El fantasma sobrevuela los ámbitos de la política y los medios de comunicación. Y puede materializarse en el curso de las próximas horas en forma de "daño irreparable"
Rueda de prensa de Soraya Sáenz de Santamaría. (EFE)
El fantasma sobrevuela los ámbitos de la política y los medios de comunicación. Y puede materializarse en el curso de las próximas horas en forma de "daño irreparable", expresión utilizada por la vicepresidenta, Sáez de Santamaría, al anunciar que el Gobierno se encomienda al Tribunal Constitucional contra el parecer del Consejo de Estado.
Hoy sabremos si el alto tribunal admite a trámite el consabido recurso. Si lo rechaza, sería un triunfo del nacionalismo venenoso denunciado en Davos por los gobernantes del mundo como una derivada del populismo. Y si lo admite, serán los costaleros de la Constitución quienes lo celebren. Un consuelo: en cualquiera de los dos casos se habrá impuesto el imperio de la ley.
El
Ejecutivo, cuya función es ejecutar con arreglo a la ley y en nombre de
los intereses generales, ha hecho lo que debía hacer. Recurrir al TC
Veamos:
El Consejo de Estado está para eso, aconsejar o desaconsejar una iniciativa del Gobierno. Ahí termina su función, una vez evacuada la respuesta a la consulta "potestativa", que es preceptiva pero no vinculante.
De modo que el Ejecutivo, cuya función es ejecutar con arreglo a la ley y en nombre de los intereses generales, ha hecho lo que debía hacer. Recurrir al Tribunal Constitucional. Es la llamada "impugnación preventiva", se adelanta a los acontecimientos, vale, pero tiene sentido.
Se trata de cortar de raíz la pretensión de llevar a la presidencia de la Generalitat a un ciudadano cuyo estatus jurídico le inhabilita para ocupar un alto cargo en el Estado. A saber: fugado de la Justicia, en busca y captura, en permanente reiteración delictiva y ajustado al supuesto de "delito flagrante", excepción prevista en la inmunidad que otorga el aforamiento.
Eso es lo sustancial. Lo que hay que tener claro. Que el causante del problema es quien incumple la ley y no quien está obligado a hacerla cumplir, como ayer decía en la radio el exvicepresidente del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba. Era su forma de valorar la discordancia entre el consultivo Consejo de Estado y el ejecutivo Gobierno del Estado sobre si procedía o no presentar el recurso ante el Tribunal Constitucional para frenar el filibusterismo de Carles Puigdemont.
Ahora el Tribunal Constitucional tiene la palabra. Puede coincidir con el Consejo de Estado. O no. Puede coincidir con el Gobierno. O no. Ni lo uno ni lo otro sería una anomalía. Es el normal funcionamiento del Estado de Derecho, incompatible con las ciencias exactas y donde hasta los llamados automatismos son interpretables. Por eso se distingue lo preceptivo de lo vinculante, y por eso existe el escrutinio democrático, el garantismo judicial, el juego de los recursos, el principio de contradicción, el control parlamentario, etc.
Por tanto, el Tribunal Constitucional puede admitir a trámite hoy mismo el recurso presentado por el Gobierno, al amparo del 161 de la Constitución. O no. Si no lo admite, nadie puede hablar de fraude de ley o ataque a la democracia parlamentaria, como hace el presidente de la Mesa del Parlament, Roger Torrent. Y mucho menos los dirigentes independentistas, por el hecho de que Moncloa haya ignorado las advertencias del Consejo de Estado. Y si lo admite, ya sabemos que produciría inmediatos efectos suspensivos sobre la sesión de investidura convocada para el martes que viene con el candidato Puigdemont. Es decir, el camino más seguro para impedir su retorno a la presidencia de la Generalitat.
Ahora el Tribunal
Constitucional tiene la palabra. Puede coincidir con el Consejo de
Estado. O no. Puede coincidir con el Gobierno. O no
Sería la reiteración del desafío al Estado que el Gobierno no puede permitir. Y menos a sabiendas de que ese empeño tóxico solo podría culminar mediante la práctica del filibusterismo reglamentario que utiliza en su provecho los resquicios normativos frente a un Estado obligado a ser escrupuloso, incluso en su propia supervivencia frente a quienes quieren destruirlo. Es evidente que en ese caso el derecho a su legítima defensa debe primar frente a quienes hacen trampas y se convierten en elementos desestabilizadores de la gobernabilidad, el orden jurídico y la convivencia ciudadana.
ANTONIO CASADO Vía EL CONFIDENCIAL
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