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martes, 3 de octubre de 2017

UN FELIPE VI QUE NO CONOCÍAMOS

Un hombre escucha a través de su móvil el discurso del Rey sobre crisis abierta en Cataluña. /Jon NazcaREUTERS
 
 
 
Felipe VI se vistió este martes de jefe del Estado y confirmó con su grave semblante que estamos ante la más descomunal crisis de Estado de las últimas décadas. El ropaje de jefe del Estado no es el mismo que el de Rey. Como Rey, Felipe VI puede mostrarse empático y cariñoso. Como jefe del Estado tiene la obligación de encarnar la Ley.
Nunca habíamos visto al Rey con rostro tan serio, con gesto tan firme y con ademanes que remarcaban -mediante el lenguaje de las manos- su condición de garante de la unidad y permanencia de la Nación española. Puede decirse que el Felipe VI que apareció a las 21.00 en las pantallas de televisión fue un Felipe VI desconocido. Estamos acostumbrados a verle en audiencias y actos oficiales en los que -lógicamente- trata de agradar a todos. Por lo general, el Rey siempre sale sonriente y con gesto relajado. Sus discursos de Nochebuena han intentado asimismo tener un contenido entrañable como indica el tópico de las fiestas. Esta vez, sin embargo, Felipe VI era distinto, taladraba sus contundentes frases de denuncia contra las autoridades catalanas con la mirada firme y con la seriedad de estar sentado en la mesa del despacho de jefe del Estado. La rebelión catalana amenaza seriamente la supervivencia del Estado tal y como se configuró en la Transición. Por eso era bastante raro que el jefe del Estado se hiciera esperar tanto. Tardó en aparecer, pero lo hizo por todo lo alto en cuanto al tono y a la severidad.

Cabe suponer que el Rey ha asistido a los alarmantes acontecimientos de los últimos días en las calles de Cataluña sin despegarse del teléfono y de la televisión. La rebelión catalana también va dirigida contra él. Lo pudo comprobar en la manifestación tras los atentados escuchando gritos de: «Fuera el Borbón». Que es lo mismo que le gritaban a su bisabuelo.
Felipe VI puso firmes a las autoridades catalanas que se han situado fuera de la legalidad constitucional y estatutaria con durísimos calificativos. Y ejerció como heraldo de las trascendentales medidas que seguramente se tomarán para restablecer la autoridad del Estado en Cataluña. Una autoridad que ha quedado peligrosamente mermada después del 1-O. El Estado no logró impedir la consulta ilegal y las cargas policiales ordenadas por el Gobierno han incendiado los ánimos de los catalanes, de los independentistas, pero también de los que no lo son.
El Rey no sólo no se apartó ni un milímetro del discurso oficial del Gobierno, sino que le dio lustre y solemnidad. Su mensaje fue un chute de entusiasmo para los monárquicos, un respiro para muchos de los españoles que han puesto la bandera en el balcón de casa mirando a la calle, un «ya era hora» para los más irritados con la deriva del desafío independentista y un alivio para los que dudaban de que el Estado fuera capaz de tomar decisiones extremas en defensa de la Nación española.
Los monárquicos tienen hoy al Rey que seguramente estaban esperando como agua de mayo desde que abdicó aquel que disfrutaba metiendo las manos hasta el fondo de la política. Hasta ahora, Felipe VI había huido de los conflictos y de las polémicas, de las palabras comprometidas. A partir de ayer, nadie podrá decir que el Rey no se moja porque su discurso fue un auténtico chaparrón real.
La cuestión es si el jefe del Estado dio satisfacción ayer a todos los españoles, o sólo a una parte. La reacción de los partidos situados en el ámbito de la izquierda indica que a ellos no les gustó. Fue Pablo Iglesias el opositor más claro. El PSOEse quedó casi mudo sobre la intervención del Rey, con la excepción del PSC, que lo criticó. En los próximos días, los socialistas tendrán que tomar una decisión que no será fácil.
«Y al conjunto de los españoles, que viven con desasosiego y tristeza estos acontecimientos, les transmito un mensaje de tranquilidad, de confianza y, también, de esperanza», dijo el Rey. No sé. Felipe VI es un hombre respetado y prudente. Pero lo de ver la situación con esperanza nos resulta francamente difícil, por no decir imposible. Ni para el Rey ni para nadie el futuro será lo que tendría que ser.

                                                                                LUCÍA MÉNDEZ  Vía EL MUNDO 

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