Varios inmigrantes siendo rescatados para ser llevados abordo del barco de rescate Aquarius.
Tere García
En verano de 2008, un cayuco
con cinco cadáveres y dos hombres vivos llegó a las Islas Canarias
desde el África Subsahariana. Los dos sobrevivientes, interceptados por
una lancha de la policía, formaban parte de los 13.000 náufragos ilegales
que ese año intentaron pisar territorio español. Ellos entraron vivos
en las estadísticas. Cerca de 7.000 no lo consiguió. Una década después,
18.016 personas alcanzaron las costas españolas a través del Mediterráneo. De esas, según Acnur,
1.500 han muerto o desaparecido. En 2017, uno de cada 43 murió en cada
una de estas travesías. Hoy, una de cada 17 personas no consigue
sobrevivir. En el mar, la muerte se triplica. Se vuelve matemática.
En 2017, uno de cada 43 murió en cada una de estas travesías. Hoy, una de cada 17 personas no consigue sobrevivir. En el mar, la muerte se triplica. Se vuelve matemática.
De los dos hombres que desembarcaron vivos en España ese
año, 2008, uno conmocionó a los medios, que reprodujeron sus palabras
como si del eco de un túnel se tratara. Tenía los ojos negros y la piel
brillante. Los dientes blancos y la mirada desenchufada. Parecía alguien
que llega del infierno como si se tratase de un lugar normal. A la
espera de su repatriación, aquel estropeado marinero, aquel Ulises
pinchado en su barca de hule, dijo haber cumplido, al fin, su sueño. No
sólo había llegado a España, sino que lo había hecho vistiendo una
camiseta del FC Barcelona. Pronunció sus
palabras como quien está en trance: mirando hacia ninguna parte y
vistiendo los jirones de algo que en algún momento fue una sudadera de
rayas azules y granate. El hombre de ojos sin corriente llevaba puesta
la camiseta con el dorsal 10, el número del delantero derecho argentino Lionel Messi,
quien también había cruzado una extensa mancha de agua para llegar a
España, de otra forma, pero la había cruzado diez años antes, en 1998, y
no precisamente en una barca de hule. La ironía, pues, en un nudo
marinero.
Alguien que llega del infierno como si se tratase de un lugar normal. Estropeados marineros que recitan un pregón, como náufragos convertidos en atracción de feria
Año tras año, África expulsa a los suyos en un viaje de más de 1.500 kilómetros y cinco días desde Mauritania hasta las Islas Canarias, la ruta más transitada en la que fue denominada en 2009 como la Gran Crisis de los Cayucos.
Los itinerarios se han multiplicado y con ellos la complejidad de la
situación. Este año, 50.000 personas llegaron a España desde Marruecos.
Los números ponen de manifiesto cómo el aceite de la desesperación engrasa
la maquinaria de las mafias y hace saltar los tornillos de una Europa
que se mueve de forma desigual. El ritmo desacompasado de las cosas que
ocurren de manera equivocada. El anuncio de la reposición de la sanidad
universal y la retirada de las concertinas en las vallas de la frontera
sur de Europa echa más gasolina a un infierno que arde por sí solo. Una
combustión a la que contribuyen, por igual, el ministro de Interior
Italiano, Matteo Salvini, el voluntarismo de cera de Macron, la ansiedad demoscópica de Pedro Sánchez y.
cómo no, los pregones en los que los ayuntamientos transforman a los
náufragos en atracción de feria. Sí, lector, el sindicato y los manteros
de Lavapiés, esos.
A ellos los empuja la desesperación y a quienes los reciben el miedo. El desenlace de estos tripulantes, lo decide el mar, la suerte o la muerte
Cinco países europeos se han visto obligados, contrarreloj y por los pelos, a intervenir en la segunda crisis del Aquarius.
Los 141 emigrantes rescatados, ya en Malta tras 5 días de espera,
tendrán que ser repartidos entre España, Francia, Alemania, Portugal y
Luxemburgo. En el más de un centenar de rescatados por el barco
gestionado por las ONG Médicos Sin Fronteras (MSF) y SOS Mediterranée,
se hallan dos mujeres embarazadas y 73 menores. Algo descarrilla en
este naufragio. Una corriente oscura, esa empuja el viaje desde una
muerte hacia otra y, si hay suerte, hasta la orilla de una amarga
guerra: aquella que tendrán que librar quienes huyen del infierno que
supone habitar un Estado fallido. Ulises, ya ve lector, ha tenido la peor de las reescrituras.
El Mediterráneo libra aún su guerra perpetua. Ulises, a bordo de su balsa de hule. El Ulises al que algunos arrojan monedas, a cambio de repetir todo aquello que pueda venderse en una manta
Las barcas que naufragan en el Mediterráneo, de unos 25 o
30 metros de largo, suelen alojar en su interior a grupos que oscilan
entre cien y ciento treinta personas. Campesinos, cabreros, mecánicos,
pescadores, universitarios. Las mafias que comercian con la inmigración
ilegal amasan un negocio multimillonario de la tragedia. Pagar 2.300 euros por morir ahogado
o, en el mejor de los casos, acabar defendiendo el derecho a entrar en
un lugar arrojando cal viva o dejándose la piel en una alambrada. A
ellos los empuja la desesperación y a quienes los reciben el miedo. Y si
el desenlace de estos tripulantes lo decide el mar, la suerte o la
muerte, el de la Unión Europea se resuelve en la quemadura: la patata
caliente de esa sepultura que algunos hombres y mujeres estrenan
amortajados por la desesperación. El Mediterráneo libra
aún su guerra perpetua. Ulises, a bordo de su balsa de hule.El Ulises
al que algunos arrojan monedas, a cambio de repetir todo aquello que
pueda venderse en una manta: desde una camiseta de fútbol hasta la denuncia contra la especulación inmobiliaria. Un naufragio, en toda regla.
KARINA SAINZ BORGO Vía VOZ PÓPULI
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