Artículos para reflexionar y debatir sobre temas y cuestiones políticas, económicas, históricas y de actualidad.
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domingo, 19 de agosto de 2018
Así malgastamos nuestra vida: cómo hemos convertido el tiempo libre en otro trabajo
Aprovechamos el verano para pasar
"tiempo de calidad" con nuestros seres queridos, intentando compensar
que el resto del tiempo estemos absorbidos por nuestros empleos
Estrujando hasta el último minuto hasta volvernos locos. (iStock)
Con los cascos puestos, presumiblemente aislado de los ruidos y
ruegos del mundo, un niño juega con su videoconsola portátil. Frente a
él, un anciano –entendemos que su abuelo– dirige la mirada perdida a la
distancia infinita, como si su mente estuviese muy lejos. Entre ellos,
los restos de una comilona en una popular cadena de hamburgueserías. Hay algo invisible en la imagen que el espectador 'voyeur' no puede cazar, una interpretación elusiva. Una sencilla frase nos lo da: “Se te acaba el tiempo, niño, y no te das cuenta”.
El tuit (y sus imitaciones) han sido compartidos ya chorrocientas
veces. No es de extrañar, es el 'Vengadores: Infinity War' de lo viral,
una mezcla perfecta de ternura, tecnofobia y algo de moralina.
La
imagen goza del beneficio de ser aparentemente fácil de leer. Yo, no
obstante, me he sorprendido sintiendo lo opuesto a lo que la foto
sugiere: una envidiosa melancolía. No he pensado en el tiempo que
desperdicié por estar centrado en mis tonterías mientras mis abuelos
estaban vivos. Al contrario, me gustaría volver a ser ese niño para
jugar a la consola delante de mi abuelo. ¿No es acaso esa la máxima
expresión del cariño? ¿Poder estar separados y juntos al mismo tiempo, simplemente disfrutar de la compañía del otro
sin necesidad de forzar la interacción? ¿Reconocer que cada cual tiene
su espacio, sus aficiones, sus mundos opuestos que en ocasiones se
encuentran? Puestos a elucubrar, quizá ese abuelo que parece nostálgico simplemente esté contento por poder estar, entre consolas y glutamato, con su nieto.
Esta imagen me ha hecho volver a pensar en la complicada relación que
mantenemos con nuestro tiempo libre. Perdón por la idealización del
pasado, pero todos conocemos a esas parejas de ancianos que pueden pasar horas y horas sin dirigirse la palabra
–compartiendo en silencio un programa de televisión, ojeando el
periódico, simplemente mirando a la nada– sin que por ello vaya en
menoscabo del afecto mutuo. ¿Aburrimiento? Más bien el placer de estar
junto a quien te quiere. Quizá en realidad nunca hizo falta hacer nada:
el tiempo no tenía un significado especial. Simplemente, pasaba. No era
ni un enemigo a contrarreloj ni algo que hubiese que gestionar, una
sensación que se refleja en el estoicismo con el que muchas personas
mayores hablan del envejecimiento y la muerte.
Frente a ello, ha nacido la idea de que hay horas mejores y peores, algo que cristaliza en la terrible idea del “tiempo de calidad”.
Es la expresión, convenientemente importada del ámbito anglosajón, que
se utiliza para referirse a esos momentos 'de verdad' que se conservan
en los anales en la historia familiar. El día que papá me enseñó a
montar en bici, el verano que fuimos a Nueva York, el fin de semana que
la abuela nos llevó a vendimiar y todas esas cosas que, según la
descripción de la amiga Wikipedia, son “importantes, especiales, productivas o rentables”.
Hemos
trasplantado desde la escuela y la empresa a la vida familiar el ritmo
de la productividad: hay que hacer cosas "importantes" todo el rato
Acabáramos:
a ver si de lo que estamos hablando aquí es de convertir la parte más
esencial de nuestro tiempo libre –la que compartimos con nuestros seres
queridos– en un equivalente íntimo del tiempo de trabajo,
es decir, unos minutos que han de ser tan productivos como los que
empleamos en la oficina. Quizá el famoso tiempo de calidad no sea otra
cosa que intentar sobrecompensar nuestras agendas llenas de lunes a viernes por la centralidad del trabajo
y nuestras obligaciones o aspiraciones (económicas, laborales), según
la suerte que tenga cada cual. La lógica del posfordismo ha contagiado
como un virus el último bastión de resistencia que nos quedaba: la
ociosidad es un pecado.
Por supuesto, es una trampa. Hace
años leí un divertido artículo en el que se explicaba cómo la obsesión
de muchos padres por pasar “tiempo de calidad” con sus hijos había
derivado en desastre para toda la familia. Niños enfadados
porque papá ha tenido la brillante idea de que pasar las vacaciones en
una cabaña en mitad del monte lejos de la civilización (y los amigos)
era lo mejor para reforzar los lazos familiares, padres estresados al
intentar forzar como sea que sus retoños les vean como los tíos guays
que algún día fueron y familias enfrentadas porque, una vez llega el
tiempo de descanso, hay que seguir haciendo cosas. Hemos
trasplantado desde la escuela y la empresa a la vida familiar el ritmo
marcial de la productividad. Pero, ¿acaso no hay nada más triste que
intentar valorar en puntos de padre molón la rentabilidad de una visita
al parque de atracciones?
Los recuerdos de la ociosidad
Quizá
sea cosa mía, pero la mayoría de recuerdos que guardo de mis abuelos
raramente tienen que ver con lo que se entiende como “tiempo de
calidad”. Me resulta fácil evocar esas largas tardes en el cuarto de
estar mientras veían algún concurso y yo leía (o, incluso, jugaba a
videojuegos por los que ellos se interesaban, ¡anatema!), los desayunos y
el olor a pan y paté o esos domingos sin nada especial en los que se comía pollo asado
una semana sí y otra, también. En definitiva, era en lo cotidiano y
aparentemente trivial donde se ocultaba el verdadero cariño. El placer
se encontraba en no pensar en el mañana, en ignorar el cronómetro.
Seamos sinceros: uno puede irse a un McDonald's a zamparse un cuarto de
libra de queso con cualquiera, pero aguantar el tedio cotidiano solo
puede hacerse con alguien a quien se quiere de verdad.
Le ocurre a las
parejas cuando se van a vivir juntas. Es fácil vivir la vida ocupada
entre cañas, fiestas, noches y demás, pero la dificultad surge cuando
uno se levanta cada mañana al lado de la misma persona. Ese momento en
el que uno se sienta al lado del otro en el sillón y se dan cuenta de
que ya no les queda nada que contarse es una prueba de fuego que muchos no superan.
El quid de la cuestión se encuentra en abrazar ese vacío y entender
que, al contrario de lo que se piensa, sacar el móvil para echar un
vistazo a Instagram
no es una traición. El verdadero tiempo de calidad es aquel en el que
no se hace gran cosa, pero también en el que no hay nada ya por
demostrar. Juntos estamos bien, cada cual a su aire.
Quizá
lo bello de la vida sea precisamente la pérdida, como mortales que
somos. No conozco a nadie que no sienta un poco de arrepentimiento de no
haber pasado más tiempo con sus abuelos, sus padres, por no haberles
preguntado determinadas cosas, por no, por no, por no. Pero en ese
silencio imposible de llenar, en ese misterio que rodea a los que
perdimos porque no éramos siempre conscientes de su finitud, se
encuentra lo que le proporciona valor a esos días banales en los que no
había que hacer nada para ser feliz, en los que sin saberlo iban tomando
forma los recuerdos que iban a durar toda una vida. En los tiempos muertos ocurre la verdadera vida, que destruimos por nuestra obsesión de imponer un valor externo a lo que ya lo lo tiene.
HÉCTOR G. BARNÉS Vía EL CONFIDENCIAL https://twitter.com/arami_avila/status/1029232517700833280
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