Álvarez, durante los actos del 130 aniversario de UGT en Barcelona, el pasado domingo. FONTCUBERTA / EFE
En el acto de conmemoración del 130 aniversario de la UGT,
la ministra de Trabajo, Magdalena Valerio, pronunció un brillante
discurso en el que tuvo a bien evocar a las mujeres sindicalistas,
antaño silenciadas. UGT es el segundo sindicato más antiguo de Europa. Suma casi un millón de afiliados. Aunque se han hinchado algunos de sus hitos, no se puede soslayar su aportación a la clase trabajadora en España. Tampoco sus sombras, como la orgía de los ERE.
O los ecos de 1934, según Pla, el movimiento revolucionario "más
extenso y profundo de la historia contemporánea", tal como se recoge en Tres periodistas en la Revolución de Asturias (Libros del Asteroide).
Basta leer Empantanados (Península), el magnífico libro de Joan Coscubiela sobre el procés, para comprender la aviesa complejidad que supone el tablero catalán para el sindicalismo. No sorprende, por tanto, que Álvarez exija la liberación de los políticos presos. Lo que sorprende, y espanta, es que las direcciones de los dos principales sindicatos de clase sigan cebando la viscosa y cegadora retórica identitaria. Máxime teniendo en cuenta la orientación burguesa y neoconservadora de las élites indepes.
Un régimen liberal caciquil, dos dictaduras, una guerra civil, tres constituciones y varios golpes de Estado después, la UGT sigue ahí. Tiene sentido si es para defender pensiones justas y un modelo productivo sostenible y respetuoso con el trabajador. No lo tiene si es para continuar ejerciendo de pal de paller -en este caso, una mezcla entre pilar y coartada- del soberanismo.
RAÚL CONDE Vía EL MUNDO
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