Una de las cuestiones sustanciales que los católicos europeos necesitamos entender en este cambio de época es que la evidencia sobre algunos grandes valores compartidos, conseguida a lo largo de siglos de presencia y educación cristiana, se ha disuelto para un amplísimo sector de conciudadanos.
Y no por una especial
cerrazón ni maldad; tampoco exclusivamente por culpa de una ingeniería
social desde el poder, que desde luego existe. Esos grandes valores
(desde el matrimonio a la acogida de los inmigrantes) fueron desvelados,
sostenidos y profundizados gracias a la fe en Cristo que el pueblo
sencillo vivía. Solo de ahí pudo nacer, con mucho tira y afloja, una
cultura cristiana.
En la medida en que esa
fe ha decaído y Cristo ya no es alguien real para muchos, es inevitable
que dicha cultura se debilite e incluso, en algunos casos, pueda llegar
a extinguirse. Esta conciencia es decisiva a la hora de acercarnos a
nuestros vecinos y compañeros, sin prepotencia y sin avasallar.
Nuestra fortuna es haber
acogido la gracia de la fe pero, como hombres y mujeres de esta época,
compartimos las incertidumbres y debilidades derivadas de un proceso
cultural complejo, en el que la escasez de un testimonio cristiano
relevante también ha sido un factor del que no podemos prescindir.
En medio de la conmoción por el incendio de Notre Dame, el arzobispo de París recordó que esa maravilla se levantó para custodiar un trozo de pan que los cristianos creemos que es el Cuerpo de Cristo. Un apunte saludable y necesario. Que los europeos vuelvan a nutrirse de la savia de la tradición cristiana no depende de las alianzas políticas que logremos (aunque haya que establecerlas con realismo y prudencia) ni de lo alto que gritemos algunos principios. Dependerá de que vuelvan a encontrar testigos de Cristo significativos para su búsqueda, para sus heridas y angustias, más que nunca a flor de piel.
En medio de la conmoción por el incendio de Notre Dame, el arzobispo de París recordó que esa maravilla se levantó para custodiar un trozo de pan que los cristianos creemos que es el Cuerpo de Cristo. Un apunte saludable y necesario. Que los europeos vuelvan a nutrirse de la savia de la tradición cristiana no depende de las alianzas políticas que logremos (aunque haya que establecerlas con realismo y prudencia) ni de lo alto que gritemos algunos principios. Dependerá de que vuelvan a encontrar testigos de Cristo significativos para su búsqueda, para sus heridas y angustias, más que nunca a flor de piel.
Esto no significa
renunciar al debate cultural, siempre necesario y que nos permitirá
generar nuevos espacios de diálogo. Pero con paciencia y entendiendo que
es la fe la que abre y sostiene la aventura de una razón que, sin
Cristo, tiende a reducirse. Una presencia cristiana inteligente nos
permitirá, ojalá, preservar algunos bienes esenciales en nuestro
ordenamiento jurídico-político, pero el núcleo de la misión es que la
gente pueda encontrar a Cristo a través de nuestra vida cambiada. De ahí
nacerán las familias, la acogida, una forma nueva de trabajar, las
catedrales…
José Luís Restán
Vía Alfa y Omega
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