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sábado, 13 de enero de 2018

AMBIGÜEDADES DE LA CONSTITUCIÓN Y EL FRACASO DE LAS AUTONOMÍAS

Según una encuesta de octubre de este año, un 62% de los españoles desearía la recentralización de las competencias educativas y el 64% la de las de orden público. Pero el porcentaje de partidos con representación parlamentaria dispuestos a proponerla es del 0%.




Decíamos en una columna anterior que, aunque la Constitución de 1978 contribuyó a cerrar contenciosos históricos como la cuestión social, la religiosa y la de la forma de Estado, embrolló desastrosamente, sin embargo, la cuestión nacional. El espíritu de consenso y transacción condujo, en el asunto clave del sujeto de la soberanía, a una formulación constitucional contradictoria y peligrosa.

La cuestión de si la nación es España -o si lo son Cataluña, País Vasco, Galicia y demás territorios- no es sólo sentimental o retórica, como parecen creer nuestros políticos, sino central a efectos jurídico-prácticos. La soberanía nacional es la respuesta que ha dado la modernidad al enigma del poder constituyente (las revoluciones liberales arrebataron la soberanía a los reyes absolutos y se la entregaron a la nación).


 Los reglamentos son válidos porque desarrollan a leyes válidas; las leyes son válidas porque satisfacen condiciones de validez que en último extremo son definidas por la Constitución. La Constitución es el vértice de la pirámide jurídica, la clave de bóveda del sistema. ¿Pero por qué es válida la Constitución? 

Por definición, siendo la norma básica, no puede derivar su fuerza vinculante de ninguna norma anterior. Enfrentado al problema de la validez de la Constitución, Hans Kelsen, el gran teórico iuspositivista, no encontró mejor solución que postular una Grundnorm hipotética, una “constitución en sentido lógico-trascendental” que conferiría su validez a la primera constitución histórica: hay que proceder como si existiera esa norma fantasmal, pues de lo contrario se nos viene abajo todo el edificio.

Kelsen tuvo que hacerse trampas en el solitario porque quería construir una teoría jurídica “pura”, libre de presupuestos políticos. Pero la respuesta más plausible al problema de la validez de la Constitución viene precisamente de la Historia y de la política, y es la que identifica poder constituyente y soberanía nacional. ¿Qué había antes de la Constitución? La nación. 

La nación es soberana, o sea, está legitimada –en virtud de un derecho que Siéyès no dudó en llamar “natural”- para expresarse a través de un Estado y dotarse de un sistema jurídico-positivo. El poder constituyente es la nación soberana. La Constitución de 1978 se basa en la nación española, y no al revés.

En su patético esfuerzo por conseguir que “se sintieran cómodas” la media Cataluña y la media Vasconia nacionalistas (que suman juntas menos de un 7% de los votantes españoles), el constituyente de 1978 dio una formulación muy confusa a la cuestión clave de la soberanía. Sí, el artículo 2 arranca muy bien: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…”

Pero esta solemne proclamación es desmentida por la segunda parte del precepto: “… y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”.

El desastre está ya en la elección del verbo “reconocer”, que presupone un derecho preexistente: las regiones no tendrían autonomía porque la nación española haya escogido organizarse en forma descentralizada, sino porque gozarían de un derecho natural de autogobierno, anterior a la propia Constitución. 

Ahora bien, los territorios que gozan de un derecho natural de autogobierno son precisamente las naciones. Y así lo confirma el aserto final del artículo, que alude a algunos territorios españoles –no se especifica cuáles- como “nacionalidades”.

La inclusión del término “nacionalidades” estuvo ya en su momento a punto de dar al traste con el proceso constituyente, cuando el nacionalista catalán Roca Junyent y el comunista Solé Tura amenazaron con abandonar la ponencia constitucional si no se aceptaba. 

Al final contaron con el apoyo del entonces ucedeo Herrero de Miñón, devoto de los “derechos históricos”, que se pasó en este asunto al bando nacionalista dejando en la estacada a sus compañeros de partido Pérez Llorca y Cisneros. Voces autorizadas advirtieron que, al reconocer “nacionalidades” en su seno, la Constitución ponía una bomba de relojería en sus propios cimientos. Pero se las desdeñó como fascistoides.

Nadie ha sido capaz de explicar nunca en qué se diferencia una “nacionalidad” de una nación. Se trata a todas luces de un eufemismo para cuadrar el círculo: el imposible lógico de que España, Cataluña y País Vasco sean naciones al mismo tiempo (imposible porque “nación” es un concepto excluyente y no puede haber dos soberanías sobre un mismo territorio). 

El “principio de las nacionalidades” fue el invocado por Mancini a mediados del siglo XIX para explicar que cada grupo nacional debía disponer de un Estado propio, y de nuevo por Wilson en 1919 para descoyuntar el imperio austro-húngaro en naciones étnicas independientes. El significado histórico del principio de las nacionalidades es el que es.

La fatal ambigüedad del artículo 2 se ve después confirmada por el reparto de competencias perpetrado por el Título VIII. Sí, a primera vista la Constitución delimita las competencias que incumben al Estado (art. 149) y a las CC.AA. (art. 148). Pero con el art. 150 vino la trampa: he aquí que el Estado puede “transferir o delegar en las CC.AA., mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materias de titularidad estatal”

Es decir: el constituyente dejaba abierto un portillo para el progresivo vaciamiento de las competencias estatales y el engrosamiento de las autonómicas. Significativamente, no se estableció ningún mecanismo para el proceso inverso: la recentralización de competencias manejadas deslealmente por las CC.AA. 

La Constitución de 1978 dibuja un futuro de eterna e irreversible centrifugación del poder. Y, en efecto, el Estado ha ido desangrándose de competencias en sus taifas, hasta alcanzar un punto en el que “ya carece del peso mínimo para ejercer las funciones propias del poder central en un Estado federal” (como concluye el imprescindible estudio Recuperar España: Una propuesta desde la Constitución, del Instituto de Estudios de la Democracia de la Universidad CEU-San Pablo).

El resto ya lo sabemos. El Estado de las autonomías ha generado una hipertrofia del peso de lo público (800.000 funcionarios en 1975, tres millones en la actualidad), unos déficits y deuda pública agobiantes (que ahora la clase política se dispone a autocondonarse), una insolidaridad regional (“ni una gota de agua del Ebro saldrá de Aragón [o de Cataluña]”) y pérdida de sentido nacional sin precedentes, una casta de caciques regionales interesados en el mantenimiento y continuación de la taifalización y provistos de redes clientelares engrasadas con dinero público… 

Somos el único país del mundo en el que un niño no puede ser escolarizado en la lengua oficial del Estado en buena parte del territorio nacional. Leyes estatales y sentencias del Supremo son incumplidas en las regiones rebeldes. Las autonomías han puesto en almoneda el principio de legalidad mismo. 

Lo que debería ser zanjado por la ley es objeto de eterna transacción y negociación política, desde un espíritu bilateral en el que los gobiernos autonómicos tratan cada vez más de tú a tú al nacional. Los presidentes regionales le disputan el discurso de Navidad al rey de España y los Estatutos de Autonomía se travisten en constitucioncitas.

Todo esto se hizo “para que los nacionalistas se sintieran cómodos”. Pero el nacionalismo es insaciable por definición; los separatistas, lejos de agradecer las concesiones recibidas, las interpretaron como síntomas de debilidad y pisaron el acelerador en su proceso de construcción nacional vasca y catalana (que lo es de deconstrucción española). 


Hoy hay muchos más independentistas que en 1978. El Estado de las autonomías ha fracasado rotundamente en la consecución del objetivo que decía perseguir.

¿Admitiría la gente una reforma constitucional que corrigiera todo esto? Según una encuesta de octubre de este año, un 62% de los españoles desearía la recentralización de las competencias educativas y el 64% la de las de orden público.

Pero el porcentaje de partidos con representación 
parlamentaria dispuestos a proponerla es del 0%.



                                                                   Francisco José Contreras
                                                                                                                   Catedrático de Filosofía del Derecho
                                                                 Vía Actuall

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