Nuestra sociedad vive bajo el yugo de una larga serie de crisis acumuladas e irresueltas. La causa común de todas ellas es la cultura de la desvinculación,
que ha transformado el modo de producción y las relaciones sociales.
Esta es la realidad que nos tiene atrapados, y la dificultad mayor para
afrontarla es la falta de conciencia sobre la naturaleza y magnitud del
problema. “Es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal”.
Esta frase de Marx en “Miseria de la Filosofía”, (Siglo XXI 1979 p14)
describe mejor nuestra época que la suya, y es una apertura adecuada a
la pregunta necesaria:
¿Qué legado colectivo queremos dejar a nuestros hijos? ¿En qué sociedad queremos vivir? Y para responder debemos interrogarnos con realismo sobre el estado de la actual.
Vivimos en una sociedad prisionera del dolor de la desvinculación, que nos hace impotentes para abordar con eficiencia las crisis que se acumulan y que son el fruto de las grandes rupturas generadas por sus dinámicas; la última desplaza la atención de la precedente, ocultándola a una opinión pública de flaca memoria, deseosa de novedades.
La hegemonía de la cultura de la desvinculación que convierte la satisfacción del deseo en el centro de la realización humana,
y genera en el ámbito público las políticas del deseo. Estamos ante una
anomalía histórica de consecuencias evidentes, a pesar de que aún no
han alcanzado su máximo efecto crítico. Por primera vez una sociedad
funciona asumiendo la lógica del deseo como máximo bien.
Se opone así al que ha sido sinónimo de civilización, civilidad y cultura:
la canalización del deseo, su control social y la educación para el
autocontrol. El deseo que funcionaba junto con otros requerimientos
relacionados a la razón, el deber y el amor, se ha hecho independiente
de todos ellos, ha desbordado su curso histórico e inunda la sociedad.
Superar esta situación que empuja a la disgregación de la sociedad, la
anomia de sus instituciones y la reducción unidimensional del ser humano
será extraordinariamente difícil. ¿Qué es más poderoso que el deseo
estimulado, desatado? Posiblemente solo un resurgimiento religioso y
todas sus consecuencias culturales pueden cambiar la dinámica del deseo,
pero paradójicamente las instituciones occidentales cuidan lo que es el agente de su destrucción, mientras que el hecho, la experiencia religiosa, es deliberadamente limitada, mal vista, censurada.
La sucesión de crisis y la incapacidad para resolverlas es el signo distintivo de esta cultura que nos desmenuza, nos atomiza. La desvinculación se configura a partir de la hegemonía de un principio: la realización personal solo se alcanza por la satisfacción del impulso del deseo, por encima de cualquier otra causa y razón.
Ningún compromiso personal o comunitario, ley, norma, tradición,
derecho consuetudinario, costumbre, ningún vínculo, en definitiva,
incluidos el deber y el amor, pueden limitar la realización del deseo
individual, porque en ella radica el hiperbien de la vida humana.
Pero ¿tan negativo es satisfacer el deseo, expresión de una dimensión muy humana? Claro que no. El problema se produce cuando se dan dos características culturales propias de nuestro tiempo.
La
primera y decisiva es su conversión en el único bien superior, un
superbién que como tal no puede ser limitado por la razón y la moral; es
decir, por la capacidad de discernir el bien, lo que es necesario y
realizar lo que es justo.
La segunda característica radica en su naturaleza. El latín tiene la palabra que mejor designa el tipo de deseo que impera en la sociedad de la desvinculación: cupiditas.
Es la emoción de poseer el objeto que se desea. Y este tipo de deseo es
el problema, porque el impulso de posesión convierte al otro, votante,
comprador, cliente, usuario, trabajador, amante, en objeto-para-mí, y al
actuar así se le niega su condición de persona. La sociedad desvinculada es la de la despersonalización.
Y esta es la causa de que la batalla de las identidades y la
proliferación de identidades sustitutivas falsas, unidimensionales:
consumidores de marca, hooligans futbolísticos, inclinaciones sexuales,
sean uno de los ejes de la política actual. Son formas desviadas,
alienaciones, de la identidad humana, del ser persona.
Este
tipo de deseo es todo lo contrario al amor. La cupiditas es lo opuesto a
la Caritas, el amor de donación. Un poco de concupiscencia hace ansiosa
la relación, pero si es hegemónico la mata, e incluso lo hace
materialmente. Son los celos, la violencia contra la pareja, porque
rompe contigo. Es convertirla en un objeto definido por la satisfacción
que le proporciona al sujeto poseedor.
Una manifestación emblemática de la desvinculación es la violencia contra la mujer.
Si la cupiditas no marcara nuestra cultura, el número de agresiones
patológicas sería mucho menor. Cuatro evidencias nos lo muestran. (1) Es
un tipo de agresión concentrada en las rupturas; en el anuncio, la
realización o una vez consumada. Es la pérdida del objeto del deseo que
provoca la reacción. (2) Explica porque su prevalencia es mucho menor en
las parejas católicas practicantes que en las que no lo son, porque su
cultura exige la caritas, y encauza la cupiditas. También (3) permite
entender su elevada prevalencia en parejas menores de 35 años,
teóricamente educadas en la igualdad y la libertad en las relaciones de
pareja, al tiempo que en la cultura de la satisfacción del deseo.
Evidencias todas ellas coherentes con el hecho (4) de que es un tipo de
violencia mucho más abundante en países teóricamente más igualitarios,
pero con más rupturas de desvinculación, como los países nórdicos e
Inglaterra, que en las sociedades del sur de Europa
Sobre la desvinculación no se puede construir nada personal y socialmente. Esta es la razón de que la nuestra sea la sociedad de la anomía, las adicciones, y la alienación. La de las aporías.
EDITORIAL de FORUM LIBERTAS
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