El acuerdo de Doñana tiene un valor simbólico. La debilidad política de Merkel y de Sánchez es manifiesta. Nada que ver con la alianza estratégica de los tiempos de Kohl y González
Pedro Sánchez recibe a la canciller alemana, Angela Merkel, en el
palacio de los duques de Medina Sidonia, Sanlúcar de Barrameda. (Laura
León / Moncloa)
Existen pocas dudas de que uno de los aciertos de la política exterior de Felipe González fue su alianza estratégica con la Alemania de Helmut Kohl. Hoy parece obvio que cualquier Gobierno está en la obligación de ganarse la confianza de la auténtica locomotora europea (16,5%
del PIB); pero hay que situarse en 1983 —con ocasión de la primera
visita de González a un país europeo como presidente del Gobierno— para
valorar la trascendencia de aquella valiente (y hasta osada) decisión.
González, que llevaba pocos meses en el poder y todavía jugaba táctica —y hasta cínicamente— con la idea de salir de la OTAN, se plantó en mayo de aquel año en Bonn para ponerse al lado de Kohl, firme partidario de la llamada doble decisión auspiciada por la alianza atlántica. Por un lado, se permitiría la instalación en suelo alemán de 108 misiles balísticos Pershing II con cabezas nucleares orientados hacia la Unión Soviética y, por otro, se buscaría un acuerdo con Moscú para reducir la proliferación de este tipo de armas.
La doble decisión, en síntesis, no era más que la respuesta de la OTAN a Moscú, que en época de Brézhnev había anunciado el despliegue de misiles SS-20 con ojiva nuclear apuntando directamente al corazón de Europa.
Fue en ese contexto de Guerra Fría en el que González, en contra de la mayoría de los partidos de izquierda europeos, de buena parte de la opinión pública (las manifestaciones pacifistas empezaron a tomar carta de naturaleza) y del propio ministro de Exteriores, Fernando Morán,
asumió un enorme coste político. El PSOE, que había coqueteado con la
salida de la OTAN, respaldaba, por el contrario, la idea de sembrar Alemania y otros países aliados de cabezas nucleares.
Ahí empezó el idilio entre González (41 años) y Kohl (53 años), que fue correspondido pocos años más tarde con el resuelto apoyo de Alemania a la adhesión de España a la UE. Tras la caída del muro, González volvió a echar una mano a su amigo Helmut y España fue uno de los países que más fervientemente apoyaron la reunificación, que levantaba suspicacias en numerosas cancillerías europeas por el nuevo tamaño de Alemania. A cambio, Berlín fue generosa con los fondos de cohesión.
Ni Pedro Sánchez ni Angela Merkel están hoy en condiciones de repetir esa alianza estratégica.
En primer lugar, porque la canciller alemana es hoy un ‘pato cojo’, aunque las elecciones se hayan celebrado hace pocos meses, que se mueve a merced de sus socios de gobierno, lo que explica sus bandazos en política migratoria. En particular, la CSU bávara, cuyo líder, el correoso Horst Seehofer, tiene unas elecciones clave a mediados de octubre en las que compite directamente con los ultraderechistas de la Alianza para Alemania (AfD), con la inmigración como asunto central.
Y, en segundo lugar, porque Sánchez, con 84 diputados, no tiene la fuerza política de Felipe González (202 diputados) para doblegar la presión de la opinión pública a su antojo y la voluntad de su propio partido, cuya política migratoria es opuesta a la de los socios bávaros de la canciller.
Es por eso por lo que Merkel busca aliados en Europa para frenar el desgaste de su partido, y España, en este sentido, puede jugar un papel relevante. No solo porque el número de refugiados y asilados políticos es marginal respecto de Alemania, sino porque es actualmente la principal puerta de entrada de la inmigración por el sur de Europa.
Algo que explica el interés de Merkel en negociaciones bilaterales para quitarse presión de sus socios bávaros (Seehofer es también ministro del Interior), trasladando migrantes hacia otros países, fundamentalmente España y Grecia. Se trata, en particular, de expulsar a aquellos que solicitaron asilo o refugio en España, pero que hoy cruzan las fronteras europeas sin esperar a una resolución del Gobierno español. El acuerdo de Doñana entre Merkel y Sánchez, de hecho, habilita a expulsar a España en 48 horas a quienes crucen la frontera alemana, aunque en realidad es un gesto más simbólico que real, ya que el número es muy reducido.
El problema es que puede tratarse de un viaje de ida y vuelta. La realidad es que la mayoría de los migrantes que entran en Europa utilizan la península Ibérica como un paso intermedio, ya que su objetivo son los países del norte. En unos casos por razones lingüísticas y en otros para acogerse a un Estado de bienestar más generoso y en el que la posibilidad de encontrar un empleo es mayor. Además de motivos familiares.
Esto ocurre mientras Schengen sigue existiendo formalmente, pero en la práctica cada vez las fronteras son menos porosas. Como le ha recordado estos días la prensa alemana a Merkel, la policía francesa ha reforzado los controles en frontera para evitar que quienes cruzan el Estrecho —lo que Sánchez y Merkel denominan movimientos secundarios— continúen su camino hacia el norte, argumentando que el Reglamento de Dublín obliga al Estado que ha recibido la primera solicitud a acoger al refugiado. De ahí que estén siendo expulsados en frontera muchos inmigrantes por razones políticas, lo que ya ha producido algunos enfrentamientos entre Francia e Italia.
Esta realidad choca, evidentemente, con lo que dice Sánchez en público respecto de su política migratoria. Entre otras cosas, porque intentar conjugar la posición de su principal aliado en el Congreso —Unidos Podemos— con la de Merkel (presionada por sus propios socios) es algo más que improbable.
No en vano, el asunto de la política migratoria es tan transversal que incluso en Suecia —un país que ha convertido históricamente el asilo es una garantía del Estado de bienestar— el partido socialdemócrata está sufriendo un enorme desgaste. Recientes encuestas sostienen que cuatro de cada cinco electores socialdemócratas son favorables a un endurecimiento de las leyes migratorias, algo que, por cierto, se ha venido haciendo desde 2016 con un Gobierno de coalición rojiverde. Desde entonces, el número de refugiados ha caído drásticamente, con el enfado de sus socios ecologistas.
Así las cosas, nada indica —pese a las buenas palabras del encuentro en Doñana— que Merkel y Sánchez —más allá del ‘enfoque común’— puedan tener una misma voz en política migratoria. Entre otras cosas, porque tanto la CDU como el Partido Socialista tienen que lidiar con una oposición que ha puesto sus ojos en la inmigración como materia preferente de confrontación electoral.
Sin duda, en el caso español, por la incapacidad de los partidos para consensuar determinadas políticas que van más allá de los clásicos planteamientos ideológicos izquierda/derecha. Hoy, la inmigración es un asunto global que ningún partido en solitario está en condiciones de encarar. Claro está, salvo que se quiera engañar conscientemente al electorado con soluciones milagrosas que suelen conducir a la melancolía.
La xenofobia y el miedo al inmigrante han sido hasta ahora un monstruo dormido que ningún partido ha querido despertar, lo cual dice mucho en favor del tantas veces denostado sistema político español, que, al menos en este asunto, es una rara excepción. Conviene no perderlo de vista y no agitar viejos fantasmas.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
González, que llevaba pocos meses en el poder y todavía jugaba táctica —y hasta cínicamente— con la idea de salir de la OTAN, se plantó en mayo de aquel año en Bonn para ponerse al lado de Kohl, firme partidario de la llamada doble decisión auspiciada por la alianza atlántica. Por un lado, se permitiría la instalación en suelo alemán de 108 misiles balísticos Pershing II con cabezas nucleares orientados hacia la Unión Soviética y, por otro, se buscaría un acuerdo con Moscú para reducir la proliferación de este tipo de armas.
Fue
en ese contexto de guerra fría en el que González, en contra de la
mayoría de los partidos de izquierda europeos, asumió un gran coste
político
Ahí empezó el idilio entre González (41 años) y Kohl (53 años), que fue correspondido pocos años más tarde con el resuelto apoyo de Alemania a la adhesión de España a la UE. Tras la caída del muro, González volvió a echar una mano a su amigo Helmut y España fue uno de los países que más fervientemente apoyaron la reunificación, que levantaba suspicacias en numerosas cancillerías europeas por el nuevo tamaño de Alemania. A cambio, Berlín fue generosa con los fondos de cohesión.
Ni Pedro Sánchez ni Angela Merkel están hoy en condiciones de repetir esa alianza estratégica.
Socios de gobierno
En primer lugar, porque la canciller alemana es hoy un ‘pato cojo’, aunque las elecciones se hayan celebrado hace pocos meses, que se mueve a merced de sus socios de gobierno, lo que explica sus bandazos en política migratoria. En particular, la CSU bávara, cuyo líder, el correoso Horst Seehofer, tiene unas elecciones clave a mediados de octubre en las que compite directamente con los ultraderechistas de la Alianza para Alemania (AfD), con la inmigración como asunto central.
Y, en segundo lugar, porque Sánchez, con 84 diputados, no tiene la fuerza política de Felipe González (202 diputados) para doblegar la presión de la opinión pública a su antojo y la voluntad de su propio partido, cuya política migratoria es opuesta a la de los socios bávaros de la canciller.
Es por eso por lo que Merkel busca aliados en Europa para frenar el desgaste de su partido, y España, en este sentido, puede jugar un papel relevante. No solo porque el número de refugiados y asilados políticos es marginal respecto de Alemania, sino porque es actualmente la principal puerta de entrada de la inmigración por el sur de Europa.
Algo que explica el interés de Merkel en negociaciones bilaterales para quitarse presión de sus socios bávaros (Seehofer es también ministro del Interior), trasladando migrantes hacia otros países, fundamentalmente España y Grecia. Se trata, en particular, de expulsar a aquellos que solicitaron asilo o refugio en España, pero que hoy cruzan las fronteras europeas sin esperar a una resolución del Gobierno español. El acuerdo de Doñana entre Merkel y Sánchez, de hecho, habilita a expulsar a España en 48 horas a quienes crucen la frontera alemana, aunque en realidad es un gesto más simbólico que real, ya que el número es muy reducido.
Viaje de ida y vuelta
El problema es que puede tratarse de un viaje de ida y vuelta. La realidad es que la mayoría de los migrantes que entran en Europa utilizan la península Ibérica como un paso intermedio, ya que su objetivo son los países del norte. En unos casos por razones lingüísticas y en otros para acogerse a un Estado de bienestar más generoso y en el que la posibilidad de encontrar un empleo es mayor. Además de motivos familiares.
Esto ocurre mientras Schengen sigue existiendo formalmente, pero en la práctica cada vez las fronteras son menos porosas. Como le ha recordado estos días la prensa alemana a Merkel, la policía francesa ha reforzado los controles en frontera para evitar que quienes cruzan el Estrecho —lo que Sánchez y Merkel denominan movimientos secundarios— continúen su camino hacia el norte, argumentando que el Reglamento de Dublín obliga al Estado que ha recibido la primera solicitud a acoger al refugiado. De ahí que estén siendo expulsados en frontera muchos inmigrantes por razones políticas, lo que ya ha producido algunos enfrentamientos entre Francia e Italia.
Esta realidad choca, evidentemente, con lo que dice Sánchez en público respecto de su política migratoria. Entre otras cosas, porque intentar conjugar la posición de su principal aliado en el Congreso —Unidos Podemos— con la de Merkel (presionada por sus propios socios) es algo más que improbable.
No en vano, el asunto de la política migratoria es tan transversal que incluso en Suecia —un país que ha convertido históricamente el asilo es una garantía del Estado de bienestar— el partido socialdemócrata está sufriendo un enorme desgaste. Recientes encuestas sostienen que cuatro de cada cinco electores socialdemócratas son favorables a un endurecimiento de las leyes migratorias, algo que, por cierto, se ha venido haciendo desde 2016 con un Gobierno de coalición rojiverde. Desde entonces, el número de refugiados ha caído drásticamente, con el enfado de sus socios ecologistas.
Nada
indica —pese a las buenas palabras— que Merkel y Sánchez —más allá del
'enfoque común'— puedan tener una misma voz en política migratoria
Así las cosas, nada indica —pese a las buenas palabras del encuentro en Doñana— que Merkel y Sánchez —más allá del ‘enfoque común’— puedan tener una misma voz en política migratoria. Entre otras cosas, porque tanto la CDU como el Partido Socialista tienen que lidiar con una oposición que ha puesto sus ojos en la inmigración como materia preferente de confrontación electoral.
Sin duda, en el caso español, por la incapacidad de los partidos para consensuar determinadas políticas que van más allá de los clásicos planteamientos ideológicos izquierda/derecha. Hoy, la inmigración es un asunto global que ningún partido en solitario está en condiciones de encarar. Claro está, salvo que se quiera engañar conscientemente al electorado con soluciones milagrosas que suelen conducir a la melancolía.
La xenofobia y el miedo al inmigrante han sido hasta ahora un monstruo dormido que ningún partido ha querido despertar, lo cual dice mucho en favor del tantas veces denostado sistema político español, que, al menos en este asunto, es una rara excepción. Conviene no perderlo de vista y no agitar viejos fantasmas.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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