Si queremos que el cansancio institucional no nos agote, conservadores y socialistas deben hacer un esfuerzo por recuperar la fortaleza de la democracia liberal. Nada de eso se ve en el arco parlamentario
/EVA VÁZQUEZ
En un comentario sobre la batalla tecnológica entre Estados Unidos y
China, citaba yo recientemente la fatiga institucional europea que viene
debilitando a la democracia y a la defensa del Estado de bienestar.
Dicho cansancio, cuyas consecuencias van a ponerse a prueba tras las
elecciones celebradas ayer, no es exclusivo de las organizaciones
multilaterales ni de un proyecto como el de la Unión, cuyo porvenir
parece ahora en entredicho. Afecta a todas las estructuras políticas de
los países donde la democracia liberal existe, y, de no ser capaces de
restaurar sus fuerzas, la inestabilidad y la incertidumbre serán el
signo del futuro inmediato para nuestras sociedades.
En
el caso español la situación empeora porque, contra lo que a veces
muchos declaramos, es discutible que seamos ejemplo de una democracia
madura. Más bien nos encontramos en plena adolescencia, aunque esta
constituya quizás la permanente edad de todas las democracias,
habitualmente sometidas a los vaivenes y excesos de quienes abusan de la
libertad enarbolando su lema. En cualquier caso, nuestro agotamiento
institucional es más que evidente por lo menos desde hace una década, y
la pasividad de los dirigentes del Estado a la hora de propiciar las
reformas que garanticen la supervivencia del sistema resulta más que
culpable.
Como prólogo a la multiplicidad de votaciones que se produjeron ayer en nuestro país, hemos asistido a dos hitos fundamentales para el inmediato devenir de la ciudadanía: la constitución formal del Congreso de los Diputados y del Senado, Cámaras que representan la soberanía nacional y por tanto la voluntad de los españoles surgida de las urnas. Difícilmente podría decirse, sin embargo, que nuestra sociedad, uno de los mejores países del mundo para vivir, según parece, se vea fielmente interpretada por los comportamientos allí desplegados por un conjunto nutrido de parlamentarios.
Parecían protagonizar una revuelta universitaria más que aprestarse a legislar sobre los derechos y libertades de los españoles. Me preguntaba yo si la debilidad de la presidenta del Congreso, incapaz de poner orden y aplicar el reglamento, se debía precisamente a su condición de profesora, siempre dispuesta a la condescendencia con los alumnos díscolos. Pero inaugurar una legislatura tan conflictiva como la que se avecina con la renuncia al ejercicio del poder que ejerce en nombre de los electores no supone el mejor de los augurios.
Mención distinta merecen la actitud y las declaraciones de su
homólogo en el Senado, Manuel Cruz. Aunque no lo conozco personalmente,
guardo de antaño una notable afinidad intelectual con lo que escribe,
fruto de una lucidez muy de agradecer en los tiempos que corren.
Podríamos imaginar que su presencia al frente de la Cámara Alta recupera
la tradición socialista de acudir para la dirección parlamentaria a
personajes de la talla de Besteiro o Peces Barba. Su inequívoca postura
contra el independentismo catalán, frente a la ambigüedad permanente de
Meritxell Batet, en su día sancionada por el partido por apoyar el
derecho a decidir, y su convicción de que solo el federalismo puede dar
respuesta a los problemas estructurales de nuestro Estado, permiten
esperar de él contribuciones positivas a la resolución de los mismos. Se
da, sin embargo, una contradicción inicial entre la realidad y sus
deseos cuando señala que el Senado es el lugar oportuno para participar
en la solución del problema territorial. Debido a la insoportable
legislación electoral que padecemos, y contra lo que se proclama
formalmente, la verdadera Cámara en la que están presentes las
autonomías es el Congreso, mientras que la que él preside parece
condenada a la inoperancia como no sea en su casi única función de
suspender a los poderes autonómicos cuando estos se rebelen contra la
autoridad del Estado. En su opinión, las circunstancias que se tienen
que dar para aplicar el artículo 155 “no se ven por ninguna parte”,
aunque algunos piensan que puedan darse en el futuro si, como él mismo
prevé, se radicaliza el movimiento independentista tras las previsibles
condenas del juicio por el procés.
Batet y Cruz tienen la difícil tarea de luchar contra la fatiga institucional que supone la incapacidad de las propias instituciones para dar respuesta a los problemas planteados. Más de un tercio del Congreso está ocupado por fuerzas abiertamente beligerantes, y algunas claramente subversivas, contra nuestro ordenamiento constitucional, y no pocos de quienes lo defienden se olvidan de que la única probabilidad que tiene de sobrevivir es reformarlo. Reformarlo en sentido federal, como Cruz predica. Pero también es preciso cambiar la ley electoral, que produce efectos perversos e indeseables en la representación de la ciudadanía: definir el estatuto de la Corona, sometida como está la jefatura del Estado a un ataque virulento frente al que no siempre recibe el apoyo del Gobierno de turno; y renunciar el frecuente asalto a las propias instituciones por parte de los partidos gobernantes en su solo beneficio. La primera condición para resolver todo eso es poner sordina a los excesos verbales de los discrepantes y aceptar unos y otros que, frente a una solución de consenso, imposible hoy por hoy, lo que se necesita es una solución pactada, un acuerdo de mínimos que garantice los tres pilares de la estabilidad democrática: respeto a la Constitución, Estado de derecho y defensa de la igualdad. Nada de eso es ni debe ser patrimonio de ninguna facción política, por mucho que casi todas presuman de ser las únicas capaces de conseguirlo.
El mismo día que el presidente Cruz realizaba sus declaraciones sobre
el artículo 155, el profesor Cruz publicaba una interesante recensión
sobre el último libro de Francis Fukuyama, Identidad. Con
prudencia intelectual y elegancia literaria, destruía sus tesis sobre el
reconocimiento como motor fundamental de los actuales movimientos
políticos, para terminar denunciado por su parte “el carácter
estructuralmente injusto, por desigual, del sistema en el que hoy viven
todos los habitantes del planeta”. Afirmación tan rotunda que merecería
cuando menos alguna matización. Lo que el Occidente democrático
contempla ahora es la crisis de un Estado de bienestar cada vez más
difícil de financiar en los países desarrollados. Quizá sea
estructuralmente injusto, pero no acierta la memoria a descubrir otro
mejor que este. Dicha crisis viene motivada por la globalización, y
azuza los sentimientos identitarios como instrumento de defensa frente a
la frustración de expectativas que las clases medias de los países
democráticos padecen. La fatiga de las instituciones se enmarca en la
incapacidad del poder para dar respuesta a esos desafíos y en el
egocentrismo de los líderes que lo ejercen. La Europa del bienestar es
una creación fruto de la alianza entre la democracia cristiana y la
socialdemocracia. Presuponer que la lucha contra la igualdad es
exclusiva de la izquierda, como en sus frecuentes proclamas hace el
presidente del Gobierno, resulta todo un desatino conceptual y un error
político. Si queremos que el cansancio institucional no nos agote,
conservadores y socialistas deben hacer un esfuerzo conjunto por
recuperar el sentido y la fortaleza de la democracia liberal. Nada de
eso se ve en el arco parlamentario español.
El auge de las políticas de identidad se debe sobre todo a la incapacidad manifiesta para incorporarlas al sistema del pluralismo democrático. Y no se trata solo de la identidad nacional, que aprovecha de las desigualdades e injusticias para fomentar sus signos y ampliar su militancia. Las políticas de género, los movimientos religiosos, hasta los medioambientales, se encuadran en esa dialéctica. La desigualdad, según se ve, no es exclusivamente económica, y es también y sobre todo geopolítica. La inmigración, otra forma identitaria, martirizada y despreciada en todo el orbe, es el símbolo más obvio y lacerante de nuestra Humanidad desigual. Pero ninguna de las reivindicaciones que dichas tendencias representan encontrará respuesta en nuestras sociedades si no somos capaces de recuperar el vigor de las instituciones democráticas, respetar su independencia y dejar de someterlas al arbitrismo y las opiniones de cada cual. No lo olviden sus responsables.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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Como prólogo a la multiplicidad de votaciones que se produjeron ayer en nuestro país, hemos asistido a dos hitos fundamentales para el inmediato devenir de la ciudadanía: la constitución formal del Congreso de los Diputados y del Senado, Cámaras que representan la soberanía nacional y por tanto la voluntad de los españoles surgida de las urnas. Difícilmente podría decirse, sin embargo, que nuestra sociedad, uno de los mejores países del mundo para vivir, según parece, se vea fielmente interpretada por los comportamientos allí desplegados por un conjunto nutrido de parlamentarios.
Parecían protagonizar una revuelta universitaria más que aprestarse a legislar sobre los derechos y libertades de los españoles. Me preguntaba yo si la debilidad de la presidenta del Congreso, incapaz de poner orden y aplicar el reglamento, se debía precisamente a su condición de profesora, siempre dispuesta a la condescendencia con los alumnos díscolos. Pero inaugurar una legislatura tan conflictiva como la que se avecina con la renuncia al ejercicio del poder que ejerce en nombre de los electores no supone el mejor de los augurios.
Más de un tercio del Congreso está ocupado por fuerzas beligerantes contra nuestro ordenamiento constitucional
Batet y Cruz tienen la difícil tarea de luchar contra la fatiga institucional que supone la incapacidad de las propias instituciones para dar respuesta a los problemas planteados. Más de un tercio del Congreso está ocupado por fuerzas abiertamente beligerantes, y algunas claramente subversivas, contra nuestro ordenamiento constitucional, y no pocos de quienes lo defienden se olvidan de que la única probabilidad que tiene de sobrevivir es reformarlo. Reformarlo en sentido federal, como Cruz predica. Pero también es preciso cambiar la ley electoral, que produce efectos perversos e indeseables en la representación de la ciudadanía: definir el estatuto de la Corona, sometida como está la jefatura del Estado a un ataque virulento frente al que no siempre recibe el apoyo del Gobierno de turno; y renunciar el frecuente asalto a las propias instituciones por parte de los partidos gobernantes en su solo beneficio. La primera condición para resolver todo eso es poner sordina a los excesos verbales de los discrepantes y aceptar unos y otros que, frente a una solución de consenso, imposible hoy por hoy, lo que se necesita es una solución pactada, un acuerdo de mínimos que garantice los tres pilares de la estabilidad democrática: respeto a la Constitución, Estado de derecho y defensa de la igualdad. Nada de eso es ni debe ser patrimonio de ninguna facción política, por mucho que casi todas presuman de ser las únicas capaces de conseguirlo.
Lo que necesitamos hoy es un pacto que garantice respeto a la Constitución, Estado de Derecho e igualdad
El auge de las políticas de identidad se debe sobre todo a la incapacidad manifiesta para incorporarlas al sistema del pluralismo democrático. Y no se trata solo de la identidad nacional, que aprovecha de las desigualdades e injusticias para fomentar sus signos y ampliar su militancia. Las políticas de género, los movimientos religiosos, hasta los medioambientales, se encuadran en esa dialéctica. La desigualdad, según se ve, no es exclusivamente económica, y es también y sobre todo geopolítica. La inmigración, otra forma identitaria, martirizada y despreciada en todo el orbe, es el símbolo más obvio y lacerante de nuestra Humanidad desigual. Pero ninguna de las reivindicaciones que dichas tendencias representan encontrará respuesta en nuestras sociedades si no somos capaces de recuperar el vigor de las instituciones democráticas, respetar su independencia y dejar de someterlas al arbitrismo y las opiniones de cada cual. No lo olviden sus responsables.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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