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miércoles, 15 de agosto de 2018

¿QUÉ PASA EN TURQUÍA?

Turquía destina el 20% de su PIB anual solo a honrar la deuda externa. De ahí la fuga a la carrera de los capitales internacionales.


¿Cómo es posible que valor de la moneda de un país miembro de la OTAN y con ochenta millones de habitantes caiga un cuarenta por ciento en apenas medio año? Es posible porque el capital extranjero que estaba financiando el crecimiento ficticio de su economía ha entrado en fase de pánico agudo y ha comenzado a huir en estampida de sus fronteras. No hay otro misterio tras el desplome súbito de la lira. Turquía, aún hoy, está creciendo oficialmente al 7%. Pero tras ese impresionante 7% no hay mucho más que una vulgar burbuja inmobiliaria combinada con enormes inversiones en infraestructuras públicas, ambas mantenidas casi en exclusiva gracias a préstamos en dólares y euros procedentes del exterior. Una genuina bomba de relojería presta a estallar en cuanto los tipos de interés norteamericanos comenzaran a subir tras normalizar la FED su política monetaria al desaparecer al circunstancias extremas provocadas por la Gran Recesión en el interior de Estados Unidos. O sea, lo que está ocurriendo ahora mismo. El capital golondrina yanqui quiere volver a casa, así de simple. Erdogan, y sobre todo a raíz de la represión posterior al golpe fallido de 2016, ha tratado de legitimarse ante la población con una economía dopada a base de tipos de interés artificialmente bajos, tipos que facilitó el dinero del exterior que acudió al país en busca de las rentabilidades financieras que ya no se podían obtener en Europa y América a raíz de la crisis.

Una orgía de crédito que, como suele ser habitual en esos casos, ha acabado desencadenando su propia espiral inflacionaria, otro catalizador del miedo de los prestamistas exteriores, temerosos ahora de no poder recupera el valor de sus desembolsos. Crecer a base de deuda externa, y sobre todo cuando esa deuda externa se emplea en amontonar cubos de cemento entre hileras de ladrillos, es una garantía cierta, como muy bien sabemos los españoles, de ir al desastre a medio plazo. Y eso es lo que le está ocurriendo en Turquía. Solo un dato cuantitativo: la diferencia entre los activos y los pasivos en moneda extranjera que figuran en los balances de las empresas privadas turcas refleja una diferencia a favor de los segundos que sobrepasa los 200.000 millones de euros. Una deuda sideral con vencimiento a corto plazo y que, sospechan muchos, no se va a poder pagar. Piénsese que Turquía destina el 20% de su PIB anual solo a honrar la deuda externa. De ahí la fuga a la carrera de los capitales internacionales. ¿Y qué puede hacer Erdogan ante ese panorama? Bueno, puede rezar a Dios, parece que su primera opción de política económica, puede solicitar una línea de crédito al FMI, y también puede establecer controles a los movimientos de capitales a través de sus fronteras.
La primera de esas medidas no presenta costes significativos, pero las otras dos sí, y muchos. Ponerse en manos del FMI en una salida a la griega supondría eludir el riesgo de una suspensión de pagos, pero a cambio de plegarse a acometer un plan de austeridad draconiano que empujaría a una recesión profunda a Turquía con los costes políticos que siempre conllevan esos ajustes de caballo.

Así, junto a los habituales recortes del gasto social, el FMI impondría una subida hasta las nubes de los tipos de interés locales a fin de contener la hemorragia de las fugas de divisas, subida que conllevaría como contrapartida inmediata la quiebra de multitud de empresas locales hiperendeudadas a los tipos actuales. Un precio que Erdogan no quiere pagar, consciente de que podría costarle incluso el poder. Por eso la reticencia extrema de Ankara a solicitar el auxilio financiero del Fondo. La otra posibilidad a su alcance es establecer el control de capitales, un corralito con turbante. Eso pondría un fin provisional a las salidas, sí, pero también pondría fin a la llegada de nuevos capitales desde el exterior. Y no se sabe qué sería peor, la cura o la enfermedad. Haga lo que haga, mal asunto en cualquier caso. Y en medio, la banca española atrapada con 72.000 millones.


                                                             JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ  Vía LIBERTAD DIGITAL

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