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martes, 2 de enero de 2018

¿PROGRESAMOS O RETROCEDEMOS?

La idea de la decadencia nos ha acompañado a lo largo de toda nuestra historia


/Reuters


El comienzo de año es un buen pretexto para reflexionar acerca de si el mundo progresa o retrocede. Es cierto que el término “progreso” está en parte desprestigiado, porque se relaciona con una idea de progreso lineal e irreversible propio de la ilustración, que llevó, entre otras cosas a justificar el colonialismo . Y también porque cunde la idea de que la civilización occidental camina hacia un abismo ecológico, un dudoso futuro laboral, y una desigualdad galopante. Es cierto que la idea de decadencia ha acompañado toda nuestra historia. Homero y Hesiodo ya hablaban de una edad de oro perdida (que, por supuesto, nunca existió). Arthur Herman, en La idea de decadencia en la historia occidental se queja del pesimismo cultural que aquejó al siglo XX. Critica un pesimismo cultural de derechas, que impulsó movimientos fascistas, y después un pesimismo de izquierdas, que impulsó en su momento el comunismo y ahora a movimientos antisistema. Ambos coincidían en afirmar que el mundo estaba muy mal y que había que salvarlo.

Tal vez como reacción, ha aparecido en los últimos años el “Nuevo optimismo”. Figuras importantes son Matt Riley (El optimista racional, Taurus), Steven Pinker (Los ángeles que llevamos dentro. 'El declive de la violencia y sus implicaciones'. Paidós; y 'Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism and Pogress', que aparecerá el próximo mes de febrero), Max Roser, (director de la web Our World in data, de la Universidad de Oxford), Johan Norberg (Progreso: '10 razones para mirar al futuro con optimismo', Instituto Juan de Mariana-Cobas-Deusto, comentado en El Confidencial por Juan Ramon Rallo, hace unos días). Situaría también en este grupo a Francis Fukuyama (El fin de la historia y el último hombre, Planeta) y a alguno de los profetas del “transhumanismo”, convencidos de que nos dirigimos a una etapa en que seremos inmortales y felices.



Los “nuevos optimistas” afirman que sólo la ignorancia o los prejuicios ideológicos impiden ver un hecho incontrovertible: el mundo progresa y su situación es mejor que nunca. Son “optimistas racionales” porque se basan en hechos. La pobreza, la desnutrición, la mortalidad infantil han disminuido, ha mejorado la longevidad, la educación, la protección a la infancia, la atención sanitaria, la libertad, el número de naciones democráticas, el acceso al agua potable. Los datos del Plan de Naciones Unidas para el Desarrollo confirman esta mejoría generalizada de bienestar social.

Así pues, en esas dimensiones, sin duda importantísimas, el mundo ha mejorado. Sin embargo, encuestas en varios países muestran que una mayoría de la población cree que el mundo va a peor. Hace unos años, Time titulaba en portada: “¿Por qué si estamos tan bien nos sentimos tan mal?” Es evidente que para quien sitúe el progreso en otra dimensión –por ejemplo, la religiosa- el mundo habrá retrocedido. Es la conclusión de Robert Nisbet en su interesante 'Historia del progreso'. Hay también antropólogos, como Marshall Sahlins, que piensan que nuestros antepasados prehistóricos se equivocaron al dejar de ser cazadores-recolectores y dedicarse a la agricultura, vivir en ciudades, y tener más hijos. Trabajaban menos antes de hacerlo. A pesar de estas opiniones, creo que los aspectos en que hemos avanzado –expectativas de vida, educación, democracia, etc.-son suficientemente importantes para afirmar que hemos progresado.

Creo que los aspectos en que hemos avanzado son suficientemente importantes para afirmar que hemos progresado

¿Por qué se da esa disparidad entre los datos objetivos y la percepción subjetiva? Se ha aducido como causa que prestamos más atención a los casos negativos, que los medios de comunicación nos informan detalladamente de los infortunios, que una historia concreta de sufrimiento tiene más fuerza que una abrumadora estadística de bienestar y que las decepciones son más frecuentes cuanto más altas son las expectativas, y las nuestras lo son. Hay otras razones más fuertes. Me fijaré en el caso de Steven Pinker, es más erudito de los “nuevos optimistas”. Sostiene, con gran acopio de datos, que la humanidad se está haciendo cada vez menos violenta y agresiva, lo que parece un sarcasmo tras la terrible historia del siglo XX. Lo que pasa es que las muertes violentas pueden contabilizarse de dos maneras: en términos absolutos o en porcentajes de la población. En términos absolutos no ha habido siglo más sangriento que el XX, pero en términos porcentuales no ocurre así. Hubo guerras en las que, en proporción, murió más gente que en la II guerra mundial. Estadísticamente, lo que dice Pinker es impecable, pero también lo sería valorar las cifras absolutas. Por ejemplo, 55 millones de muertos en esa guerra.

Otro problema es la larga duración de las series, que resta importancia a las víctimas de los altibajos cíclicos, por ejemplo a las víctimas de la última crisis económica. Son restos no computables en la marcha alcista del bienestar. El tercer problema es que el aumento del bienestar medio global es compatible con el empobrecimiento de algunas regiones. Si una industria se deslocaliza, el país de donde parte pierde, pero el país donde se radica de nuevo, gana. La igualdad entre naciones disminuye, pero puede aumentar la desigualdad entre distintos sectores de un mismo país.



Pero, a pesar de estos problemas, la mejora de los índices es innegable y, por lo tanto, hay que dar la razón a los “nuevos optimistas”. En cierto sentido me siento cercano a ellos. Me considero un “optimista desconfiado”. En La lucha por la dignidad, María de la Válgoma y yo enunciamos una “Ley del progreso ético de la humanidad”, que a mucha gente le pareció escandalosa, a la vista de la situación . Pensábamos que, objetivamente, el mundo era éticamente mejor que nunca. La ley dice así: “Toda sociedad, cuando se libera de la pobreza extrema, de la ignorancia, del dogmatismo, del miedo al poder, y del odio al vecino, evoluciona hacia un marco ético definido por el reconocimiento de derechos individuales, el rechazo de discriminaciones no justificadas, la participación en el poder político, las garantías jurídicas y las políticas de ayuda”. A pesar de todos los horrores de que somos testigos, creo que ese marco ético también ha progresado. Sin embargo, lo ha hecho a bandazos, como un barco que se aparta de su rumo y que no sabemos si lo volverá a encontrar.

Hay dos tesis del “Nuevo optimismo” que no me convencen. La primera afirma que ese progreso va a seguir lineal y es irreversible. El optimismo tiene dificultad en detectar los fallos y los signos premonitorios de las catástrofes, según David Runciman, un crítico del “nuevo optimismo”, señala en su libro The Confidence Trap. Por eso, como ha contado Jared Diamond, la humanidad ha sufrido colapsos terribles, en que un modo de vida se derrumba. Pensemos por ejemplo en el nazismo. En la actualidad, hay dos serias amenazas: la ecológica y que puedan alcanzarse niveles intolerables de desigualdad.

A pesar de todos los horrores de que somos testigos, creo que ese marco ético también ha progresado

La segunda tesis atribuye el progreso al sistema capitalista, por lo que no hace falta grandes cambios. Esto acerca el “Nuevo optimismo” a posturas conservadoras o liberales/libertarias. Por ejemplo, Johan Norberg es miembro del Cato Institute, dedicado a defender estas políticas. Como ya he expuesto en esta sección, no se puede confiar en que el mercado libre arreglará todos los problemas.
En primer lugar, porque, como ha señalado entre otros North, premio Nobel de Economía, la calidad de las “instituciones sociales” –por ejemplo, las jurídicas- es imprescindible para el buen funcionamiento del mercado, para lo cual deben estar fuera del mercado. En segundo lugar, porque, como señaló Ernesto Garzón Valdés, a mi juicio el mejor filósofo del derecho en lengua española, el mercado, si no se somete a un marco ético superior a él, se convierte en una “institución suicida”. Por ejemplo, para el mercado no tiene sentido preocuparse de las generaciones futuras, porque no son agentes económicos reales. Creo que la fuente de nuestro progreso se debe a la Ley del progreso ético de la Humanidad, que ha sabido aprovechar las ventajas de los mecanismos del mercado. Pero de este tema hablaremos otro día. Hoy sólo quería explicarles por qué soy optimista…., pero desconfiado.


                                                                      JOSÉ ANTONIO MARINA  Vía EL CONFIDENCIAL 

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