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miércoles, 22 de agosto de 2018
LAZOS AMARILLOS, COJONES NEGROS
Así lo veo yo: los que ponen los
lazos sueñan con una república envuelta en plástico amarillo. Los que
quitan los lazos creen que pueden borrar un sentimiento que les
desagrada
Aspecto de los accesos, desde la C-55, al centro penitenciario de
Lledoners, en el término municipal de Sant Joan de Vilatorrada. (EFE)
Los 'indepes' animan a poner lazos amarillos y Ciudadanos anima a quitarlos. Así está el patio en Cataluña. ¿Resultado? Gente sombría por la calle atando plásticos a las farolas o pintando lacitos en el asfalto,
y gente igual de sombría que corta los plásticos o dibuja dos lacitos
rojos que españolizan el amarillo. Dado que andamos sobrados de friquis,
bolsas de basura, pintura y tijeras, ha sido este un verano inaudito en
el que guarrear los espacios públicos se ha visto como
una cruzada por la república o por el orden constitucional, y se ha
animado a una cosa y la contraria desde distintos medios de
comunicación. El tamaño de la gilipollez es tan colosal que sólo puedo
compararla con mi propia adolescencia.
A los catorce años estaba
convencido de que yo había expulsado al nazismo de la Región de Murcia.
Mi amigo José Ignacio y yo sabíamos que los cabezarrapadas pululaban por el pueblo.
Estábamos alertas pero sólo nos cruzábamos con las pintadas que
dejaban. En una tapia aparecía una esvástica o un yugo con las flechas y
José y yo íbamos a examinar los daños. Nos hervía la sangre ante esos
símbolos. Estábamos decididos a derrotar a los quintacolumnistas, así
que un día nos armamos con un rotulador permanente así de gordo y
contraatacamos. Cada esvástica fue tachada y sustituida por la A de la anarquía o la hoz y el martillo. Las escaramuzas nos dejaron con el sabor de boca del deber revolucionario cumplido.
Ha
sido este un verano inaudito en el que guarrear los espacios públicos
se ha visto como una cruzada por la república o por el orden
Constitucional
Después pasábamos junto a las tapias para vigilar.
Los nazis murcianos no eran demasiado industriosos: nuestros símbolos
permanecían sobre los suyos. Habíamos expulsado al invasor reaccionario.
Habíamos puesto “no pasarán” en un murete de la carretera de Jabalí
Nuevo y no habían pasado. Las ideas correctas permanecían en las paredes
aunque nosotros ignorásemos la complejidad dialéctica de la segunda
internacional y no supiéramos del anarquismo o el comunismo más de lo
que venía en las letras de 'Reincidentes' y 'La Polla'.
Aún así, el orgullo era inmenso.
Una tarde, de paseo con mis padres, señalé los símbolos de una tapia y
les comuniqué ufano que los había hecho yo. Ellos pusieron cara de asco y
me preguntaron si no tenía los cojones un poco negros ya para andar
pintarrajeando las paredes. Lo normal, diría uno, en un tiempo en que
los jovencitos ensuciaban la calle con sus símbolos políticos mientras
los adultos les recriminaban la marranería. Es decir: en una sociedad
que no había sufrido esta regresión hacia la profunda adolescencia que,
en Cataluña, lleva camino de convertir las peleas de patio de instituto en la pauta de convivencia social.
Analicemos un poco esta polémica. Unos creen que salvan su república con plástico amarillo,
y otros piensan que el orden constitucional necesita que se arranquen
unos lazos de unas verjas. Para mí es imposible decir cuál de las
estrategias resulta más pueril, pero una voz adulta en el fondo de mi cabeza repite las palabras de mis padres, y empiezo a pensar que esta gente tiene ya los huevos muy negros para andar con esta guarrería.
Pero bueno, estamos jugando en el terreno simbólico,
así que voy a hacer el esfuerzo, y a leer los símbolos de unos y otros
hasta el final. Así lo veo yo: los que ponen los lazos sueñan con una
república en la que nadie les dispute el color, es decir, con una república envuelta en plástico amarillo.
Los que quitan los lazos, por su parte, creen que pueden borrar un
sentimiento que les desagrada con el simple ejercicio de cortar y tirar.
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