A esos que son tan amantes de los ‘cordones sanitarios’ en política, no les ha importado servir de tapadera a los corruptos del nacionalismo catalán
El exvicepresidente del Palau Jordi Montull (i), acompañado por su hija
Gemma Montull, ex directora financiera del Palau, y de su abogado, Jordi
Pina (d), a su llegada a la Audiencia de Barcelona este lunes. (EFE)
Ha llegado el delirio del independentismo al papanatismo
de que hay quien piensa que es preferible que si alguien roba dinero
público, al menos que sea catalán. Semejante fanatismo dice mucho de dos
elementos fundamentales del caso Palau:
por un lado, la resignación, o incluso comprensión, que existe ante la
corrupción política, y por otro lado, la grosera utilización política de
la independencia para tapar el vergonzoso saqueo del nacionalismo catalán en su larga hegemonía. Lo primero, ya ven, ni siquiera es exclusivo de Cataluña porque sucede en toda España, mientras que lo segundo sí se puede considerar un fenómeno propio que ha llevado incluso a los ‘feroces’ portavoces de Esquerra Republicana
a taparse la nariz mientras han compartido Gobierno y estrategias
políticas. A esos que son tan amantes de los ‘cordones sanitarios’ en
política, no les ha importado servir de tapadera a los corruptos del
nacionalismo catalán que han utilizado el aire de las esteladas,
agitadas al viento, para disipar el olor putrefacto que han dejado a su
paso por la Generalitat, desde Pujol hasta Artur Mas.
La aceptación social que tiene la corrupción en España, como ya se ha comprobado en otras ocasiones, es un fenómeno sociológico generalizado y muy complicado de analizar porque la apariencia que se ofrece es la contraria. Es decir, cuando se le pregunta a un español por la clase política, dirá en primer lugar que lo que más le preocupa es la corrupción y añadirá incluso que todos los políticos son iguales, que acaban aprovechándose del cargo que ocupan. En cada encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas la corrupción y la clase política siempre figuran entre los principales problemas de los españoles. Sin embargo, como se ha comprobado en multitud de ocasiones, esa aversión a los corruptos no se refleja con posterioridad en las elecciones. ¿Cuántas veces ha resultado reelegido para su cargo un gobernante implicado en un caso de corrupción? ¿Y cuántas veces se ha mantenido en el Gobierno un partido político horadado por varios escándalos? A Jesús Gil, y a sus discípulos, lo seguían votando en Marbella hasta que la Justicia acabó encerrando a todos los concejales de la misma forma que en Valencia o en Madrid han votado hasta el final al Partido Popular.
Desde el lejano caso Juan Guerra, tras el que el PSOE volvió a revalidar su mayoría absoluta en Andalucía y Felipe González siguió gobernando dos legislaturas más en España, nada ha cambiado. Será porque existe un sustrato sociológico de picaresca y en el fondo se justifica que alguien se aproveche de su situación; será porque se tiene asumido que toda la clase política española es corrupta, o será porque se antepone la ideología a la ética. La cuestión es que sucede y lo acabamos de comprobar con el caso Palau, porque ha sido el heredero directo de toda aquella podredumbre, Carles Puigdemont, quien mejor parado ha salido del voto independentista en las últimas elecciones.
¿Qué influencia ha tenido la corrupción de Convergència i Unió en las elecciones catalanas desde que se destapó el escándalo hace 10 años? Ninguna; la deriva de CiU hasta su desaparición camuflada —ya que lo único que hizo fue cambiar el partido de nombre— se produce por otros motivos, por la absurda conversión de Artur Mas desde la asentada hegemonía nacionalista a la disparatada e insensata huida hacia delante independentista. Lo que no existe, lo que no se ha detectado en todo este tiempo, es un rechazo social a la corrupción catalana, ni a la de la familia Pujol ni a la del 3%. El fanatismo independentista se ha impuesto al repudio de la corrupción. Como dijo al inicio de la vista oral el fiscal anticorrupción, Emilio Sánchez Ulled, "la bandera ha justificado el atropello de la cartera". Episodios obscenos como aquel que protagonizó un exdirigente de Esquerra Republicana Àngel Colom, en tiempos de Pilar Rahola: recibió 12 millones de pesetas del saqueo catalán para financiar el ‘Partit per la Independència’ y lo justificaron con un falso convenio de 'Pedagogía sobre la cultura catalana en las nuevas migraciones'. Cuando aquello se vino abajo, se pasó a Convergència y acabó dirigiendo la fundación Nous Catalans y predicando en las mezquitas las virtudes de un ‘Estat propi’ en Cataluña.
Ese tipo, Àngel Colom, estaba en Esquerra Republicana en tiempos de Pilar Rahola, que es un perfecto ejemplo de cómo todos esos han acabado justificando sutilmente a los corruptos de Cataluña para no perjudicar el proceso independentista. Su esquema mental en este macroproceso ha sido elemental y burdo: en Cataluña se ha robado, pero eso ya es historia; ahora lo fundamental es la independencia. “En los tiempos del pujolismo algo se hizo muy mal, pero hace mucho que el pujolismo pasó a mejor vida; [ahora] el Estado quiere destruir a Convèrgencia y al propio Mas, porque consideran que ‘el independentismo con corbata’ es letal para sus intereses”, llegó a escribir Rahola en un artículo de prensa a mediados del año pasado. Al menos 23 millones de euros desaparecieron en el saqueo del Palau, billete a billete, como aquellos de 500 euros que utilizaba Fèlix Millet cuando iba a comprar tabaco. Al igual que en otros casos de corrupción de partidos hegemónicos, el origen del caso Palau fue un estado consolidado de prepotencia, de impunidad y de abuso del poder que se fue confundiendo progresivamente con el proceso independentista hasta convertirse, como se puede contemplar hoy, en su primer gran caso de corrupción. Aunque el independentismo prefiera leer la sentencia con la nariz tapada del fanatismo.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
La aceptación social que tiene la corrupción en España, como ya se ha comprobado en otras ocasiones, es un fenómeno sociológico generalizado y muy complicado de analizar porque la apariencia que se ofrece es la contraria. Es decir, cuando se le pregunta a un español por la clase política, dirá en primer lugar que lo que más le preocupa es la corrupción y añadirá incluso que todos los políticos son iguales, que acaban aprovechándose del cargo que ocupan. En cada encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas la corrupción y la clase política siempre figuran entre los principales problemas de los españoles. Sin embargo, como se ha comprobado en multitud de ocasiones, esa aversión a los corruptos no se refleja con posterioridad en las elecciones. ¿Cuántas veces ha resultado reelegido para su cargo un gobernante implicado en un caso de corrupción? ¿Y cuántas veces se ha mantenido en el Gobierno un partido político horadado por varios escándalos? A Jesús Gil, y a sus discípulos, lo seguían votando en Marbella hasta que la Justicia acabó encerrando a todos los concejales de la misma forma que en Valencia o en Madrid han votado hasta el final al Partido Popular.
La aceptación social que tiene la corrupción en España es un fenómeno sociológico generalizado y muy complicado de analizar
Desde el lejano caso Juan Guerra, tras el que el PSOE volvió a revalidar su mayoría absoluta en Andalucía y Felipe González siguió gobernando dos legislaturas más en España, nada ha cambiado. Será porque existe un sustrato sociológico de picaresca y en el fondo se justifica que alguien se aproveche de su situación; será porque se tiene asumido que toda la clase política española es corrupta, o será porque se antepone la ideología a la ética. La cuestión es que sucede y lo acabamos de comprobar con el caso Palau, porque ha sido el heredero directo de toda aquella podredumbre, Carles Puigdemont, quien mejor parado ha salido del voto independentista en las últimas elecciones.
¿Qué influencia ha tenido la corrupción de Convergència i Unió en las elecciones catalanas desde que se destapó el escándalo hace 10 años? Ninguna; la deriva de CiU hasta su desaparición camuflada —ya que lo único que hizo fue cambiar el partido de nombre— se produce por otros motivos, por la absurda conversión de Artur Mas desde la asentada hegemonía nacionalista a la disparatada e insensata huida hacia delante independentista. Lo que no existe, lo que no se ha detectado en todo este tiempo, es un rechazo social a la corrupción catalana, ni a la de la familia Pujol ni a la del 3%. El fanatismo independentista se ha impuesto al repudio de la corrupción. Como dijo al inicio de la vista oral el fiscal anticorrupción, Emilio Sánchez Ulled, "la bandera ha justificado el atropello de la cartera". Episodios obscenos como aquel que protagonizó un exdirigente de Esquerra Republicana Àngel Colom, en tiempos de Pilar Rahola: recibió 12 millones de pesetas del saqueo catalán para financiar el ‘Partit per la Independència’ y lo justificaron con un falso convenio de 'Pedagogía sobre la cultura catalana en las nuevas migraciones'. Cuando aquello se vino abajo, se pasó a Convergència y acabó dirigiendo la fundación Nous Catalans y predicando en las mezquitas las virtudes de un ‘Estat propi’ en Cataluña.
Lo
que no se ha detectado en todo este tiempo es un rechazo social a la
corrupción catalana, ni a la de la familia Pujol ni a la del 3%
Ese tipo, Àngel Colom, estaba en Esquerra Republicana en tiempos de Pilar Rahola, que es un perfecto ejemplo de cómo todos esos han acabado justificando sutilmente a los corruptos de Cataluña para no perjudicar el proceso independentista. Su esquema mental en este macroproceso ha sido elemental y burdo: en Cataluña se ha robado, pero eso ya es historia; ahora lo fundamental es la independencia. “En los tiempos del pujolismo algo se hizo muy mal, pero hace mucho que el pujolismo pasó a mejor vida; [ahora] el Estado quiere destruir a Convèrgencia y al propio Mas, porque consideran que ‘el independentismo con corbata’ es letal para sus intereses”, llegó a escribir Rahola en un artículo de prensa a mediados del año pasado. Al menos 23 millones de euros desaparecieron en el saqueo del Palau, billete a billete, como aquellos de 500 euros que utilizaba Fèlix Millet cuando iba a comprar tabaco. Al igual que en otros casos de corrupción de partidos hegemónicos, el origen del caso Palau fue un estado consolidado de prepotencia, de impunidad y de abuso del poder que se fue confundiendo progresivamente con el proceso independentista hasta convertirse, como se puede contemplar hoy, en su primer gran caso de corrupción. Aunque el independentismo prefiera leer la sentencia con la nariz tapada del fanatismo.
JAVIER CARABALLO Vía EL CONFIDENCIAL
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