En el independentismo hay discrepancias, pero todos concuerdan en que
algo hay que hacer para mantener abierto el chiringuito, lo que pueda
quedar de glamour y melodía heroica.
Carles Puigdemont en una fotografía de archivo
EFE
En España, acostumbrados como estamos a que las
elecciones las ganen todos (últimamente con la excepción del PP, que
siempre va a menos) es tan natural que nos suene la idea de que los
independentistas han ganado, como la contraria, que han perdido pie.
La política del poder, raramente hay otra, suele
consistir en tratar de ocultar su verdadera consistencia, en desaparecer
o en parecer otra cosa. Pese a que esta regla de interpretación sea tan
clara, solemos olvidarla con frecuencia, y eso añade confusión
innecesaria, justo lo que persigue quien promueve el enredo, la
ocultación.
Cataluña y Tabarnia
Aunque los socialistas, que tampoco mejoran tanto como dicen, sigan insistiendo en el mantra de la diversidad, el reconocimiento de la singularidad, y otros bellos decires por el estilo, la cuestión catalana es, sobre todo, una pelea por el poder organizada de modo suficientemente sofisticado.
Lo que ha ocurrido es que
cuando los supremacistas se aprestaron a dar lo que creían podría ser
el paso definitivo, se han tropezado con que, además de sus hermosos
relatos, existen realidades mostrencas, duras, peleonas y fuertes,
aunque se vean disminuidas por un balbuceante Rajoy,
un tipo capaz de apelar al diálogo cuando le acaba de infringir, y por
la espalda, la derrota más importante y vergonzosa de su carrera. Ese
referéndum que no se iba a celebrar pero que acabó existiendo, terminó
por ser un happening circense, un escenario en el
que los 'malos' de esa película, los pobres guardias para los que Rajoy
no había sabido ni prever alojamiento, quedaban como auténticos
villanos.
Esa realidad con la que no contaban es bastante más dura
de pelar que sus mojigangas, es el Estado democrático, con un Rey a la
cabeza (por eso piden República), es la Europa del Estado de Derecho, es
el mínimo sentido común del orden internacional que sabe que no se
pueden inventar ni mover las fronteras, que, desde luego, así no se
puede.
Para colmo de sus males republicanos
(falsamente republicanos, por supuesto, porque no puede haber república
sin ley) apareció en escena la pesadilla de Tabarnia, la realidad
innegable de que la sociedad catalana no es unánimemente secesionista ni
supremacista, el testimonio activo y divertido de que esos catalanes no
se van a dejar torear por más tiempo, y ya era hora de que lo dijeran.
BAU
Business as usual, tiene que ser la consigna de los pocos secesionistas con algo más que una neurona averiada (es decir, no hablamos de Puigdemont, que, como ha dicho Luis Alberto de Cuenca, es un poeta surrealista), y andan viendo esforzadamente cómo demonios seguir sacando agua de una fuente que han envenenado con su impericia y exceso de ambición.
Los más optimistas piensan que han
ido muy deprisa, y confían en recuperar el ritmo adecuado antes de que
se caigan del todo los palos del sombrajo. Los un poco más listos saben
que el caso es más peliagudo, que no van a ninguna parte, pero
concuerdan con los primeros en que algo hay que hacer para mantener
abierto el chiringuito, los despachos, los coches, lo que pueda quedar
de glamour y melodía heroica, de paseo triunfal, y en ese punto no es
mal dato el resultado electoral, si Puigdemont no la acaba cagando.
Desmentir a Puigdemont
Llevar la contraria a Puigdemont es casi tan grave como dejarse la etiqueta de El Corte Inglés en el regalo de Reyes Magos, pura pornografía. Los piadosos rezarán porque Puchi recupere el sentido y acepte estatua, no se van a andar con remilgos, porque como tan bien ha explicado Miguel Giménez, es especialidad de la casa honrar a los derrotados, una bella manera de ganar siempre, porque pulir la gloria imperecedera es el más eficaz catalizador de la desmemoria.
Pero, salvado ese
espinoso trámite, queda lo peor, cómo seguir mandando en Cataluña,
modelo TV3, sin que nada se desborde más de la cuenta. El asunto es tan
arriscado que no me extrañaría ver a los más comprometidos votando a
Rajoy en unas generales, de la misma forma que elevaron a Zapatero a los
cielos en el 2008.
La respuesta está en otra parte
La victoria de Ciudadanos en las catalanas es de las que pueden servir a los separatistas para explicar la diferencia entre miedo y pavor. Si los aparatos del Estado flojean, la cosa puede ser más indolora, pero si se sitúa al frente del Gobierno alguien con las ideas mínimamente claras, el porvenir de las verdaderas ilusiones de los supremacistas con cabeza se verá seriamente comprometido. Para que lo entiendan los culés, es como si con un partido malamente empatado se puede sacar al camp a un Messi con ganas, que los rivales se den por muertos (y lo afirma un madridista).
El
discurso del Rey dejó claramente establecida una línea de conducta a la
que se están ateniendo con pulcritud todos los responsables. Hasta pudo
parecer que Rajoy tomaba nota, pero tuvo recayó en su aprecio por la
molicie al decidir, se lo dijera quien fuese, que podía bastar con
elecciones inmediatas. Fue un error, casi un crimen, pero ya no tiene
remedio. Ahora hay unos minutos de basura en los que la iniciativa está
en manos de posibles descerebrados, pero el tiempo pasa para todos, y
ese bodrio catalán tendrá que dejar de ser plato obligado más pronto que tarde.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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