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jueves, 9 de mayo de 2019
La izquierda cínica y la derecha tornadiza
¿A quién le va a ir mejor, a la
derecha aceptando los bandazos ideológicos o a la izquierda rebajando
los estándares morales de sus dirigentes?
El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez (i), recibe al líder del PP, Pablo Casado. (EFE)
Hubo un tiempo en el que se decía que el votante de izquierda
perdonaba los pecados políticos (defender, por ejemplo, “OTAN de
entrada no” para terminar haciendo lo contrario), pero no los personales
(como podría atestiguar Pilar Miró si todavía estuviese entre
nosotros); en cambio, el votante conservador se
comportaba al revés: disculpaba las venalidades personales (los casos de
corrupción se blanqueaban en las urnas), pero no las políticas, los
bandazos ideológicos. ¿Podría suceder que, también en esto, nuestro
panorama político se hubiese dado la vuelta como un calcetín? Hay
indicios de que efectivamente así sucede: que la izquierda se ha vuelto
cínica y la derecha tornadiza.
Empecemos por la derecha. Fraga, testarudo políticamente (de él se dijo, con cierta mala uva, que "le cabía el Estado en la cabeza"), Aznar, castellano recio, y Rajoy,
con su perenne pausa gallega, se parecían entre sí tanto como un huevo a
una castaña. Pero todos tenían algo en común: eran, políticamente, líderes previsibles.
De los que marcan un rumbo y se dirigen hacia él sin mover el timón ni
para aprovechar la fuerza de las olas. Aunque les costase llegar a
puerto siete años y tres elecciones (como fue el caso tanto de Aznar como de Rajoy) o, incluso, como Fraga, aunque no llegasen nunca a su destino soñado.
Tendrían
aciertos y errores, serían testarudos, cabezones o incorregibles
procrastinadores, pero más que en sus semejanzas, les unía lo que no
eran: no eran volubles en sus planteamientos, ni mudables en sus convicciones. Aunque las condiciones atmosféricas cambiasen, ellos resistían.
Se podrá discutir si el giro ideológico que emprendió Casado tras
llegar a la presidencia del PP fue o no acertado. Las fugas de
votantes, la moción de censura, la presión de Ciudadanos o el aliento de
Vox complicaban cualquier decisión. Pero lo verdaderamente inaudito a
ojos de los votantes conservadores no fue aquel giro, sino el volantazo que ha pegado después de las elecciones. Porque en apenas unos días, el líder del PP ha pasado de ofrecer ministerios a Vox a hablar de la “ultraderecha”,
y de llamar felón al presidente a estrecharle la mano con un impostado
sentido de Estado. Todo ello, sin que haya mediado el más mínimo atisbo
de reflexión política en el PP: simplemente, Casado
ha notado el pánico de sus dirigentes regionales en su cogote, y ha
debido pensar que la única manera de salvar los muebles el próximo 26 de
mayo es bajar el pistón ideológico y volver (¡ay!) al sorayismo.
Nunca tuve dudas de que a Casado los votantes no le pedirían cuentas por los interrogantes surgidos sobre su expediente académico
(la derecha siempre perdona los pecados personales), pero ¿le
perdonarán también este pecado político, el súbito giro al centro tras
los comicios? Tendremos ocasión de saberlo en las próximas elecciones
europeas y municipales, si los votantes aceptan este bandazo político en
la derecha con la misma facilidad con la que al otro lado del espectro
político se perdonan ahora otro tipo de pecados.
¿Qué es la izquierda cínica? Es la que acepta sin inmutarse que sus líderes no son seres beatíficos,
sino que tienen defectos y vicios; que hacen las mismas trampas que el
resto de políticos. Confesaré que durante un tiempo había un dato de las
encuestas del CIS que me tenía completamente desorientado. La
valoración de los ministros del Gobierno de Sánchez caía de forma
acelerada (en apenas tres meses, algunos ministros sufrieron el mismo
desgaste —medido por la caída en su valoración— que los ministros de
Zapatero en dos años). Sin embargo, la valoración de Pedro Sánchez
apenas se movía. Este era un resultado sin precedentes en la serie
histórica: en general, cuando un presidente subía en valoración, también
lo hacían sus ministros y viceversa. ¿Por qué la opinión de los
votantes sobre Sánchez no cambiaba aunque sí lo hiciese la del resto del Gobierno?
Todo ello
se producía, además, en un contexto en el que se acumulaban en torno a
la figura del presidente noticias que hubiesen puesto en aprietos a
cualquiera de sus predecesores. Imaginemos por un momento que existiesen
dudas sobre los títulos académicos de Felipe González o José Luis Rodríguez Zapatero; que alguno de ellos publicase un libro durante su estancia en la Moncloa (escrito en su mayor parte por otra persona y cuya retribución económica, por cierto, seguimos sin conocer); que tomasen un avión oficial para ir a un concierto de música
acompañados de sus familias, o que sus cónyuges aprovechasen su
estancia en la Moncloa para conseguir un puesto de trabajo mucho mejor
remunerado. No es difícil imaginarse que la reacción de la izquierda
hubiese sido furibunda. “Es inaceptable —dirían— que uno de los nuestros
haga estas cosas”. “No podemos consentirlo, porque nosotros somos
distintos”. La reacción, por ejemplo, que la propia izquierda tuvo
contra Pilar Miró, por pecados que, en comparación con los descritos,
parecerían menores.
¿Por qué estos pecados que hace apenas unos años eran imperdonables, que hubiesen sido letales de cometerlos González o Zapatero, ahora se dejan pasar sin mayor importancia? Algo parecido ha ocurrido con la polémica que rodeó la compra del chalé por parte de Pablo Iglesias.
Aunque le haya pasado factura en las urnas, el resultado de Podemos ha
estado lejos del desplome que algunos anticipaban. Ha bastado su
desempeño eficaz en un par de debates para que Iglesias consiguiese
retener gran parte de sus votantes. ¿Por qué la izquierda tiene ahora
tragaderas más amplias?
Mi hipótesis es que la izquierda (o mejor dicho, sus votantes) se ha vuelto cínica.
Ya no busca líderes beatíficos; se conforma con políticos que les
puedan ser útiles. Ya no quiere profetas sino santurrones. La izquierda
se ha pasado del 'guardiolismo' al 'cholismo'. O de JFK a Lyndon B.
Johnson.
Hace poco, tuve ocasión de asistir en Twitter a otro
ejemplo de este nuevo cinismo. Un antiguo investigador social, ahora
político socialista a tiempo completo, argumentaba, apenas un par de
horas después de la publicación de la EPA del primer trimestre, que el
dato desmontaba las dudas sobre los efectos de la subida del salario mínimo.
No me voy a
detener en la debilidad de sus argumentos (utilizaba datos interanuales
cuando la subida del salario mínimo fue hace apenas unos meses, no
utilizaba datos desestacionalizados, ni aislaba el efecto del ciclo
económico y, sobre todo, los datos agregados dicen poco sobre los
efectos de la subida del salario mínimo; habría que mirar los datos
individuales para analizar qué ha pasado sobre aquellos asalariados
situados más cerca del nuevo umbral). Lo más interesante, en mi opinión,
es que estoy seguro de que todos estos argumentos eran perfectamente
conocidos. Simplemente, al parecer, medir correctamente los efectos de
las políticas públicas es importante cuando escribes artículos en la
universidad; cuando estás en la arena política, es decir, cuando llevas a
la práctica estas medidas, bastan un par de horas para formarse un
juicio sumarísimo (sobre todo, cuando hay elecciones cerca). En otro
tiempo, este (ex)investigador quizás hubiese aspirado a seguir el camino
de Jose María Maravall (salvando las muchas distancias); habla muy mal
de la situación política general que, para integrarse rápidamente en su
tribu, haya optado por seguir la estela de Rafael Hernando o Martínez
Pujalte.
¿A quién le va a ir mejor, a la
derecha aceptando los bandazos ideológicos o a la izquierda rebajando
los estándares morales de sus dirigentes? En el corto plazo, desde luego
le ha ido mejor a la izquierda, que ha aprendido muy
rápidamente a bajar al barro para ganar allí las elecciones. Pero, si me
preguntan, creo que el vuelo tanto de unos como de otros tiene un
recorrido bastante corto. Porque, en el fondo, creo que en este caso los
políticos han cambiado mucho más rápido que los ciudadanos.
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