está ocurriendo. No es un lugar que deba convertirse en la espectacularización de las diferencias, en la descalificación 'ad hominen' o en la escenificación para conseguir una foto, un vídeo o una frase para que sea difundida por redes.
Puede decirse de otra manera: la política no se ha vuelto joven sino más bien adolescente. Los macarrillas de 'afterwork', las pandillas juveniles, la puerilidad, la agresividad gratuita, el exceso de testosterona, las rabietas y los arrebatos, el estar permanentemente pensando en qué foto o vídeo se va a colgar en las redes es una parte más de nuestro día a día político. Y por lo que parece, esta legislatura tendrá bastante de eso en el Parlamento. Por favor, ya basta, creced: se pueden defender las ideas con firmeza y determinación sin recurrir a actitudes infantiles.
Una paradoja final. Veremos el resultado de las elecciones del domingo, pero de momento, las encuestas otorgan ventaja a candidatos como Borrell, Carmena o Gabilondo, y las últimas elecciones generales fueron ganadas por Sánchez, que adoptó un perfil moderado. Quizá tanto ruido no sea tampoco buena idea desde un punto de vista pragmático.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
Hubo no obstante, de entre todas las transformaciones que provocó, algunas profundamente perniciosas. Los partidos entendieron el mensaje de fondo, era necesario renovarse, pero lo hicieron por el lado más banal. Ya que Podemos significó la irrupción de otra política, de los líderes jóvenes y de la sangre nueva, cada formación decidió que en ese momento, más que ofrecer nuevas ideas, lo decisivo era colocar gente más joven al frente de los partidos. Todos hicieron ese movimiento, menos el PP, que para eso había ganado las elecciones.
Más contundencia
La política española, para bien y para mal, se convirtió en otra cosa, no solo porque surgieron más opciones electorales, ni por la fragmentación a que ese cambio condujo ni por la necesidad de pactos, sino por varias tendencias a las que se abrió la puerta (o se aceleraron) con este cambio generacional.
La
popularidad de las tertulias televisivas consiguió que mucha gente
vinculada a los partidos creyese que ese clima tenso era preciso para
tener éxito
El ingenio punzante
En ese contexto, las redes sociales y los medios de comunicación ayudaron a que esa tensión aumentase, porque comenzó una guerra virtual en la que las noticias circulaban por Twitter, Facebook o WhatsApp mucho más velozmente, con menos pausa, con menos tiempo para la reflexión y con el ingenio punzante y a menudo faltón como arma principal.
Los partidos
captaron fuera nuevos dirigentes y candidatos: desde empresarios hasta
activistas contra los desahucios pasando por astronautas
Además, creció la sensación de que los políticos tradicionales tenían poco que hacer. En primera instancia, porque los discursos ya no servían, lo único que importaba de los mítines era la conexión televisiva y las fotos con los recintos llenos, y no había tiempo ni espacio para expresar ideas, con lo que necesitaban candidatos más directos. En segundo lugar, porque esa tarea de selección interna de cuadros que habitualmente realizaban los partidos y que ya estaba en declive se hizo aún más débil.
Las nuevas formaciones necesitaban dirigentes y candidatos, y cada vez más recurrieron al exterior para captarlos: desde empresarios hasta activistas contra los desahucios pasando por astronautas o toreros, nuevas caras concurrieron al terreno electoral.
Sucesiones complicadas
La primera conclusión es que los partidos no han sabido renovarse con la sensatez precisa y que tampoco han sabido cambiar el paso cuando las cosas se han torcido electoralmente. Se nota en sus procesos de sucesión, pero también en la dirección que han tomado. La caída de Podemos generó una crisis interna profunda que se ha solventado muy deficientemente, la del PSOE tras las elecciones generales de 2016 se saldó con un muy feo golpe de Estado en directo, provocando una posible debacle de la que fue salvado por la resurrección de Sánchez, y la del PP, con el ascenso de un líder joven que lo ha llevado al peor resultado electoral desde hace décadas. Además, todos los partidos han vivido su 'spin off', ya fuera el PSOE con Rosa Díez, el PP con Vox y parte de Ciudadanos, y Podemos con Más Madrid.
Las
redes sociales y cierto periodismo partidista han contribuido a una
radicalización de las formas, con muchos más numeritos y agresividad
verbal
En ese momento en que se sintieron presionados para cambiar, apostaron en general por dos movimientos. Uno de ellos ya se ha mencionado, ya que había que poner gente joven al frente, que diera la sensación de que existía renovación, de que se habían aclimatado a los tiempos. Pero esa transición también fue difícil de hacer, porque las viejas élites de los partidos se resistieron a ceder demasiado poder, como ocurrió con Aznar en el PP o con los González, Solana y demás en el PSOE.
Lo mismo, pero peor
El segundo ha sido todavía más pernicioso. Los partidos, cuando las cosas se han torcido, han optado por seguir haciendo lo mismo, pero peor: con más intensidad, con más espectacularidad, de forma más radical. La popularidad de las redes sociales y un periodismo a menudo partidista han contribuido a una radicalización de las formas, con muchos más numeritos, más agresividad verbal, más exageraciones, más acusaciones absurdas, más tensión gratuita y mucho más ruido sin sustancia.
La
actitud de Rivera en los debates debería haber servido para
descalificarle, pero ocurrió todo lo contrario: las malas formas fueron
jaleadas
Esta deriva tiene responsabilidades amplias, porque esas conductas hostiles han sido jaleadas en exceso. Un ejemplo revelador: tras el primer debate de las elecciones generales, la mayoría de los medios señalaron que Rivera fue el triunfador, como afirmaban las encuestas en línea, una buena parte de las opiniones en las redes y muchos de los columnistas que escribieron para el día después. Pero su éxito se basó no solo en la convicción con la que expresaba sus posturas, sino en las interrupciones cuando el turno de palabra no le correspondía, en las descalificaciones simplistas, en la exhibición de carteles, en la continua negación de las afirmaciones de los otros. Esas simples actitudes deberían haber servido para descalificarle, pero ocurrió todo lo contrario: las malas formas fueron jaleadas.
Un paso preocupante
Es un caso más de esa deriva negativa en la que nos encontramos, y lo sucedido ayer en el Congreso, con todo lo que se desató, es un paso más en ese camino. El Parlamento es el espacio de representación por excelencia, no un escenario para la parada de los monstruos. Seguro que muchos de los ciudadanos pueden sentirse identificados, sean de izquierdas, de derechas o independentistas, con quienes exhiben una actitud hostil, con sus camisetas reivindicativas, su tono altisonante, sus cartelitos y sus cosas, con su 'show'. Pero debería ser exactamente lo contrario, un espacio en el que predominasen el diálogo y la confrontación entre ideas, no entre personas, como parece que está ocurriendo. No es un lugar que deba convertirse en la espectacularización de las diferencias, en la descalificación 'ad hominen' o en la escenificación para conseguir una foto, un vídeo o una frase para que sea difundida por redes.
La política se ha
vuelto adolescente: reinan los macarrillas de 'afterwork', la
puerilidad, la agresividad gratuita y el exceso de testosterona
Puede decirse de otra manera: la política no se ha vuelto joven sino más bien adolescente. Los macarrillas de 'afterwork', las pandillas juveniles, la puerilidad, la agresividad gratuita, el exceso de testosterona, las rabietas y los arrebatos, el estar permanentemente pensando en qué foto o vídeo se va a colgar en las redes es una parte más de nuestro día a día político. Y por lo que parece, esta legislatura tendrá bastante de eso en el Parlamento. Por favor, ya basta, creced: se pueden defender las ideas con firmeza y determinación sin recurrir a actitudes infantiles.
Una paradoja final. Veremos el resultado de las elecciones del domingo, pero de momento, las encuestas otorgan ventaja a candidatos como Borrell, Carmena o Gabilondo, y las últimas elecciones generales fueron ganadas por Sánchez, que adoptó un perfil moderado. Quizá tanto ruido no sea tampoco buena idea desde un punto de vista pragmático.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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