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miércoles, 15 de agosto de 2018

¿Falacias, conspiraciones o libertad de expresión? ¿Y si la verdad ya no importa?

Las redes sociales permiten la difusión de mentiras y teorías conspiranoicas, pero ¿es lícito censurar una falacia?


Alex Jones en un momento de su programa. (Infowars.com)


Alex Jones, fundador de la web 'Infowars' y del programa de radio estadounidense que lleva su nombre, ha sostenido toda clase de teorías de la conspiración. La última de ellas, y una de las más sonadas, ha tenido como consecuencia la denuncia por difamación a los padres de un niño asesinado en la matanza de la escuela Sandy Hook, en Connecticut. Allí, en 2012, un chico de 20 años, tras matar a su madre, asesinó a veinte niños y seis adultos y luego se suicidó. Jones sostiene que la matanza fue un montaje organizado por partidarios del control de armas, apoyados por el gobierno de Obama, y defiende ante el tribunal que los padres de este niño deben pagarle 100.000 dólares por haberle acusado de mentir. Dice que el suyo es simplemente un caso de libertad de expresión, que él solo manifiesta opiniones, y que eso no puede penalizarse. Tras este último caso, la semana pasada Apple, Facebook, Youtube y Spotify decidieron expulsar a Jones de sus plataformas, para no contribuir a la difusión de esta y otras teorías conspirativas (como, por ejemplo, que el Gobierno estadounidense organizó el ataque del 11S contra las Torres Gemelas).


Alex Jones
Alex Jones

Por supuesto, esta medida ha reforzado el mensaje de Jones: que las grandes empresas tecnológicas (muchas veces consideradas, con razón, de orientación progresista) han declarado "una guerra contra América" y que su lucha es solo una cuestión de “derechos civiles”, de la defensa de la libertad de expresión frente a los abusos de los gobiernos (no tanto el de Trump como el de Obama) y de las conspiraciones izquierdistas.

El Facebook primigenio nació, en realidad, para comparar fotos de chicas y puntuar cuáles estaban más buenas

Casi desde su nacimiento, las redes sociales han defendido que no son medios de comunicación, sino plataformas neutrales en las que el contenido era responsabilidad de los usuarios. Este argumento servía a varios propósitos. El más evidente, al menos en un principio, era no tener que pagar por los contenidos, además de defenderse legalmente si alguno era delictivo por razones de odio o de difamación, y también evitar acusaciones de violación de derechos de autor. Sin embargo, existían razones de fondo más filosóficas. Como ha expresado de manera reiterada Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, su ideal se basaba tenuemente en las ideas de la Ilustración, según las cuales la mera comunicación entre las personas, el simple hecho de dialogar e intercambiar información, era el camino más seguro, si no hacia la verdad, sí al menos hacia la creación de comunidades más fuertes y más abiertas. (El Facebook primigenio nació, en realidad, para comparar fotos de chicas y puntuar cuáles estaban más buenas, pero quizá para el joven Zuckerberg eso fuera una forma peculiar de reforzar las comunidades.)

Lo que es nuevo no es que los políticos mientan, sino la respuesta social a ello. La mentira es considerada la norma, incluso en las democracias

La expulsión de Jones e 'Infowars' de las redes (no de todas, Twitter ha mantenido su cuenta alegando que no incumple sus reglas y que desmentirle es trabajo de los periodistas, no de una red social) es la constatación de que muchas de ellas empiezan a darse cuenta de que, aunque no sean propiamente medios, sí tienen que tomar decisiones editoriales y actuar ante lo que se ha dado en llamar posverdad. Como dice el periodista británico Matthew D’Ancona en uno de los libros más brillantes sobre el tema, 'Post Truth', "las mentiras, distorsiones y falsedades en política no son ni mucho menos lo mismo que la posverdad. Lo que es nuevo no es que los políticos mientan, sino la respuesta social a ello. La mentira es considerada la norma, incluso en las democracias". Lo cual no es culpa exclusiva de internet, puesto que los periódicos han mentido toda la vida, sea por voluntad o por dejadez. Pero internet sí ha contribuido a diseminar una idea que explicaba muy bien hace unos días la periodista de la revista estadounidense 'The Atlantic' Megan Garber: que, para mucha gente, simplemente hay cosas más importantes que la verdad.


Trump y Putin en Helsinki. (Reuters)
Trump y Putin en Helsinki. (Reuters)

Para gran parte de los separatistas catalanes la independencia es más importante que la estrategia que se emplee en conseguirla; para muchos trumpistas, no solo es legítimo sino necesario distorsionar la idea de verdad que tienen los progresistas o los ilustrados. Como la propaganda rusa demuestra una y otra vez, no se trata de buscar la verdad, sino de sembrar dudas y afirmar que, bueno, tu verdad es distinta de la mía porque tus intereses son distintos de los míos. Y las redes sí han favorecido la creación de este estado de opinión. Ahora, no sabemos si su rectificación en el caso de Jones va en la línea de combatir esta concepción de la verdad. De hecho, no sabemos siquiera si es bueno que le hayan censurado.

El liberalismo tradicional creía que del choque de opiniones siempre sale algo mejor, y la posibilidad de cambiar de parecer siempre está abierta para los seres racionales

El liberalismo tradicional habría tenido claro que no. Este, de manera un tanto ingenua, cree en el poder de la deliberación de una manera fundamental: del choque de opiniones siempre sale algo mejor, y la posibilidad de cambiar de parecer siempre está abierta para los seres racionales como nosotros. Esto es manifiestamente falso, aunque sea agradable pensarlo y funcione en determinados grupos. Creo, sin embargo, que es una de esas arbitrariedades sin las que no sabríamos qué hacer, al menos quienes nos negamos a asumir un espacio público meramente propagandístico. Soy consciente de que es extremadamente improbable que yo consiga, con argumentos, que un teórico de la conspiración deje de serlo, pero, ¿y entonces? ¿Cómo deberíamos actuar? ¿Como si solo importaran las pocas personas dispuestas a dejarse seducir por argumentos complejos? ¿Como si los demás fueran idiotas irrecuperables para la democracia deliberativa y lo único racional fuera dirigirse a quien ya piensa como tú?

No estoy seguro de la respuesta. Pero, al mismo tiempo, la expulsión de Alex Jones de las redes sociales me parece intuitivamente una mala idea. Los argumentos de Jones son falsos: en realidad, lo que él dice que es un problema de libertad de opinión es, más bien, la manipulación constante de datos de acuerdo con un fin ideológico y comercial. Pero ya sabemos que la capacidad del ser humano para discernir entre la verdad y la mentira es mucho menor de lo que creían los optimistas ilustrados. O peor aún: quizá es que la verdad cuenta menos de lo que nos gusta pensar y no tenemos ni idea de cómo restaurar un estado de las cosas en el que, ni aunque sea en apariencia, su importancia sea mayor.


                                                         RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ  Vía EL CONFIDENCIAL

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