Hemos entrado en una fase mucho más peligrosa e imprevisible de la
guerra comercial. La batalla arancelaria es una cuestión de dinero, pero
la tecnológica es un pulso por el poder que China no está dispuesta a
perder
Xi Jinping
En el último artículo explicábamos la batalla del 5G como parte de la guerra tecnológica y comercial entre Estados Unidos y China. Desde entonces, Trump
ha hecho dos cosas: en primer lugar, ha aprobado una Orden Ejecutiva
prohibiendo cualquier transacción de tecnologías de la información y
comunicaciones con empresas sujetas al control o jurisdicción “de un
adversario extranjero” que para el Secretario de Comercio suponga “una
amenaza a la seguridad nacional”; y en segundo lugar, ha puesto nombres y
apellidos a esa amenaza al incluir a Huawei
y setenta empresas asociadas a la lista negra de entidades (“Entity
List”) cuyos componentes no se pueden adquirir sin autorización previa.
El “cordón sanitario” contra Huawei
ya está en marcha. Por el lado del software, Google se ha visto obligado
a dejar de proporcionar a Huawei actualizaciones de su sistema
operativo Android y, lo que es más grave, acceso en los próximos modelos
a su tienda de aplicaciones (Google Play Store). Por el lado del
hardware, empresas como Broadcom, Intel, Qualcomm o Western Digital han
suspendido el envío de sus componentes a Huawei. No se han oído
demasiadas protestas, por un motivo claro: no es lo mismo criticar los
aranceles de Trump que criticar medidas contra el espionaje chino,
aunque en ambos casos se hable de “seguridad nacional”. Como
consecuencia, Huawei se verá obligado a usar la versión de Android de
código abierto o desarrollar su propio sistema operativo, y a emplear
solo componentes chinos, incluidos procesadores y memorias.
Apple,
mientras tanto, mira con preocupación la evolución de esta guerra, que
le puede perjudicar. Aunque Huwaei no deja de ser su principal
competidor en el mercado de teléfonos móviles –ya se vendían más
teléfonos de esa marca que iPhones–, la empresa californiana puede
terminar convirtiéndose en una víctima propiciatoria, por la dependencia
de China en sus procesos de fabricación. Porque China va a reaccionar:
una cosa es que se acuse a los teléfonos Huwaei de contener elementos
inseguros y de pasar información, y otra que Estados Unidos amenace no
ya la rentabilidad, sino la sostenibilidad comercial de la principal
empresa de telecomunicaciones china. No lo va a permitir porque, como ya
hemos dicho en otras ocasiones, China podrá doblegarse a la hora de
reducir su déficit comercial bilateral con Estados Unidos, comprando la
soja y el gas que haga falta, pero jamás cederá en lo que considera la
guerra fundamental de este siglo: la lucha por la supremacía
tecnológica.
China podrá doblegarse a la hora de reducir su déficit comercial bilateral con Estados Unidos, pero jamás cederá en la lucha esencial de este siglo, la de la supremacía tecnológica
Soy,
por tanto, más pesimista ante este giro de la guerra comercial que ante
los aranceles impuestos a productos chinos que representan 250 mil
millones de dólares. A fin de cuentas, en los aranceles solo estamos
hablado de dinero; en la tecnología, estamos hablando de poder. Si hay
algo que los chinos no son es poco previsores, y seguramente desde hace
ya bastante tiempo –mucho antes del discurso del vicepresidente Mike Pence–
están estudiando posibles estrategias de represalia. De hecho, es
posible que parte de la reciente acumulación de poder del presidente Xi Jingpin
se explique por la anticipación de una guerra abierta con Estados
Unidos, con un fuerte impacto económico en la economía china y tensiones
en el contrato social con los ciudadanos, a los que solo un líder
fuerte podrá sobrevivir.
¿Qué
represalias puede imponer China? Olvídense de los aranceles. China no
tiene ningún interés en seguir la guerra arancelaria por dos motivos,
uno cuantitativo y otro cualitativo. En lo cuantitativo, porque no hay
muchos productos que gravar: las importaciones chinas de Estados Unidos
apenas suponen 120.000 millones de dólares (frente a los más de 540.000
millones de exportaciones que Trump puede dificultar); y en lo
cualitativo, porque no se puede disparar en el pie: muchas de estas
importaciones son de componentes difícilmente sustituibles e
imprescindibles para las exportaciones chinas. Así pues, China buscará
otras formas de perjudicar a Estados Unidos y sus empresas.
Apple
es un buen candidato. Aunque, a diferencia de Google, tiene un sistema
operativo propietario que solo usa en sus propios teléfonos, estos se
fabrican en China. El gobierno podría comenzar a poner trabas a la
fabricación de Apple y otras empresas estadounidenses en territorio
chino. Las arancelarias no harían demasiado daño porque, contrariamente a
lo que se piensa, el valor añadido (y por tanto, el beneficio) de Apple
generado en China es muy reducido,
menos del 5% del valor total de un iPhone (el valor añadido de los
productos tecnológicos está en los servicios previos y posteriores a la
fabricación, no en el ensamblaje). Pero la interrupción de las cadenas
de valor chinas podría perjudicar enormemente a Apple, que podría perder
mucho dinero mientras busca centros de producción alternativos.
En vez de plantear estos problemas en coordinación con sus aliados naturales, la Unión Europea y Japón, Trump se ha metido solito en una guerra de imprevisibles consecuencias
Hay, por supuesto, otras
posibilidades. Se ha hablado mucho, por ejemplo, de la posibilidad de
que, como represalia, China se ponga a vender los más de 1,3 billones de
dólares que mantiene en bonos estadounidenses. No obstante, algunos estudios
indican que unas ventas de ese calibre se traducirían en Estados Unidos
en una subida de los tipos de interés a 10 años de en torno a 30 puntos
básicos: importante, pero no insostenible, aparte de que China
necesitaría más de un año y medio para colocar todo y la poderosa Fed
siempre podría reaccionar. Más peligroso sería que China depreciase su
moneda, provocando un efecto deflacionario a nivel mundial.
Sea
cual sea la represalia, China también saldría perjudicada, pero aquí el
manejo de los tiempos puede ser crucial: los chinos no tienen
elecciones presidenciales en 2020.
En cualquier caso, por primera vez
el consumidor –no solo estadounidense, sino mundial– está viendo cómo la
guerra comercial le afecta directamente. Hasta el momento solo veía por
la prensa o televisión que subían los aranceles al acero, al aluminio, a
las lavadoras y otros muchos productos, pero Trump presentaba este
hecho como una forma de sacar dinero a los malvados adversarios
comerciales (ya saben: “las guerras comerciales son buenas y fáciles de
ganar”). Trump, por supuesto, les ocultaba que los aranceles se estaban trasladando
casi íntegramente a los productos estadounidenses, porque eso no es
siempre fácil de percibir –sí lo hacían los agricultores y productores
industriales estadounidenses, a los que Trump prometió compensar–. Pero
ahora es distinto: de la noche a la mañana, los consumidores
propietarios de un teléfono Huawei han visto cómo su producto hoy vale
mucho menos, y pronto quizás ni siquiera se pueda utilizar. Y quizás
también los iPhone se encarezcan, y muchos otros productos de uso diario
fabricados en China. La guerra comercial es así: no deja a nadie
indemne.
Lo cual no quiere decir que Trump no tenga razón al advertir de la amenaza de la tecnología china, con empresas obligadas
a “colaborar” con su gobierno en virtud del artículo 77 de la Ley de
Seguridad del Estado. Porque, aunque la pelea está mezclada con
argumentos tramposos de puro proteccionismo –como la absurda guerra por
reducir el valor del déficit comercial– y con la lucha por la supremacía
industrial estadounidense, la crítica a la competencia comercial
desleal de China y la necesidad de autonomía y seguridad en materia
tecnológica y de telecomunicaciones frente a países que no son
democráticos se basa en argumentos sólidos. La lástima es que, en vez de
plantear estos problemas en coordinación con sus aliados naturales –la
Unión Europea y Japón, defensores del orden multilateral– Trump se haya
metido solito en una guerra de imprevisibles consecuencias y que nos va a
afectar a todos y cada uno de los ciudadanos.
ENRIQUE FEÁS Vía VOZ PÓPULI
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