El juez Pablo Llarena
EFE
El domingo por la tarde, tras 48 horas de críticas más
que fundadas tanto por parte de la oposición como de las principales
asociaciones de jueces y fiscales, el Gobierno de España decidió emitir una nota de prensa de cuyo redactado se desprendía, más o menos, que el Ejecutivo asumía la defensa del juez Pablo Llarena en Bélgica ante la demanda interpuesta contra él como instructor de la causa del 1-O por parte de Puigdemont
y de otros cuatro exconsejeros huidos. Deducir todo esto del críptico
comunicado requiere de cierta sofisticación en el análisis del mismo,
que parecía escrito como si el Gobierno jamás hubiera dicho,
literalmente, que “en ningún caso” se haría cargo de la defensa de
Llarena por sus afirmaciones de “carácter privado”. En efecto, Moncloa
eliminaba de la nota de prensa esa absurda distinción fabricada por los políticos separatistas en su intento de desvincular la demanda con el hecho de que Llarena sea el instructor de la causa por rebelión. Por otra parte, negar la existencia de presos políticos en España es, como demuestra la situación en algunos municipios catalanes, algo cada vez menos privado.
En cualquier caso, y con anterioridad al volantazo Sánchez, desde la Asociación Profesional de la Magistratura
(AMP), se había advertido, con tino, por parte de su presidente, que
esa dejación de funciones del Gobierno sólo podía entenderse “desde el
desconocimiento del ordenamiento jurídico belga o desde algo peor”. La decisión de dar un giro de 180 grados de manera súbita
y sin declaraciones que acompañaran o aclararan no ya el porqué del
cambio, sino qué clase de criterio se siguió desde la cartera de Dolores Delgado
para negar la asistencia a Llarena evidencia que no fue una acción
calculada desde el punto de vista jurídico sino desde el punto de vista
político. Y la primera decisión política del Gobierno la constituyen las
dos ocasiones en las que ignoraron a la Abogacía del Estado, así como al CGPJ.
Estaría bien que alguien dentro del Ejecutivo hubiese explicado por qué
se hizo así o, en su defecto, si creen que tras rectificar obran como
es menester, que explicasen con todas las letras y no en una enigmática
nota de prensa algo que no debería encriptar ningún Gobierno: que va a
emplear todos los recursos a su alcance para defender a una institución
del Estado como es el Tribunal Supremo de los que quieren liquidar el Estado, como demostraron con sus actos los políticos procesados.
De
nuevo, Sánchez demuestra su particular manera de gestionar situaciones
en las que se pone a prueba su condición de hombre de Estado. En lugar
de mostrar firmeza en su compromiso con la democracia española –al cabo,
a rastras, pero defenderá a Llarena en Bélgica- elige abandonar, en
primer lugar, al magistrado a su suerte y luego, casi en silencio,
rectificar. ¿Por qué? La alianza que llevó al PSOE a Moncloa
ofrece una explicación razonable. En esa alianza, los de Sánchez no son
sólo una minoría respecto al derecho a la autodeterminación, son
también una minoría respecto a quienes descreen de las actuaciones del
TS respecto al golpe separatista acontecido en Cataluña.
A Sánchez le ha faltado valentía ante sus socios de Gobierno para hacer
una declaración explícita a favor de Llarena y del conjunto de la
judicatura española: de su independencia y de su labor en defensa de las
instituciones democráticas del Estado.
A Sánchez le ha faltado valentía ante sus socios de Gobierno para hacer una declaración explícita a favor de Llarena
Se podrá argüir, claro, que el cierre de filas del PSOE
con la democracia española y con su legitimidad deja bastante que
desear. En vísperas del pasado 1-O, hará
casi un año, los de Sánchez no fueron capaces de votar a favor de una
iniciativa parlamentaria que manifestaba su apoyo a los poderes y
autoridades del Estado en defensa de la legalidad democrática en Cataluña. Ojalá, con esta rectificación, el Gobierno quisiera excusarse de todos sus recelos en la defensa de la judicatura. Pero todo hace pensar que sus reparos para defender sin rodeos nuestro sistema constitucional volverán más pronto que tarde.
Una de las cosas que Sánchez se empeñó en repetir al llegar a Moncloa fue que, con él, acababa la “vía judicial” en Cataluña.
Más allá del disparate que supondría que él pudiera decidir cuándo se
aplica o se deja de aplicar la ley, aquella frase se vuelve cada día más
nítida. Los jueces, la ley, son un engorro para los bonitos planes de
la política, y como menos presencia tengan en la agenda, mejor. La de
que “hacer política” tiene más bondades que impartir Justicia es una
premisa discutible, pero que goza de cierta fortuna. Incluso tomándola
por buena, cabría acabar con la confusión
imperante que entiende que la política significa, en este caso concreto,
cesiones al nacionalismo. La decisión de no defender a Llarena en
Bélgica en primera instancia es tan política como la decisión de hacerlo
sin fisuras y sin pensar en si el separatismo se lo va a tomar mal, lo
que sucede es que una es mejor que la otra. Este Gobierno debería
haberlo aprendido ya.
ANDREA MÁRMOL Vía VOZ PÓPULI
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