Es posible que la invitación a Merkel para pasar este fin de semana en Doñana responda al intento de recrear esa gran pareja de baile que formaron González y Kohl allá por 1982
El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, estrecha la mano a la canciller alemana, Angela Merkel. (EFE)
Fue Felipe González quien convirtió Doñana en una especie de oficioso Camp David español. Al tomar la costumbre, desde 1986, de instalarse regularmente allí durante sus vacaciones presidenciales,
dio satisfacción a su inclinación personal y, de paso, resolvió un
problema que durante sus primeros años en el cargo fue pasto de todo
tipo de enredos y polémicas veraniegas. De hecho, sus sucesores
mantuvieron más o menos la tradición, aunque no con tanta afición.
Como los presidentes norteamericanos, González también usó intensamente Doñana para hacer política exterior. Nada como invitar a un mandatario extranjero a un paraíso como ese, en jornadas a medio camino entre el ocio y el trabajo, para alimentar la confianza y engrasar la relación personal. En tiempos de González, recalaron por allí gentes como Mitterrand, Gorbachov y Helmut Kohl, y Aznar hizo los honores a su amigo Toni Blair.
Gran pareja de baile la que formaron González y Kohl. Pertenecían a generaciones y a ideologías distintas, a dos países con escasos puntos de contacto cuando ambos llegaron al poder (1982), y necesitaban intérpretes para conversar. Pero formaron una sociedad política que durante 14 años funcionó como un reloj y se convirtió, con el obligado concurso de Francia, en el motor de la Unión Europea. Fue la primera vez que el eje Berlín-París encontró su tercera pata en Madrid.
Se hicieron mutuamente grandes favores políticos. Gracias a su complicidad con Kohl, González adquirió en la mesa europea, a la que España estaba recién llegada, un protagonismo muy superior al peso real de nuestro país. El respaldo alemán fue decisivo para despejar el ingreso de España en el club, como luego lo fue en el peliagudo referéndum de la OTAN de 1986.
Por su parte, González respaldó a Alemania en la crisis de los misiles de 1983, y, sobre todo, fue el único que apoyó desde el principio, a fondo y sin reservas, la reunificación alemana, la gran obra política de Kohl, que a muchos en Europa les puso los pelos de punta. Hicieron causa común para sacar adelante el Tratado de Maastricht, que asentó los fundamentos de la actual Unión Europea, así como en el diseño del euro. Todo ello, sobre la base de una misma visión de Europa y de una sólida amistad personal.
Obviamente, sería absurdo trasladar mecánicamente aquello al momento actual. Ni los personajes son comparables ni lo son sus situaciones domésticas. Sánchez preside un Gobierno accidental prendido con alfileres hasta que las urnas establezcan un nuevo marco político, y Merkel apura su último periodo como canciller en situación de máxima debilidad. Pedro es un recién llegado al poder, tratando de ganarse un segundo contrato (que en realidad sería el primero, porque esta extraña precuela no deja de ser un ejercicio de meritoriaje) y Angela está ya casi de despedida. Por otra parte, el proyecto europeo, que entonces vivía momentos de esplendor, ahora es un edificio que anuncia ruina.
Pero es posible que la invitación a Merkel para pasar este fin de semana en Doñana responda al intento de recrear aquel espíritu. Construir, desde la diferencia generacional e ideológica, una sociedad política cimentada sobre la confianza personal. Lejos quedarán, por supuesto, las feroces diatribas del noesnoísta Sánchez contra la austericida Merkel, azote de los pueblos mártires de Europa, y su sicario en España, Rajoy. Hoy, Sánchez necesita recoger la herencia de la buena relación política de su antecesor con la canciller alemana, añadiéndole un toque de flechazo.
Desde el primer minuto en que sentó sus posaderas en Moncloa, Sánchez ha desplegado un aparatoso montaje ritual consistente en exhibir ostentosamente todos los atributos del poder, sin escatimar en gestos ornamentales, incluso asumiendo un cierto coste, como el uso de aviones oficiales —militares, por supuesto— para irse de concierto. Como se complacieron en transmitir sus voceros, el presidente es presidente durante todos los minutos del día (él, más que ninguno).
Así que este año, nada de Mojácar. A comer a Marivent con la señora, no como el sieso de Rajoy. Las vacaciones en Doñana, como Felipe y como Aznar. Y recibimiento por todo lo alto a la jefa de Europa, acompañado de un álbum completo de miradas cómplices y gestos de reconocimiento recíproco y de mutua simpatía y admiración. La discreción es un estorbo en ocasiones como esta.
En el terreno político propiamente dicho, es cierto que este Gobierno, que está impedido para hacer apenas nada sustantivo en el frente interno (con una minoría cósmica, unos compañeros de viaje impracticables como socios de gobierno, una oposición inclemente y un horizonte temporal restringido), tiene sin embargo una oportunidad magnífica para hacerse valer en el escenario europeo.
Reino Unido está largándose, Italia ha caído en manos de los eurófobos y los países del Este, en plena erupción nacionalista, se llevan cada vez peor con el proyecto común y con la democracia misma. La América de Trump y la Rusia de Putin comparten, además de feos secretos mal guardados, la determinación de destruir a la Unión Europea. Todo el peso del tambaleante edificio recae sobre Francia y Alemania, que, además, padecen también en su interior el virus del nacionalpopulismo.
En esas condiciones, el papel de España es trascendental y valiosísimo. Un país de primera fila que mantiene un alto grado de consenso sobre Europa y, por el momento, libre de la infección xenófoba (salvo que Casado disponga lo contrario). Un Gobierno vital para poner en pie una estrategia razonable sobre el problema de la inmigración. Una economía relativamente saneada tras haber estado en el fondo del pozo de la crisis.
Sánchez tiene la ocasión de hacer en Europa la gran política que, hoy por hoy, no puede hacer en España. Además, se da la circunstancia excepcional de que en este punto coinciden sus convicciones y su conveniencia, sus estrategias de 'marketing' y el interés del país.
Así que está muy bien lo de Doñana con Merkel, aunque quizá resulte un poco empalagoso (como todo lo que sale de esa factoría). El siguiente en pasar por ahí, ya lo verán, será Macron. Que disfruten de la naturaleza, que se hagan miles de fotos de amigos para siempre, que hablen de todo lo que tengan que hablar (ellos no necesitan intérprete, albricias) y, en el caso de Sánchez, que se asegure de que no decaiga la labor de protección del lince ibérico.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
Como los presidentes norteamericanos, González también usó intensamente Doñana para hacer política exterior. Nada como invitar a un mandatario extranjero a un paraíso como ese, en jornadas a medio camino entre el ocio y el trabajo, para alimentar la confianza y engrasar la relación personal. En tiempos de González, recalaron por allí gentes como Mitterrand, Gorbachov y Helmut Kohl, y Aznar hizo los honores a su amigo Toni Blair.
El Palacio de las Marismillas y sus 10.280 hectáreas, el paraíso estival de Pedro Sánchez
Gran pareja de baile la que formaron González y Kohl. Pertenecían a generaciones y a ideologías distintas, a dos países con escasos puntos de contacto cuando ambos llegaron al poder (1982), y necesitaban intérpretes para conversar. Pero formaron una sociedad política que durante 14 años funcionó como un reloj y se convirtió, con el obligado concurso de Francia, en el motor de la Unión Europea. Fue la primera vez que el eje Berlín-París encontró su tercera pata en Madrid.
Se hicieron mutuamente grandes favores políticos. Gracias a su complicidad con Kohl, González adquirió en la mesa europea, a la que España estaba recién llegada, un protagonismo muy superior al peso real de nuestro país. El respaldo alemán fue decisivo para despejar el ingreso de España en el club, como luego lo fue en el peliagudo referéndum de la OTAN de 1986.
Por su parte, González respaldó a Alemania en la crisis de los misiles de 1983, y, sobre todo, fue el único que apoyó desde el principio, a fondo y sin reservas, la reunificación alemana, la gran obra política de Kohl, que a muchos en Europa les puso los pelos de punta. Hicieron causa común para sacar adelante el Tratado de Maastricht, que asentó los fundamentos de la actual Unión Europea, así como en el diseño del euro. Todo ello, sobre la base de una misma visión de Europa y de una sólida amistad personal.
Gracias
a su complicidad, González logró en la mesa europea, donde España
acababa de llegar, un protagonismo superior al peso real de nuestro país
Obviamente, sería absurdo trasladar mecánicamente aquello al momento actual. Ni los personajes son comparables ni lo son sus situaciones domésticas. Sánchez preside un Gobierno accidental prendido con alfileres hasta que las urnas establezcan un nuevo marco político, y Merkel apura su último periodo como canciller en situación de máxima debilidad. Pedro es un recién llegado al poder, tratando de ganarse un segundo contrato (que en realidad sería el primero, porque esta extraña precuela no deja de ser un ejercicio de meritoriaje) y Angela está ya casi de despedida. Por otra parte, el proyecto europeo, que entonces vivía momentos de esplendor, ahora es un edificio que anuncia ruina.
Pero es posible que la invitación a Merkel para pasar este fin de semana en Doñana responda al intento de recrear aquel espíritu. Construir, desde la diferencia generacional e ideológica, una sociedad política cimentada sobre la confianza personal. Lejos quedarán, por supuesto, las feroces diatribas del noesnoísta Sánchez contra la austericida Merkel, azote de los pueblos mártires de Europa, y su sicario en España, Rajoy. Hoy, Sánchez necesita recoger la herencia de la buena relación política de su antecesor con la canciller alemana, añadiéndole un toque de flechazo.
La iniciativa tiene sentido tanto en el terreno del 'marketing' como en el del margen de actuación política real —no solo aparencial— de este Gobierno.
Desde el primer minuto en que sentó sus posaderas en Moncloa, Sánchez ha desplegado un aparatoso montaje ritual consistente en exhibir ostentosamente todos los atributos del poder, sin escatimar en gestos ornamentales, incluso asumiendo un cierto coste, como el uso de aviones oficiales —militares, por supuesto— para irse de concierto. Como se complacieron en transmitir sus voceros, el presidente es presidente durante todos los minutos del día (él, más que ninguno).
Así que este año, nada de Mojácar. A comer a Marivent con la señora, no como el sieso de Rajoy. Las vacaciones en Doñana, como Felipe y como Aznar. Y recibimiento por todo lo alto a la jefa de Europa, acompañado de un álbum completo de miradas cómplices y gestos de reconocimiento recíproco y de mutua simpatía y admiración. La discreción es un estorbo en ocasiones como esta.
Desde
el minuto en que sentó sus posaderas en Moncloa, desplegó un montaje
ritual para exhibir ostentosamente todos los atributos del poder
En el terreno político propiamente dicho, es cierto que este Gobierno, que está impedido para hacer apenas nada sustantivo en el frente interno (con una minoría cósmica, unos compañeros de viaje impracticables como socios de gobierno, una oposición inclemente y un horizonte temporal restringido), tiene sin embargo una oportunidad magnífica para hacerse valer en el escenario europeo.
Reino Unido está largándose, Italia ha caído en manos de los eurófobos y los países del Este, en plena erupción nacionalista, se llevan cada vez peor con el proyecto común y con la democracia misma. La América de Trump y la Rusia de Putin comparten, además de feos secretos mal guardados, la determinación de destruir a la Unión Europea. Todo el peso del tambaleante edificio recae sobre Francia y Alemania, que, además, padecen también en su interior el virus del nacionalpopulismo.
En esas condiciones, el papel de España es trascendental y valiosísimo. Un país de primera fila que mantiene un alto grado de consenso sobre Europa y, por el momento, libre de la infección xenófoba (salvo que Casado disponga lo contrario). Un Gobierno vital para poner en pie una estrategia razonable sobre el problema de la inmigración. Una economía relativamente saneada tras haber estado en el fondo del pozo de la crisis.
El pecado original del Gobierno Sánchez: redención o castigo eterno
Sánchez tiene la ocasión de hacer en Europa la gran política que, hoy por hoy, no puede hacer en España. Además, se da la circunstancia excepcional de que en este punto coinciden sus convicciones y su conveniencia, sus estrategias de 'marketing' y el interés del país.
Así que está muy bien lo de Doñana con Merkel, aunque quizá resulte un poco empalagoso (como todo lo que sale de esa factoría). El siguiente en pasar por ahí, ya lo verán, será Macron. Que disfruten de la naturaleza, que se hagan miles de fotos de amigos para siempre, que hablen de todo lo que tengan que hablar (ellos no necesitan intérprete, albricias) y, en el caso de Sánchez, que se asegure de que no decaiga la labor de protección del lince ibérico.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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