/JAVIER BARBANCHO
Como por desgracia en España aún no hemos tenido ninguna jefa del Ejecutivo, toda reflexión sobre las consortes nos condena ipso facto a la hoguera de los tribunales del #MeToo. Pero no vamos a hacer ciencia ficción para esquivar el sambenito machista. Yla realidad es que los esfuerzos de las presidentas bis por no ser mujeres florero producen melancolía por estériles.
A Begoña Gómez no le ha dado tiempo de darse cuenta. Y como aún no tiene domeñada su ambición, pernocta en Doñana emocionada por un super fichaje que probablemente se evapore antes de que pueda firmar el contrato. Cuantos más días se resista a aceptarlo, más daño causará a la agencia de colocación sanchista. Y no porque el trabajo anunciado viole ninguna norma de incompatiblidad -sólo faltaba-, sino porque la ciudadanía ya no aguanta tanto trágala. Un curro vinculado con ONGs ávidas de subvenciones públicas generaría un sinfín de conflictos de intereses y pondría en la picota diaria al presidente del Gobierno. Y, para disipar toda duda de que a Gómez sólo le cabe olvidarse del cargazo, ahí está la defensa cerrada que ha recibido en Twitter de Rufián. "Cuidame de tus amigos", le habrá espetado Sánchez a su esposa.
En las monarquías parlamentarias no existe la figura de la primera dama. Una Reina es otra cosa. Y la mayoría de las mujeres de los presidentes han intentado pasar lo más desapercibidas posibles probablemente abochornadas por el papel tan tonto que les dejan nuestros usos y costumbres. Viri, esposa de Rajoy, como Sonsoles, la de Zapatero, llevaron al paroxismo la alergia por los focos. Invisibles les hubiera gustado ser. También se caracterizó por su discreción la mujer de Suárez. Aunque el primer matrimonio monclovita sí explotó la imagen de idílica familia en posados electoralistas en el Hola que rivalizaban con los de la Primera Familia.
La consorte de Calvo Sotelo tuvo poco tiempo, pero apuntó extrañas maneras en sus ínfulas de primera dama. Carmen Romero se empeñó en hacer política, oscurecida por la sombra alargada de Felipe. Y Ana Botella se creyó la emperatriz del Escorial y ejerció de presidenta con mantilla, antes de que le regalaran una Alcaldía. Todas confesaron alguna vez que La Moncloa no era sitio para la felicidad. Y cabría añadir que para la realización personal. Los españoles somos puñeteros. Y a modernos no nos gana nadie. Pero, junto al presidente del Gobierno, sólo aceptamos pongos que cojan polvo.
EDUARDO ÁLVAREZ Vía EL MUNDO
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