Cristian Campos
Yo quiero ser un buen catalán equidistante. Uno de esos que, como explica Lluís Bassets este lunes en El País,
"trabajan para unir y preservar Cataluña". Pero necesito instrucciones
inequívocas. He intentando encontrarlas en el mismo artículo de Bassets,
que, entiendo, se incluye a sí mismo en el lote de los prístinos (no tiene pinta el texto de ser una autocrítica). Pero sigo sin aclararme.
Quizá lo que ocurre es que desde aquí abajo resulta
difícil oír las directrices radiadas por ese megáfono moral con el que
los puros de corazón, equidistantes entre la enfermedad nacionalista y su cura democrática,
nos aleccionan a los morlocks del subsuelo que intentamos "dividir y
destruir Cataluña". ¡Vaya por Dios! ¡Y yo que sólo pretendía que se
respetaran mis derechos civiles! ¡Que me dejaran vivir en un espacio
libre de nacionalismo! Voy a tener que deconstruirme para averiguar dónde está el fallo.
El caso es que leyendo el texto de Bassets me he topado con algunas instrucciones aparentemente contradictorias:
"Hay muchas formas de entender Cataluña": A la vista de la composición del Parlamento autonómico catalán, dos y media. La nacionalista, la constitucional y la equidistante. Esta última, en realidad, un tuneo de la primera: una rosa nacionalista de la que se han limado las espinas secesionistas.
"Pero hay dos [formas] especialmente peligrosas por su radicalidad y su afán de ocupar el espacio entero de la vida pública":
Hasta donde yo sé, sólo una de esas "formas de entender Cataluña" se ha
atribuido la representación de todos los catalanes. En el
sobreentendido, por supuesto, de que los catalanes que no encajan o que no se dejan encajar en el arquetipo idealizado de la catalanidad eterna e inmutable defendida por ella no merecen el título de tales.
"Hasta ahora, la virulencia de sus
actitudes solo se había expresado en la forma desagradable pero
finalmente inofensiva de los insultos y los ataques digitales y
mediáticos": Error. Una de esas partes ha expresado esas
"actitudes" por medio de leyes puesto que lleva gobernando la comunidad
cuarenta años. La única diferencia es que desde el 6 y el 7 de
septiembre de 2017 cuenta con resistencia en la calle y en las
instituciones por la aparición de un partido no nacionalista capaz de
ganarle las elecciones a los que se creían propietarios de la región.
"[Gestos] que no ocultan el deseo mórbido de llegar más lejos, como una soterrada y obscena apelación al martirologio cruento":
No conozco a nadie que desee que le partan la cara. Pero es llamativa
la referencia al martirologio. Porque sólo una de las partes aludidas ha
recurrido de forma sistemática al victimismo reiterado y cansino del
"España nos roba", "España no nos entiende", "España no nos merece" y
"España es Turquía". Puestos a buscar martirologio, en definitiva, mejor
buscarlo en esas playas infestadas de cruces o en las periódicas
demostraciones de solidaridad con presuntos delincuentes que fueron
avisados una y otra vez, por amigos y enemigos, de las ilegalidades en
las que estaban incurriendo. Roza la hipocresía, en fin, comparar las
quejas obscenas de quienes han disfrutado durante cuarenta años del
poder ejecutivo, legislativo y mediático en la comunidad catalana con
las protestas, muy recientes, de quienes llevan esos mismos años
callando frente a las imposiciones del régimen nacionalista. Régimen
que, por cierto, ha hecho de "la astucia" para desobedecer
las sentencias judiciales todo un arte.
"Los resentimientos desbocados, los
odios acumulados y los desprecios exhibidos, sentimientos en los que las
dos tribus se hermanan": Hombre, hombre. "Hermanados", dice.
Digamos que el asco que siente el cacique por sus súbditos, esos "bichos
con baches", no es del mismo calibre ni de la misma catadura moral que
el cabreo que puedan albergar esos súbditos contra su cacique. Como dice
Cayetana Álvarez de Toledo aquí: "El asco es mucho peor que el cabreo. El cabreo tiene remedio y hasta vuelta atrás. El asco no admite negociación".
"Trabajan ambas por un objetivo
idéntico: quieren aniquilar al adversario, rechazan cualquier
transacción, la idea de un empate y no digamos ya la aceptación de la
propia derrota": La idea de un empate entre el delito y la ley
en un Estado democrático de la UE es obscena y debería repugnar a
cualquiera que se considere demócrata. Y sí: el aniquilamiento
democrático del supremacismo es, no sólo higiénico, sino imperativo.
"Solo hay una cosa que no podemos
hacer, que no debemos hacer, si queremos evitar esta demencial escalada:
añadirnos ni que sea ocasionalmente a uno de los dos bandos que ahora
andan buscándose por las esquinas del país": Esto lo ha
respondido mucho mejor que yo Irene González. El equidistante no es
imparcial: es un bando beligerante más que aspira a perpetuar su
privilegiada posición de superioridad moral declamando constantes
peticiones de diálogo y negociación que, siempre, de forma indefectible,
como una maldición gitana, culmina con cesiones en el sentido deseado
por el nacionalismo. ¿Por qué el referéndum de independencia,
radicalmente inconstitucional, debería ser "negociable" y la libre
elección de idioma en la escuela, el retorno de competencias al Estado o
la transformación de la provincia de Barcelona en una comunidad
autónoma más (como la de Madrid) son tabú a pesar de ser plenamente
constitucionales? La negociación que sólo avanza en un sentido no es
negociación: es chantaje.
"No serán los lazos amarillos los que
darán la libertad a los políticos presos. Ni su censura será la que los
mantendrá encarcelados": Es una afirmación banal.
Probablemente, sólo los que cuelgan lazos piensan que su fetichismo
ideológico tendrá la más mínima influencia en la Justicia. En cuanto a
los otros aludidos, no "censuran" nada. Limpian el espacio público de
signos partidistas en defensa de, lo repito, presuntos delincuentes
acusados por la Justicia de graves delitos. En concreto, el segundo
golpe de Estado sufrido por la democracia española en sus 40 años de
historia. No es moco de pavo. La libertad de los presos, en fin,
la "dará" su absolución o el cumplimiento de su condena. Cualquier otra
opción, incluida la del indulto, debería repeler a un demócrata.
"Si los queremos en casa pronto, tan pronto como sea posible, tendremos que dejar atrás la guerra de los lazos":
Yo no los quiero "en casa". Los quiero en la cárcel. Si son
considerados culpables, por supuesto. ¿No es tomar partido "querer en
casa" a presuntos golpistas y malversadores de fondos públicos?
"La oposición
irreductible que separará cada vez más a los catalanes será (…) entre
los que quieren dividir y destruir Cataluña y los que quieren unirla y
preservarla": Qué paradoja. Querer unir y preservar Cataluña es
un objetivo político legítimo, y no sólo legítimo, sino también
elevado, pero los que quieren unir y preservar España son arrinconados,
por radicales, en una esquina del tablero democrático por Bassets. En
cualquier caso, este tipo de afirmaciones son, nuevamente, banales.
Porque ya me explicará el autor cómo pretende "unir y preservar"
Cataluña cuando la mitad de sus ciudadanos, es decir la mitad
nacionalista, considerable irrenunciable el desunirla para así poder
preservar sólo la mitad de su cultura, de sus costumbres, de sus idiomas
y hasta de sus ciudadanos. Ya explicará Bassets, en fin, cómo pretende
convencer a ese 47% de catalanes que han decidido que los cuarenta años
de convivencia entre nacionalistas y no nacionalistas se han acabado
aquí, en este preciso instante histórico, porque ha llegado la hora de
apoderarse de lo que, de forma legítima, le pertenece a todos los
españoles.
Conocida la alternativa, en fin, creo que prefiero seguir siendo un mal catalán.
CRISTIAN CAMPOS Vía EL ESPAÑOL
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