Una democracia no puede tolerar los golpes militares, pero Venezuela dejó hace mucho de ser una democracia
/ AFP
Maduro está acorralado. Todas las democracias del mundo han reconocido al presidente Guaidó. Pero cuenta con un aliado tan poderoso como Rusia, cuyos efectivos llegaron hace semanas para apuntalar el régimen a cambio de apoderarse de sus recursos estratégicos.
Todo dictador que se siente amenazado tiende a redoblar su crueldad. Ayer vimos imágenes espeluznantes, como las de esa tanqueta atropellando a manifestantes indefensos como en un remedo cruento del icono de Tiananmen. El llamamiento de Maduro a la lealtad de un ejército que ya no está seguro de controlar -por no hablar de las milicias criminales entregadas a la violencia más arbitraria- delatan su debilidad, máxime cuando Estados Unidos ha invitado a todas las Fuerzas Armadas a unirse a los representantes de la Asamblea Nacional, único órgano legítimo que queda en Venezuela.
El anhelo de libertad de los venezolanos se resiste a la siniestra cubanización que Maduro tenía planeado para ellos. Guaidó y López no han dudado en ponerse al frente del alzamiento porque saben que la libertad, la paz y la prosperidad no serán posibles mientras Maduro detente el poder. No han querido resignarse a la completa devastación de su país y se han confiado a un sector armado -oficiales de la Guardia Nacional, militares de Aviación y agentes de la Inteligencia Bolivariana- que no sabemos si bastará para forzar el derrocamiento del dictador y a qué precio. Una democracia no puede tolerar los golpes militares, pero Venezuela dejó hace mucho de ser una democracia. Y esto es lo que criticamos en la equidistante postura de Celaá: o se está con la libertad o con la dictadura. Maduro usurpó los derechos de sus gobernados, hoy súbditos, y secuestró las instituciones. Al decir que nadie desea un baño de sangre se suele olvidar que la sangre ya ha corrido y corre abundantemente en Venezuela, y siempre es la de los mismos. El atrincheramiento de Maduro solo ahondará la tragedia, aunque confiamos en que la protesta se mantenga -si ello es posible- dentro de los márgenes de la presión pacífica.
EDITORIAL de EL MUNDO
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