La coordinación entre las diferentes policías del Estado fue una demanda recurrente antes y después de los atentados de Barcelona y Cambrils, y con razón. Frente a una amenaza que es global, la respuesta más eficaz es siempre la más integrada. Por eso se creó en 2014 el Centro de Inteligencia contra el Terrorismo y el Crimen Organizado (CITCO), con el fin de coordinar la información y el trabajo de CNI, Policía y Guardia Civil, realizar análisis para la prevención del terrorismo y evitar duplicidades mediante el uso del sistema informático SICOA. En julio de 2017, la Generalitat firmó con el Gobierno central el protocolo de integración, pero jamás cumplió las condiciones para una participación efectiva, empezando por la adopción de la citada base de datos. Después vinieron los atentados, y después el golpe a la legalidad de septiembre y octubre. Parece obvio que los mandos políticos de los Mossos, conscientes del acelerón en la ruta de la desconexión que tenían planeado, prefirieron no estrechar más lazos operativos con el resto del Estado aun tratándose de una materia tan sensible como la seguridad de todos los catalanes. Un ejemplo más, aunque especialmente grave, de la deslealtad que ha presidido las relaciones del nacionalismo dirigente en Cataluña con el Estado al que pertenecen.
Se da la circunstancia de que la policía autonómica vasca firmó ese verano el mismo protocolo en la Junta de Seguridad, y un mes después ya había adaptado su sistema informático a las especificidades requeridas por Interior. Desde el Ministerio aseguran que no es por falta de voluntad política y los Mossos se escudan en dificultades técnicas; dificultades poco creíbles teniendo en cuenta que a la Ertzaintza le llevó un mes subsanarlas. Más bien parece que una Generalitat volcada en la insurrección ni estaba ni está dispuesta a aplicar un protocolo por el que los firmantes se comprometen al volcado de sus datos y asumen que la coordinación del CITCO dependa de la Secretaría de Estado de Seguridad.
Que los dirigentes separatistas estén dispuestos a perder eficacia en la lucha antiterrorista con tal de sentirse más independientes del Gobierno de España es triste, pero no sorprende. No puede sorprender en una Administración capaz de politizar un acto de repulsa al yihadismo y convertirlo en una ocasión para el escrache al jefe del Estado. Tampoco sorprende, dada la estrategia de apaciguamiento de Sánchez, que Grande-Marlaska haya ofrecido a Torra la presidencia de la próxima Junta de Seguridad en Barcelona, ni que el ministro del Interior acepte tratar unas supuestas agresiones de policías a independentistas. Pero lo más triste sería que ese encuentro, precedido por tan concesivos gestos de distensión, no sirviera para que el Gobierno lograra de la Generalitat el regreso a la senda de la coordinación policial y la protección a los catalanes amedrentados por el uso político de los Mossos.
EDITORIAL de EL MUNDO
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