Rajoy ha puesto una línea roja al independentismo, pero también a sí mismo: que el Parlament vote a un candidato que viva en España y no esté preso
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, durante la reunión de la junta directiva nacional del PP. (EFE)
Eso sí, en el evento Rajoy usó a su más querida aliada, la obviedad, para emitir un mensaje con sentido político y a la vez con cierta gracia. Solo exijo dos requisitos al próximo presidente de la Generalitat, dijo: que viva en España (preferiblemente en Cataluña, se supone) y que no esté en la cárcel.
Lo menos que puede pedirse a quien pretende gobernar en un Estado de derecho es que no sea prófugo ni presidiario. La frase tiene la fuerza aplastante de lo palmario. Lo asombroso no es que se diga, sino que haya que decirlo.
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Con la aparente obviedad, el jefe del Gobierno envió dos mensajes de calado político:
Primero, que el presidente de la Generalitat, como el de cualquier Gobierno del mundo, además de ser elegido legalmente tiene que estar en condiciones materiales de ejercer su cargo. La elección 'in absentia' de Puigdemont contendría un fraude de ley y también un fraude político. Se designaría para gobernar a alguien impedido para realizar las funciones de gobierno. Y tampoco podría asumir cabalmente la representación del Estado en Cataluña, ni el Estado podría aceptar, por dignidad, ser representado por un fugitivo de su propia ley. Puigdemont sería un presidente ficticio, un gobernante que no gobierna y un representante que no representa.
Rajoy ha señalado también las condiciones mínimas que deben darse para levantar el 155, que es lo que ansía hacer. Se equivoca quien crea que mantener intervenida la Generalitat es plato de gusto para este Gobierno. Más bien es un enorme marrón, un atolladero institucional y un campo sembrado de minas del que le conviene salir cuanto antes.
Lo que Rajoy dice a los independentistas es claro: ustedes necesitan recuperar cuanto antes el control de sus instituciones y yo estoy deseando devolvérselo. Hagámonos un favor mutuo y pongan a un presidente que pueda ejercer como tal y al que el Estado pueda reconocer dignamente.
Joan Tapia ha descrito con precisión el balance del famoso choque de trenes: el Estado ha desarticulado el 'procés' independentista y cerrado cualquier vía para reproducirlo. Pero los independentistas han conservado la mayoría parlamentaria y el Gobierno de Cataluña. La forma en que se reconozca y gestione la realidad de un Gobierno secesionista sin posibilidad de secesión abrirá el camino de una solución o el del desastre irreversible.
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El nacionalismo catalán está en la encrucijada de decidir cómo quiere usar el poder que retiene. Si es para recrear la batalla perdida y desatar una nueva espiral de confrontación, que sigan hasta el final con Puigdemont. Pero si se trata de mirar hacia delante, hacerse cargo de la realidad y, tras la guerra política de este otoño infausto, iniciar una tregua que habilite el diálogo, tienen que buscar otra ruta. Lo que pasa por abandonar definitivamente la fantasía de que se puede doblegar al Estado mediante hechos consumados.
La candidatura de Puigdemont es esencialmente revanchista y bloquea la vía hacia la normalidad. No busca dar a Cataluña un buen Gobierno, sino únicamente devolver el golpe. Vosotros (el Estado español) me echasteis y ahora regreso, desafiante, aunque ello suponga sumir de nuevo a mi país en el marasmo y en la pelea infinita.
Es probable que sus contradicciones internas les conduzcan a agotar el plazo de dos meses haciendo como que sostienen a Puigdemont para llegar, como ocurrió con Mas hace dos años, a un desenlace agónico en el último minuto de la prórroga. Pero si finalmente prevalece el chantaje puigdemoníaco, imaginen esta secuencia infernal:
El presidente del Parlament propone a Puigdemont como candidato ausente. El Gobierno recurre y el Tribunal Constitucional suspende la propuesta. A partir de ahí, se abren dos escenarios: en el razonable, se acata la sentencia y se busca otro candidato. En el irracional, se entra de nuevo en la 'vía Forcadell': se ignora al TC, se celebra el pleno y se vota ilegalmente a Puigdemont.
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Naturalmente, el Rey no firma el nombramiento ni este se publica en el boletín oficial, ni hay toma de posesión efectiva. Lo que hay es prolongación del 155. Bloqueo institucional. Más querellas, más procesamientos, más encono social y más deterioro económico. En el forcejeo se agota el plazo y se convocan elecciones otra vez. Nueva mayoría independentista, que vuelve a proponer a Puigdedmont. Y así, ¿hasta cuándo?
Pero hay otra posible secuencia que empieza a aletear en el ambiente: aquella en la que Puigdemont consigue burlar a todos y el día 31 aparece en el Parlament, dispuesto a pronunciar su discurso de investidura. El Gobierno se vería en la tesitura de meter a la fuerza pública en el hemiciclo para interrumpir la sesión y llevárselo detenido, o esperar a que lo voten y arrestar a la salida al recién elegido 'molt honorable president' de la Generalitat. Ambas imágenes espeluznantes recorrerían el mundo.
Las consecuencias políticas serían aún peores. Rajoy se dejó gran parte de su crédito el 1 de octubre. Comprometió su autoridad asegurando que no habría votación ni urnas; pero el caso es que se votó, que se metieron impunemente 6.000 urnas por la frontera y que se obligó a la policía y a la guardia civil a hacer el ridículo tratando de impedir lo que ya no podía impedirse. Los efectos para el PP se notaron el 21-D y se ven en las encuestas recientes.
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Ahora, el Gobierno compromete de nuevo su autoridad y, con ella, el prestigio del Estado. La vicepresidenta afirma enfáticamente que esa investidura no se producirá. No que el Gobierno no la reconocerá —lo que es evidente—, sino que no habrá tal votación de investidura porque Puigdemont no llegará a pisar el recinto parlamentario sin ser antes arrestado y conducido ante el juez.
Esperemos que esta vez esté en condiciones de cumplirlo. Porque en caso contrario, el ridículo y el escándalo serían de tal tamaño que los ceses del ministro del Interior y de la vicepresidenta (por no hablar de todos los responsables de los servicios de información) resultarían claramente insuficientes.
Con sus palabras en la tardía copa navideña, Rajoy ha puesto una línea roja al independentismo, pero también a sí mismo: que el Parlament vote a un candidato que viva en España y no esté preso. Supongo que es consciente de que cualquier suceso que no case con esa exigencia ería incompatible con su permanencia en La Moncloa.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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