La autora cree que la utilización del real decreto-ley para legislar
contra la violencia de género es un error: la materia requiere un debate
parlamentario riguroso y una tramitación con garantías
Ilustración: Sean Mackaoui
Sin duda, una de las cuestiones más sensibles para una sociedad
avanzada es la de la violencia de género. El esfuerzo por visibilizar y
erradicar esta lacra es, efectivamente, propio de las democracias
avanzadas. En España es un tema muy presente en la agenda política, lo
cual sin duda es una buena noticia, aunque conlleve inevitablemente el
riesgo de una cierta politización en la medida en que las cifras de las
mujeres asesinadas por sus parejas no descienden o no descienden lo
suficiente pese a los indudables esfuerzos que se realizan por gobiernos
de uno y otro signo con mayor o menor fortuna. Según los datos que
facilita el Ministerio de Igualdad, recogidos desde el año 2003, la
media está en torno a las 60 mujeres asesinadas al año, con variaciones
que van desde las 76 del año 2008, el peor de la serie, hasta las 45 del
año 2016, el mejor. Por otra parte el número de denuncias es bastante
similar. Y es que como cualquier fenómeno con raíces multicausales muy
complejas no hay desgraciadamente soluciones mágicas ni mucho menos
instantáneas. De ahí que, para cualquier gobierno, sea muy complicado ofrecer soluciones a corto plazo o ponerse la medalla de haber eliminado o al menos disminuido notablemente la violencia de género en un momento dado.
Conviene insistir en se trata de una cuestión muy compleja donde coincidiendo todos los partidos políticos y agentes sociales en la finalidad -eliminar o al menos disminuir las cifras de la violencia de género, ampliando la protección preventiva tanto de las mujeres como a los menores en situación de riesgo- es muy conveniente contar con las aportaciones técnicas de todos los grupos parlamentarios a través de la tramitación de un proyecto de ley. Además, hay que tener en cuenta las consideraciones, los estudios y las investigaciones de los expertos y la evidencia empírica disponible, en gran medida ya recogidas en el Pacto de Estado sobre violencia de género suscrito a finales de 2017. Precisamente la existencia de ese Pacto de Estado debería de permitir una tramitación parlamentaria más sosegada en la medida de que disminuyen los incentivos para que un único grupo político capitalice sus resultados positivos. Suponiendo que los haya.
Porque en este punto, es muy importante recordar que no podemos avanzar mucho en el terreno de las políticas públicas si no analizamos los datos disponibles sobre los resultados (o su falta) de las que ya se han puesto en marcha con el suficiente rigor. Por ejemplo, de nuevo los datos del Ministerio del Interior nos dicen que el número de dispositivos electrónicos de seguimiento ha aumentado drásticamente desde los 153 que había en el año 2009 hasta los 1046 del año 2018. Parece conveniente preguntarse por su efectividad dado que en el año 2009 fueron asesinadas 56 mujeres y en el año 2018 hasta el momento de escribir estas líneas han sido asesinadas 25.
Por tanto, nuestras democracias disponen ya de mucha información disponible para analizar qué es lo que funciona con determinadas políticas públicas y qué es lo que no; esto es particularmente cierto en España en el ámbito de la violencia de género precisamente por tratarse de una cuestión muy sensible desde el punto de vista social y político particularmente para las generaciones más jóvenes.
Efectivamente, el 94% de los españoles entre 15 y 29 años (objeto de la muestra) considera totalmente inaceptable la violencia ejercida por un hombre sobre su mujer o ex mujer según una encuesta del CIS sobre percepción social sobre violencia de género en la adolescencia y juventud, si bien casi el 39% consideraba en esa misma encuesta que la ley integral sobre violencia de género estaba siendo poco eficaz, básicamente porque no había evitado que siguieran produciéndose muertes, lo que sin duda es una forma objetiva de medir su impacto, aunque presente obvias limitaciones.
La violencia de género es un problema muy complejo en el que intervienen muchos factores, algunos de los cuales (los culturales y socioeconómicos) sólo pueden ser revertidos con mucho tiempo, paciencia y esfuerzo. Dicho eso, quizás objetivos más modestos y más incrementales pueden ser más fáciles de conseguir. Algunas disfunciones derivadas del mal funcionamiento burocrático, de la lentitud judicial o de la descoordinación entre distintos servicios sociales deberían de ser más fáciles de corregir y pueden salvar muchas vidas. Los tratamientos preventivos y las medidas cautelares siempre son esenciales. En ese ámbito puede ser interesante reflexionar sobre la desjudicialización de la protección de las posibles víctimas de la violencia de género -medida por la que apuesta el real decreto-ley al ampliar los supuestos en que se puede otorgar la condición de víctima- que, según los expertos, presenta ventajas pero también inconvenientes. De ahí la conveniencia de valorar unas y otros antes de determinar la procedencia de un cambio normativo de estas características, cuya eficacia, además, tiene que ser cuidadosamente supervisada.
En mi opinión, una de las tareas pendientes de nuestro ordenamiento jurídico es desjudicializar y en particular despenalizar todos los conflictos que se pueda siempre que no afecten a la presunción de inocencia o a los derechos fundamentales de nadie. Dicho eso, siempre hay que estudiar bien muy bien cuales son los efectos de este tipo de medidas y velar por su correcta aplicación. En cualquier caso, parece razonable incentivar un cambio en la cultura jurídica predominante -no sólo en el ámbito de la violencia de género-, poniendo el acento en los aspectos preventivos que en muchos casos pueden resultar más efectivos que los puramente represivos.
En cuanto a la cuestión de los menores, es interesante destacar que con respecto a la custodia de los hijos menores en caso de maltrato hay amplio consenso en la sociedad española sobre que la existencia de una sentencia condenatoria firme debe de llevar la pérdida de la custodia por parte del maltratador. Además el 43% manifiesta que no está nada de acuerdo y el 27% que está poco de acuerdo con la afirmación de que ser un maltratador no implica ser un mal padre. Claro está que el problema se plantea precisamente cuando todavía no hay una sentencia penal firme; pero como puede verse, la sociedad española es bastante sensata en este punto y antepone los derechos y el bienestar de los hijos a los de los padres, por lo que la adopción de medidas cautelares y preventivas también en este ámbito resulta no sólo razonable sino también perfectamente aceptable.
Sin embargo, hay que tener en cuenta otros aspectos del problema que pueden resultar más polémicos. En la misma encuesta del CIS el 33% de los entrevistados se manifiesta bastante de acuerdo con la afirmación de que algunas mujeres interponen denuncias falsas para conseguir beneficios económicos o perjudicar a sus ex parejas (el 25% por cierto no está nada de acuerdo), mientras que la respuesta muy de acuerdo empata con la respuesta nada de acuerdo en un 17%, lo que probablemente revela la politización de los debates sobre las denuncias falsas de maltrato que han dado lugar a algunos episodios curiosos en el Congreso. Pero lo interesante es que hay datos disponibles no sólo sobre las denuncias por malos tratos interpuestas sino sobre los resultados de esas denuncias. Por último, hay que tener en cuenta que los datos sobre sentencias condenatorias por denuncias falsas sólo se refieren a aquellos casos en que la persona afectada por una denuncia falsa haya decidido, a su vez, acudir a la vía penal, lo que no siempre ocurre por muy diversas razones, entre otras los costes económicos y psicológicos asociados a este tipo de procedimientos contra ex parejas o personas con las que se tienen hijos en común. Por tanto ¿a qué esperamos para analizarlos y sacar conclusiones sobre si las percepciones responden o no a la realidad?
De la misma forma, es posible analizar con datos el impacto de las políticas preventivas, de los tratamientos de rehabilitación, de las campañas de sensibilización, de los informes de los servicios sociales, de las actuaciones judiciales o de cualesquiera otras actuaciones puestas en marcha para combatir la violencia de género. Lo que todavía falta es una cultura de la evaluación de los resultados no sólo política sino también administrativa y mediática, en la medida en que requiere de una cierta especialización por parte también de los periodistas que tratan los temas. La buena noticia es que tenemos ya los medios para hacer las cosas bien. La mala es que no hay atajos ni varitas mágicas. Ni por decreto-ley.
ELISA DE LA NUEZ* Vía EL MUNDO
*Elisa de la Nuez es abogada del Estado y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
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