Antes de seguir presentándose como una víctima, China debería predicar
con el ejemplo frenando subsidios, mejorando la protección de la
propiedad intelectual y poniendo fin al ciberespionaje
Washington y Pekín llevan
negociando un acuerdo comercial desde el pasado mes de diciembre.
Aquello puso fin a un año muy movido, especialmente para los aranceles
de los productos que cruzan el Pacífico, que son muchos, tantos como
150.000 millones de dólares de EE. UU. a China y medio billón de dólares
de China a EE. UU. Estos dos gigantes intercambian la mitad del PIB
español cada año, básicamente en buques portacontenedores repletos de
mercancías.
En principio, poner trabas a semejante autopista
comercial parece una insensatez. A fin de cuentas los Estados comercian
muy poco entre ellos; los que comercian son los individuos. Usted o yo a
título individual somos los que compramos productos Made in China o Made in Germany,
no el Estado español. El comercio internacional reducido a su más pura
esencia es un proceso que involucra a cientos de millones de personas
que realizan miles de millones de transacciones diarias.
Compramos
porque valoramos más el bien o el servicio que estamos adquiriendo que
nuestro dinero. Vendemos por la razón inversa. Si compramos productos
fabricados en el extranjero no es por falta de patriotismo, sino porque
nos dan más por menos; o mejor, por lo mismo. Luego los aranceles, al
aumentar los costes de la transacción, encarecen los productos y nos
hacen la vida más difícil. Los aranceles son, en definitiva, un tipo de
impuesto que se paga en la frontera y que luego se repercute en cadena
hasta el consumidor final, que es quien corre con todos los gastos.
Con Trump o con otro presidente, era cuestión de tiempo que las prácticas comerciales chinas y su desdén por el derecho internacional abocasen a una crisis con su principal cliente
Esto es la teoría y, como tal, es impecable. En un mundo
perfecto no deberían existir los aranceles. El mundo, sin embargo, no es
perfecto. Los aranceles son, aparte de un arma recaudatoria de primer
nivel (el año pasado EE. UU. recaudó en la aduana 23.000 millones de
dólares de productos importados de China), una valiosa herramienta de
política económica. Los chinos siempre la emplearon para disuadir a los
importadores y, a la vez, atraer fabricantes a su país.
En 2017 China tenía un arancel medio del 3,7%, más del
doble que EE. UU., que ese año lo tenía en el 1,7%. Los aranceles son
incluso más bajos en EE. UU. que en la Unión Europea, donde en 2017
promediaron un 1,8%. Si sólo tomamos en cuenta las tasas arancelarias,
los campeones mundiales del libre comercio son EE. UU., la UE... y
Chile, que con un 0,5% de arancel medio es uno de los países más
abiertos del mundo.
Pero esa medida es engañosa.
Existen los llamados aranceles ocultos: regulaciones, disposiciones
legales para obligar a las empresas extranjeras a buscar socios locales y
multitud de excepciones en las partidas arancelarias que, sabiamente
colocadas, pueden impedir que este o aquel producto se importe. Por
ejemplo, un arancel bajo en el caucho pero uno alto en los cables de
acero con los que se fabrica la lona de rodadura de los neumáticos
implicará menos importación de caucho.
Todos los
Estados practican este tipo de tretas. La República Popular China es un
artista consumado en ellas y en otras especialidades de la casa, como
apropiarse de secretos industriales protegidos por convenios
internacionales. La OMC les ha advertido en muchas ocasiones, pero como
el que oye llover. El comercio tiene que ser transparente y todas las
partes han de poner las manos encima de la mesa bien a la vista de los
demás. No se puede decir que China cumpla esa máxima.
Su
Gobierno está, efectivamente, muy interesado en comerciar con el resto
del mundo, pero tratando de importar lo mínimo imprescindible y
sometiendo a los inversores extranjeros a una incertidumbre jurídica que
ellos mismos no toleran cuando sus empresas se aventuran en Occidente.
Es decir, que antes de presentarse como una víctima, especie que están
comprando todos los medios de comunicación del mundo, debería predicar
con el ejemplo reformando sus empresas estatales, frenando subsidios,
reduciendo su draconiana regulación para las importaciones, mejorando la
protección de la propiedad intelectual y poniendo fin al ciberespionaje, a menudo patrocinado por el propio Estado.
El problema principal de China no es que le suban los aranceles, sino los equilibrios que su Gobierno lleva haciendo demasiados años para mantener un crecimiento ficticio
La cuestión es saber cómo obligar a China a hacer todo esto. Trump
cree que lo mejor es un certero arancelazo en todo el lomo. Es, además,
el único que puede hacerlo ya que el 20% de las exportaciones chinas
van a parar a EE. UU. Quizá no sea el mejor modo de hacerlo. Tal vez
sería más lógico llevar el asunto a la OMC junto a la Unión Europea. Es
posible que los aranceles unilaterales y la intimidación no funcionen,
aunque eso el tiempo lo dirá.
Trump cuenta con una ventaja de la que Xi Jinping
no disfruta. China exporta mucho más a Estados Unidos que EE. UU. a
China. Al final de nuevo nos encontramos ante un hecho político no
comercial. En este campo China y EE. UU. ya se dirigían a un
enfrentamiento mucho antes de que Trump llegase a la Casa Blanca. Con
este o con otro presidente era cuestión de tiempo que las prácticas
comerciales chinas, su desdén por el derecho internacional y sus
políticas discriminatorias abocasen a una crisis con su principal
cliente. La "Chimérica" de la que hablaban los analistas hace años no
era tan armoniosa como pintaban.
Coartada para Trump
Trump
ha encontrado la coartada perfecta en el relato nacionalista que tanto
gusta a sus seguidores, pero podría haber empleado cualquier otra. La
economía le marcha a pedir de boca, los bonos se los quitan al Tesoro de
las manos y el desempleo está en mínimos históricos. Puede sostener la
apuesta sin problemas. No sucede lo mismo con la economía china, dopada
por incontables estímulos desde hace más de diez años y con la sombra de
la desaceleración aleteando sobre sus cabezas. China sigue creciendo,
aunque con un apalancamiento bestial de sus empresas y con cierto
enfriamiento en el mercado mundial, lo que compromete el 80% de sus
exportaciones.
Quizá al final se avengan a aceptar lo
que Trump les pone sobre la mesa. Nada esencial cambiará porque el
problema principal de China no es que le suban los aranceles, sino los
equilibrios en el alambre que su Gobierno lleva haciendo demasiados años
para mantener la ficción de un crecimiento que hace tiempo dejó de
corresponderse con la realidad.
FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA Vía VOZ PÓPULI
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