Este verano charlaba con un buen amigo
con el que nunca había comentado temas políticos, ya que nos unen otro
tipo de intereses culturales y, sobre todo, ambientales. En concreto,
salió el tema del nacionalismo catalán, al que mi amigo se adhería con
singular entusiasmo. La conversación transcurrió en un tono cordial y
razonable, pero me dejó muy mal sabor de boca, ya que suponía empañar,
de alguna forma, la amistad que habíamos forjado a partir de esos
intereses comunes. Es propio de amigos compartir ideas, y no sería
lógico que estuvieramos de acuerdo en todas. Del diálogo surge la
comprensión, ver las cosas desde otro punto de vista y aprender de quien
discrepamos. Sin embargo, en las cuestiones políticas, esos
intercambios de opiniones acaban resultando pegajosos, y queda el poso
tras el rifirafe de que algo se ha levantado entre nosotros.
Casi dos meses después de aquella conversación, hoy se evidencia esta
cuestión en el proceso independentista de Cataluña, que ha supuesto la
separación de amigos y de familias, azuzados por los políticos
oportunistas, remachado por los medios de uno y otro bando, y sembrados
por muchos años de educación unidireccional.
En la conversación con mi amigo, lo más decepcionante fue constatar que
tras las grandes aspiraciones se escondía, en el fondo, la búsqueda de
la autonomía económica. Tras repasar las raíces culturales o históricas
del sentimiento separatista, me vino a decir algo así como: "si nos
hubieran dado algo parecido al cupo vasco, no se hubiera llegado a
esto". Así que de eso se trata, pensé, de que el dinero que se genera
allí se quede allí, de contribuir menos al bien común y algo más al bien
de ese territorio.
Es un argumento fácil de esgrimir. En tiempos de
crisis, encontrar el culpable en la contribución que se realiza a otros
territorios más desfavorecidos es muy sencillo. Basta además con
insistir en el supuesto despilfarro de quienes reciben esos recursos.
Como el asunto no es muy elegante, se tiñe de otras cuestiones: se habla
de sentimiento (que entiendo, y me parece muy respetable), de historia
(que convendría estudiar más a fondo, por ambos lados), de cultura (que
todos valoramos, la de uno u otro lado), y, a más a más, del sacrosanto
derecho a decidir nuestro futuro. No se habla de dinero, se habla de
democracia, de derecho a elegir y de otras muchas cosas que son n nobles
y fácilmente vendibles, sobre todo de cara al exterior. A mi me resulta
cuando menos sospechoso que quien reclame la independencia sean las
regiones más ricas de un país: Lombardía, Cataluña, País Vasco,
Quebec... Me parecen más auténticas las que saben que pueden perder
recursos si se separan, pero están convencidas de que tienen una
herencia distinta: Escocia, Irlanda, Córcega...
La solución es muy compleja, pero como escribir es gratis, propongo que
hablemos a fondo de ese asunto, del dinero, de cuánto y cómo tiene cada
territorio de un estado que contribuir al bien común. Quizá si el estado
de las autonomías no ha resuelto los problemas del nacionalismo catalán
es porque nunca se ha planteado un verdadero estado autonómico, en
donde quien gestiona los servicios cobre por ellos a sus ciudadanos: quien no pueda o no quiera hacerlo, que le ceda sus competencias al estado.
EMILIO CHUVIECO SALINERO Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
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