Turquía destina el 20% de su PIB anual solo a honrar la deuda externa.
De ahí la fuga a la carrera de los capitales internacionales.
Una orgía de crédito que, como suele ser habitual en esos casos, ha acabado desencadenando su propia espiral inflacionaria, otro catalizador del miedo de los prestamistas exteriores, temerosos ahora de no poder recupera el valor de sus desembolsos. Crecer a base de deuda externa, y sobre todo cuando esa deuda externa se emplea en amontonar cubos de cemento entre hileras de ladrillos, es una garantía cierta, como muy bien sabemos los españoles, de ir al desastre a medio plazo. Y eso es lo que le está ocurriendo en Turquía. Solo un dato cuantitativo: la diferencia entre los activos y los pasivos en moneda extranjera que figuran en los balances de las empresas privadas turcas refleja una diferencia a favor de los segundos que sobrepasa los 200.000 millones de euros. Una deuda sideral con vencimiento a corto plazo y que, sospechan muchos, no se va a poder pagar. Piénsese que Turquía destina el 20% de su PIB anual solo a honrar la deuda externa. De ahí la fuga a la carrera de los capitales internacionales. ¿Y qué puede hacer Erdogan ante ese panorama? Bueno, puede rezar a Dios, parece que su primera opción de política económica, puede solicitar una línea de crédito al FMI, y también puede establecer controles a los movimientos de capitales a través de sus fronteras.
Así, junto a los habituales recortes del gasto social, el FMI impondría una subida hasta las nubes de los tipos de interés locales a fin de contener la hemorragia de las fugas de divisas, subida que conllevaría como contrapartida inmediata la quiebra de multitud de empresas locales hiperendeudadas a los tipos actuales. Un precio que Erdogan no quiere pagar, consciente de que podría costarle incluso el poder. Por eso la reticencia extrema de Ankara a solicitar el auxilio financiero del Fondo. La otra posibilidad a su alcance es establecer el control de capitales, un corralito con turbante. Eso pondría un fin provisional a las salidas, sí, pero también pondría fin a la llegada de nuevos capitales desde el exterior. Y no se sabe qué sería peor, la cura o la enfermedad. Haga lo que haga, mal asunto en cualquier caso. Y en medio, la banca española atrapada con 72.000 millones.
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ Vía LIBERTAD DIGITAL
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