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domingo, 5 de agosto de 2018

CONTRA LA PENA CAPITAL

El rechazo del Vaticano de la condena a muerte debería influir para acabar con esta lacra jurídica


El Papa Francisco se dirige a los periodistas ASSOCIATED PRESS


El Vaticano, a instancias del papa Francisco, ha decidido reformar el Catecismo, concretamente su artículo 2.267, para declarar que la pena de muerte es “inadmisible”. La Santa Sede ha justificado el cambio en un principio: la pena de muerte “atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”. No está de más recordar que en el Vaticano la pena de muerte fue legal entre 1929 y 1969; y que el Catecismo ahora reformado admitía la ejecución de una persona “cuando fuera el único camino” aceptable para la protección del bien común. Dado que la determinación de cuál podía ser “el único camino” deja un amplio margen a la discrecionalidad política, está claro que la reforma propuesta por el Papa actual no solo es más coherente con la doctrina de la Iglesia sino que además se pronuncia de forma contundente en contra de una lacra política y judicial vigente todavía en más de 50 países.



La “inviolabilidad y la dignidad de la persona” es un principio firmemente establecido por la doctrina católica. Por lo tanto, llama la atención que no se apelara antes a él para rechazar tajantemente la pena de muerte. El portavoz del Vaticano ha esgrimido argumentos de funcionalidad social para explicar por qué se adopta ahora el rechazo a la última pena. Aduce una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. Pero lo cierto es que las técnicas de rehabilitación y las políticas de reinserción tienen decenios de historia; no son de ayer.

En cualquier caso, la reforma del Catecismo refleja el intento de la Iglesia de dar respuesta a las exigencias sociales desde posiciones más coherentes con el espíritu de los tiempos. Es de agradecer que el Vaticano se comprometa “con determinación” en abolir la pena de muerte en todo el mundo. Ese compromiso, hecho a través de un instrumento de derecho eclesiástico público, debería tener repercusiones visibles en algunos de los países que todavía mantienen la pena capital.



                                                                                                          EDITORIAL de EL PAÍS

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