El lunes 15 se presenta en Madrid el Índice Mundial de Libertad
Electoral. En el caso español, el resultado es bastante mediocre y ello
se debe sobre todo a nuestro mal desempeño en materia de sufragio
pasivo.
El paradigma democrático
se ha convertido, cuando menos aspiracionalmente, en el estándar
internacional de gobierno, pero bajo su etiqueta se observa una
pluralidad tan amplia de situaciones que, en realidad, el término
“democracia” se ha estirado hasta amparar casi cualquier cosa. No es que
los libertarios seamos creyentes ciegos en la democracia. Al contrario,
somos críticos racionales de este sistema. Lo preferimos, en la
práctica totalidad de los casos, a un sistema de gobierno autocrático.
Pero eso no nos hace conformarnos con la democracia porque sabemos que
es posible y deseable ir mucho más allá en la devolución de la soberanía
al individuo. Cuando éste se ve aplastado por la apisonadora coercitiva
del poder político, poco le importa si ese
poder responde a la voluntad de un dictador armado con tanques o a la
de un millón de conciudadanos armados con votos. La tiranía es tiranía
aunque la mayoría se haga cómplice de ella.
Dada la pluralidad de sistemas etiquetados como democráticos, reviste una gran importancia dilucidar sus respectivos efectos sobre la libertad del elector, que son muy dispares
Por lo tanto,
somos los primeros en denunciar el abuso de la legitimación democrática
para justificar la colectivización de nuestras vidas, haciendas y
decisiones. Podemos aceptar de buen grado, en la fase actual de la
evolución sociocultural, un marco democrático sencillo, directo,
transparente y auténtico para la adopción de algunas decisiones.
¿Cuáles? Aquellas que todavía no puedan devolverse al individuo.
Rechazamos, en cambio, la extensión del procedimiento democrático para
invadir el ámbito individual. Y denunciamos que, con la excusa de la democracia, frecuentemente se socava la libertad.
Además, no podemos sino señalar con desagrado el inmenso paripé en el que se ha convertido la llamada “democracia representativa”.
Conservadores y socialdemócratas adoran este apellido, que para
nosotros expresa una función bastante obsoleta. La democracia se ha
convertido en el reino de los representantes. Se ha invertido la teórica
polaridad del binomio gobernantes-gobernados, y los segundos no pintan
nada. Los primeros, los intermediarios, en connivencia con el ingente aparato funcionarial,
se han enseñoreado de los países democráticos justificando con procesos
electorales un poder excesivo, incontrolado y enquistado. Cabría
apuntar, desde una perspectiva libertaria, que la democracia —como la
cultura o el mercado—, cuanto más directa y menos sometida a
intermediación forzosa, mejor. Ahora bien, alertamos igualmente de los
sistemas de democracia telemática asamblearia que algunos proponen, ya
que pueden resultar aún más invasivos del ámbito individual.
Un equipo de investigadores asesorados por expertos de nueve países ha valorado cincuenta y cinco indicadores para doscientos países, y el resultado es el Índice Mundial de Libertad Electoral (IMLE)
No es
contradictorio pedir a la vez una democracia profunda y una democracia
limitada. Es decir, una democracia real y efectiva, pero ceñida
estrictamente al ámbito público, ámbito que, además, debe ir menguando
al avanzar la individualización de las decisiones, felizmente impulsada
por la tecnología. Al final, lo importante es frenar, detener y revertir
la proliferación del insidioso aparato estatal para sustituirlo, en
cuantas parcelas sea posible, por la libre y espontánea interacción de
los ciudadanos y de sus agrupaciones voluntarias, ya sean lucrativas o
no. Pero, dentro del modelo actual de organización política de las
sociedades, y dada la pluralidad de sistemas etiquetados como
democráticos, reviste una gran importancia dilucidar sus respectivos
efectos sobre la libertad del elector, que son muy dispares.
El próximo lunes 15, la Fundación para el Avance de la Libertad presentará en Madrid un ambicioso trabajo de investigación sobre el estado de la libertad electoral en todo el planeta, y me gustaría extender una invitación abierta a los lectores de esta columna. Los detalles del acto están en su página web. Bajo la dirección del profesor José Antonio Peña, de la Universidad Pablo de Olavide
(Sevilla), un equipo de investigadores asesorados por catorce
especialistas de nueve países ha valorado cincuenta y cinco indicadores
para casi doscientos países. El resultado es el Índice Mundial de Libertad Electoral, que cuenta con la estrecha colaboración de la Universidad Autónoma de Chile. El trabajo analiza el desarrollo político, la libertad de sufragio activo, la de sufragio pasivo y el grado de poder real del elector.
Nuestro circo de la representación es aún más inverosímil y acartonado que los de muchos de los países con los que siempre queremos compararnos
Invito a los
lectores a sacar sus propias conclusiones tras leer el documento, que
está disponible íntegramente en la web. Pero sí me gustaría compartir
una reflexión local desde mi experiencia personal como cofundador en
2009 del Partido Libertario, formación que ha presentado en total unas cuarenta candidaturas electorales en España. Tenemos probablemente una de las peores situaciones para la libertad electoral en la Europa democrática, especialmente desde la reforma de la LOREG.
Nos superan casi todos los países de nuestro entorno político, y ello
se debe sobre todo a un desempeño particularmente malo de nuestro país
en materia de sufragio pasivo. Más que en otros países —más
democráticos, más transparentes, incluso más pequeños—, en España la
política es un coto vallado por altas barreras de entrada. Si nuestra libertad económica cae desde hace años, si nuestro sistema judicial provoca sonrojantes reproches internacionales, si el Consejo de Europa nos sitúa a la cola
de lucha contra la corrupción y si nuestro panorama mediático adolece
de una grave concentración inducida, talonario en mano, por el poder
político, el IMLE nos alerta ahora de que también nos estamos quedando
atrás en materia de libertad electoral. O sea, nuestro circo de la
representación es aún más inverosímil y acartonado que los de muchos de
los países con los que siempre queremos compararnos. Un dato más para el
diagnóstico general de la libertad en España, que empieza a ser
francamente preocupante.
Dentro del mundo
desarrollado, el IMLE arroja cierta correlación —no en todos pero sí en
muchos casos— entre la libertad del votante (y la efectividad real de su
acción política) y el tamaño de la sociedad estudiada. Hay excepciones
importantes en ambas direcciones, pero en general puede afirmarse que
“algo pasa con la democracia” a partir de un cierto tamaño en millones
de habitantes. Es inevitable envidiar a los países desarrollados con
cinco, diez o quince millones de electores, sobre todo los de tradición
jurídico-política nórdica o anglosajona. A la cabeza de este nuevo
ranking mundial queda Irlanda, único país que alcanza la categoría más
alta del índice. En otras latitudes, parafraseando el bolero… lo nuestro es puro teatro.
JUAN PINA Vía VOZ PÓPULI
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