Sánchez se entretiene y nos distrae con los huesos del general Franco, a ver si así le achica el espacio electoral a Iglesias
Isabel San Sebastián
No se
puede gobernar el país con un cuarto de los diputados del Congreso y el
apoyo condicionado de partidos cuya única razón de ser es destruir lo
que uno gobierna. No solo es una pretensión vana, cargada de arrogancia
irresponsable, sino que constituye una deslealtad flagrante a todo
aquello que uno juró servir al tomar posesión del cargo. Pedro Sánchez
ha tenido tiempo suficiente para comprobar hasta qué punto es rehén de
fuerzas incontrolables empeñadas en llevar a España a un punto de no
retorno. Ha constatado la voluntad inequívoca de confrontación
proclamada por el separatismo catalán desde lo más alto de las
instituciones autonómicas, con ese «vamos a atacar a este Estado español
injusto» tronado por Torra en tono amenazador aprovechando cual
carroñero el aniversario de un atentado islamista. Conoce el precio que
han fijado los populistas para respaldar el techo de gasto y es
consciente de que pagarlo supondría sentar las bases de una nueva
recesión, que asoma ya su rostro oscuro en forma de previsión de
crecimiento inferior al tres por ciento vigente desde 2015. También se
ha asegurado una jugosa pensión vitalicia y un estatus de ex presidente
que elevará hasta las seis cifras su caché de conferenciante. ¿A qué
espera el ambicioso líder socialista para convocar elecciones? A
recuperar los votos que se fueron a Podemos. Y mientras llegan o no
llegan, se entretiene y nos distrae con los huesos del general Franco, a
ver si así consigue achicar el espacio electoral a Iglesias.
Incluso podría vencer ¿quién sabe? Eso aseguraba la última encuesta del CIS. Si lo publicado respondía a la verdad demoscópica y no a la cocina de Tezanos, el Partido Socialista tendría ante sí un horizonte triunfante que debería servir de acicate a Sánchez para aceptar la prueba de las papeletas. Porque, de momento, no deja de ser un perdedor aupado hasta La Moncloa por una carambola llamada moción de censura, que liquidó a su adversario a traición y le rescató a él de su derrota. Cualquier político que se respetase a sí mismo y respetara el sentido de la palabra «democracia» se sometería de inmediato al escrutinio de la ciudadanía, como único mecanismo legitimador de su posición. Él mismo aseguró en su día que lo haría. Después le pudo ese síndrome agudo que ataca a cuantos inquilinos ha tenido la residencia presidencial, en este caso nada más traspasar la puerta. Demostró que no tiene palabra, ni coraje, ni vergüenza. Por eso no se atreve a darnos voz. Le asusta el veredicto que podamos dictar los auténticos propietarios de la soberanía cuya titularidad cuestionan sus aliados, obviamente interesados en mantener en el Gobierno a un jefe del Ejecutivo débil, maniatado por su minoría absoluta y sujeto a su letal tutela. Él asume ese papel de títere. Su conveniencia personal prevalece sobre la de la nación a la que le ataría el honor, en caso de que lo tuviera. Le ha cogido gusto a veranear en Doñana y hará lo que sea menester para repetir la experiencia.
España pide a gritos ser oída, porque lo que votó no se acerca siquiera a lo que está padeciendo, por mucho que sea legal. En nuestro sistema de representación cabe un sindiós como el actual, lo cual no hace sino subrayar la necesidad perentoria de modificar la ley electoral con el fin de privar de una vez a los separatistas de su actual poder decisorio. La Presidencia de Sánchez es válida, sí, pero es tan indigna como inmerecida. Queremos y exigimos ser llamados a las urnas.
ISABEL SAN SEBASTIÁN Vía ABC
Incluso podría vencer ¿quién sabe? Eso aseguraba la última encuesta del CIS. Si lo publicado respondía a la verdad demoscópica y no a la cocina de Tezanos, el Partido Socialista tendría ante sí un horizonte triunfante que debería servir de acicate a Sánchez para aceptar la prueba de las papeletas. Porque, de momento, no deja de ser un perdedor aupado hasta La Moncloa por una carambola llamada moción de censura, que liquidó a su adversario a traición y le rescató a él de su derrota. Cualquier político que se respetase a sí mismo y respetara el sentido de la palabra «democracia» se sometería de inmediato al escrutinio de la ciudadanía, como único mecanismo legitimador de su posición. Él mismo aseguró en su día que lo haría. Después le pudo ese síndrome agudo que ataca a cuantos inquilinos ha tenido la residencia presidencial, en este caso nada más traspasar la puerta. Demostró que no tiene palabra, ni coraje, ni vergüenza. Por eso no se atreve a darnos voz. Le asusta el veredicto que podamos dictar los auténticos propietarios de la soberanía cuya titularidad cuestionan sus aliados, obviamente interesados en mantener en el Gobierno a un jefe del Ejecutivo débil, maniatado por su minoría absoluta y sujeto a su letal tutela. Él asume ese papel de títere. Su conveniencia personal prevalece sobre la de la nación a la que le ataría el honor, en caso de que lo tuviera. Le ha cogido gusto a veranear en Doñana y hará lo que sea menester para repetir la experiencia.
España pide a gritos ser oída, porque lo que votó no se acerca siquiera a lo que está padeciendo, por mucho que sea legal. En nuestro sistema de representación cabe un sindiós como el actual, lo cual no hace sino subrayar la necesidad perentoria de modificar la ley electoral con el fin de privar de una vez a los separatistas de su actual poder decisorio. La Presidencia de Sánchez es válida, sí, pero es tan indigna como inmerecida. Queremos y exigimos ser llamados a las urnas.
ISABEL SAN SEBASTIÁN Vía ABC
No hay comentarios:
Publicar un comentario