El horizonte electoral del PP y de Podemos es cada vez más parecido. Los dos partidos que polarizaron las últimas generales son hoy los más perjudicados por el debate territorial
Mariano Rajoy y Pablo Iglesias, juntos en una foto de archivo. (EFE)
Parece obvio que la cuestión catalana
ha sido —junto al 23F, el terrorismo y la adhesión a la UE— el fenómeno
político más relevante desde la recuperación de la democracia. Menos
evidente es la influencia que ha tenido —y tendrá— la crisis soberanista sobre el resto de España. Y lo que ofrece pocas dudas es que la crisis catalana amenaza con derrumbar cimientos que parecían sólidos.
El primer envite serio al viejo bipartidismo fue el 15-M, que expresó la furia de millones de españoles contra la corrupción, la incompetencia socialista para enfrentarse a la crisis y la baja calidad democrática de las instituciones, lo que explica la irrupción de Podemos y Ciudadanos.
La segunda embestida ha venido de Cataluña. Pero con la paradoja de que los dos partidos más perjudicados serán, si no cambian las cosas en los dos próximos años, el Partido Popular, que durante algo más de un cuarto de siglo ha reinado en el centro derecha, y Podemos, tan envejecido de forma prematura como ahogado por sus propias contradicciones territoriales. Es decir, los dos partidos más enfrentados en las últimas elecciones aparecen hoy como los más desgastados. Sin duda, porque ambos se necesitan electoralmente y continúan siendo interdependientes. El futuro de uno depende en buena medida de lo que le pase al otro. Dos cabalgan juntos.
Es obvio, en sentido contrario, que quienes saldrán mejor parados de la crisis catalana serán Ciudadanos y, en bastante menor medida, el PSOE, que ha enterrado ese esperpento que es la España plurinacional. Es probable que Sánchez vayan mejorando en las encuestas —tampoco es difícil—, pero no por su labor de oposición o por el hecho de que haya conectado con lo que demandan los españoles, sino porque capitalizará sin hacer apenas nada la decadencia de Pablo Iglesias. El pequeño Robespierre, autoproclamado como el genuino representante de la gente, del pueblo, ha dilapidado en poco más de tres años un enorme capital político derivado de la crisis y ha hecho suyo el célebre aserto de Andreotti: "Lo que desgasta es la oposición, no el Gobierno".
Estos movimientos políticos de indudable transcendencia —que serán cada vez más comunes en Europa tras la quiebra del consenso social y del propio concepto de democracia— hay que vincularlos a una realidad algo más que evidente. Detrás del creciente respaldo de Rivera en las encuestas se encuentra su posición clara (y hasta intransigente) sobre Cataluña. No hay que ser ningún lince electoral para observar que la deriva soberanista ha cambiado la percepción de muchos españoles sobre el modelo territorial que define la Constitución.
España es hoy más centralista de lo que lo era hace 40 años, cuando el modelo autonómico apareció como el mejor instrumento para sofocar las demandas territoriales, en particular las de aquellas regiones que habían contado con Estatuto de autonomía durante la república.
Hoy, por el contrario, si se hiciera una encuesta, es probable que reflejara un creciente malestar con el sistema autonómico articulado a través 17 gobiernos regionales y 17 parlamentos. Es paradójico, en este sentido, que lo único que han conseguido los nacionalistas de izquierdas —contradicción donde las haya— más allá de la fractura social en Cataluña es dar alas a Ciudadanos, curtido con un mensaje más centralista que el Partido Popular.
Probablemente, por la incapacidad de la izquierda para enfrentarse al independentismo y defender el modelo autonómico, que fue uno de los grandes éxitos de la Transición. Y que hoy muchos ven como el origen de todos los problemas por la incapacidad de los dos partidos que han gobernado el país en las últimas décadas de actualizarlo y ponerlo al día, convirtiendo al Senado en una cámara territorial.
Rivera, legítimamente, y como ya intentó hacer la UPyD, pretende capitalizar ese malestar, que sin duda existe, y no solo por la cuestión catalana. Pero al contrario que Rosa Díez, es probable que lo consiga. Entre otras cosas porque es el propio Rajoy quien, de manera irresponsable, alienta esa imagen derrochadora de las comunidades y ayuntamientos a través de su virrey Montoro, ajeno a la idea de que un país muy descentralizado en el gasto público (otra cosa es en el nivel de ingresos) exige disponer de corresponsabilidad fiscal y no del ordeno y mando, que, en realidad, es lo que hace Hacienda vulnerando el espíritu de la Constitución. La regla de gasto o el FLA, que nació como un mecanismo extraordinario de liquidez y no como una fórmula permanente de financiación, son hoy la reforma territorial del Estado por la puerta de atrás sin debate constitucional.
El
territorio, en este sentido, se ha convertido en el argumento central
de la vida política española, lo que sin duda supone un cambio radical
respecto de anteriores ciclos electorales, en los que el debate giraba
en torno al populismo o al eje izquierda-derecha.
Ni siquiera la corrupción ha sido capaz de alterar el sistema de
partidos como lo están haciendo ahora las cuestiones territoriales,
espoleadas por los presidentes regionales para capitalizar el
descontento.
Eso explica que si en las generales de 2015 la estrategia de Rajoy pasó por polarizar el voto para frenar a Podemos con la amenaza de que venían los populistas de izquierdas —lo que permitió que el desplome del PP no fuera mayor—, ahora esa tensión se vertebra a través de la política territorial. El Partido Popular, para muchos, ya no es necesario para frenar el populismo de izquierdas.
Podemos está en una situación parecida. El ecosistema en el que nació ha cambiado. Y en la medida en que la crisis, el paro y el descontento con la clase política se vaya alejando con el paso del tiempo, su razón de existir se irá diluyendo si no es capaz de cambiar el discurso político.
Iglesias debía ser consciente de ello cuando descartó investir a Sánchez. Su estrategia pasaba por sacar réditos electorales del caos político, pero cuando el caos no existe (porque las sociedades tienden a normalizarse con el paso del tiempo) solo queda la deslegitimación de las instituciones, lo que tampoco se ha producido porque, como se ha demostrado con Cataluña, son más sólidas de los que algunos creen. Podemos, de esta manera, se ha quedado sin guion. Y lo que es peor para sus intereses, no ha sido capaz de enhebrar otro discurso más pegado a la realidad de la España de 2018, muy distinta a la del 15-M.
El hecho de que la política territorial haya sustituido al populismo como argumento central del debate político —no en el caso de los independentistas, que hacen populismo territorial— no es baladí. Es, por el contrario, un material políticamente muy sensible. Sobre todo, en un país como España, donde las tensiones territoriales han sido frecuentes.
Pero también porque el territorio está detrás de un fenómeno político cada vez más relevante, y que tiene que ver con el mayor peso de las ciudades, de las grandes urbes urbanas, frente a la España interior, despoblada, envejecida y con escaso futuro si no se actúa de forma determinante. Y Ciudadanos, en este sentido, es quien podrá capitalizar ese malestar de muchos ciudadanos con la situación económica.
Aunque la recuperación es algo más que evidente, la percepción es muy distinta en las ciudades con más de cien mil habitantes que en los núcleos del interior, más dependientes de las prestaciones sociales y, por lo tanto, de las transferencias del Estado. Y esa es una tendencia de fondo —vinculada a la calidad del empleo y al coste de la vida— que se le ha escapado al PP, incapaz de generar un nuevo contrato social con la España más dinámica. Ya no basta con ser el baluarte para frenar a Podemos, convertido, finalmente, en un tigre de papel.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
El primer envite serio al viejo bipartidismo fue el 15-M, que expresó la furia de millones de españoles contra la corrupción, la incompetencia socialista para enfrentarse a la crisis y la baja calidad democrática de las instituciones, lo que explica la irrupción de Podemos y Ciudadanos.
La segunda embestida ha venido de Cataluña. Pero con la paradoja de que los dos partidos más perjudicados serán, si no cambian las cosas en los dos próximos años, el Partido Popular, que durante algo más de un cuarto de siglo ha reinado en el centro derecha, y Podemos, tan envejecido de forma prematura como ahogado por sus propias contradicciones territoriales. Es decir, los dos partidos más enfrentados en las últimas elecciones aparecen hoy como los más desgastados. Sin duda, porque ambos se necesitan electoralmente y continúan siendo interdependientes. El futuro de uno depende en buena medida de lo que le pase al otro. Dos cabalgan juntos.
Es obvio, en sentido contrario, que quienes saldrán mejor parados de la crisis catalana serán Ciudadanos y, en bastante menor medida, el PSOE, que ha enterrado ese esperpento que es la España plurinacional. Es probable que Sánchez vayan mejorando en las encuestas —tampoco es difícil—, pero no por su labor de oposición o por el hecho de que haya conectado con lo que demandan los españoles, sino porque capitalizará sin hacer apenas nada la decadencia de Pablo Iglesias. El pequeño Robespierre, autoproclamado como el genuino representante de la gente, del pueblo, ha dilapidado en poco más de tres años un enorme capital político derivado de la crisis y ha hecho suyo el célebre aserto de Andreotti: "Lo que desgasta es la oposición, no el Gobierno".
Deriva soberanista
Estos movimientos políticos de indudable transcendencia —que serán cada vez más comunes en Europa tras la quiebra del consenso social y del propio concepto de democracia— hay que vincularlos a una realidad algo más que evidente. Detrás del creciente respaldo de Rivera en las encuestas se encuentra su posición clara (y hasta intransigente) sobre Cataluña. No hay que ser ningún lince electoral para observar que la deriva soberanista ha cambiado la percepción de muchos españoles sobre el modelo territorial que define la Constitución.
España es hoy más centralista de lo que lo era hace 40 años, cuando el modelo autonómico apareció como el mejor instrumento para sofocar las demandas territoriales, en particular las de aquellas regiones que habían contado con Estatuto de autonomía durante la república.
Hoy, por el contrario, si se hiciera una encuesta, es probable que reflejara un creciente malestar con el sistema autonómico articulado a través 17 gobiernos regionales y 17 parlamentos. Es paradójico, en este sentido, que lo único que han conseguido los nacionalistas de izquierdas —contradicción donde las haya— más allá de la fractura social en Cataluña es dar alas a Ciudadanos, curtido con un mensaje más centralista que el Partido Popular.
Rivera se arma para dar el 'sorpasso' naranja con las encuestas y el bloqueo de Rajoy
Probablemente, por la incapacidad de la izquierda para enfrentarse al independentismo y defender el modelo autonómico, que fue uno de los grandes éxitos de la Transición. Y que hoy muchos ven como el origen de todos los problemas por la incapacidad de los dos partidos que han gobernado el país en las últimas décadas de actualizarlo y ponerlo al día, convirtiendo al Senado en una cámara territorial.
Reformar la Constitución por la puerta de atrás
Rivera, legítimamente, y como ya intentó hacer la UPyD, pretende capitalizar ese malestar, que sin duda existe, y no solo por la cuestión catalana. Pero al contrario que Rosa Díez, es probable que lo consiga. Entre otras cosas porque es el propio Rajoy quien, de manera irresponsable, alienta esa imagen derrochadora de las comunidades y ayuntamientos a través de su virrey Montoro, ajeno a la idea de que un país muy descentralizado en el gasto público (otra cosa es en el nivel de ingresos) exige disponer de corresponsabilidad fiscal y no del ordeno y mando, que, en realidad, es lo que hace Hacienda vulnerando el espíritu de la Constitución. La regla de gasto o el FLA, que nació como un mecanismo extraordinario de liquidez y no como una fórmula permanente de financiación, son hoy la reforma territorial del Estado por la puerta de atrás sin debate constitucional.
El Partido Popular, para muchos, ya no es necesario para frenar el populismo de izquierdas
Eso explica que si en las generales de 2015 la estrategia de Rajoy pasó por polarizar el voto para frenar a Podemos con la amenaza de que venían los populistas de izquierdas —lo que permitió que el desplome del PP no fuera mayor—, ahora esa tensión se vertebra a través de la política territorial. El Partido Popular, para muchos, ya no es necesario para frenar el populismo de izquierdas.
El Gobierno y el PP, en la espiral autodestructiva
Podemos está en una situación parecida. El ecosistema en el que nació ha cambiado. Y en la medida en que la crisis, el paro y el descontento con la clase política se vaya alejando con el paso del tiempo, su razón de existir se irá diluyendo si no es capaz de cambiar el discurso político.
Tigres de papel
Iglesias debía ser consciente de ello cuando descartó investir a Sánchez. Su estrategia pasaba por sacar réditos electorales del caos político, pero cuando el caos no existe (porque las sociedades tienden a normalizarse con el paso del tiempo) solo queda la deslegitimación de las instituciones, lo que tampoco se ha producido porque, como se ha demostrado con Cataluña, son más sólidas de los que algunos creen. Podemos, de esta manera, se ha quedado sin guion. Y lo que es peor para sus intereses, no ha sido capaz de enhebrar otro discurso más pegado a la realidad de la España de 2018, muy distinta a la del 15-M.
El hecho de que la política territorial haya sustituido al populismo como argumento central del debate político —no en el caso de los independentistas, que hacen populismo territorial— no es baladí. Es, por el contrario, un material políticamente muy sensible. Sobre todo, en un país como España, donde las tensiones territoriales han sido frecuentes.
Pero también porque el territorio está detrás de un fenómeno político cada vez más relevante, y que tiene que ver con el mayor peso de las ciudades, de las grandes urbes urbanas, frente a la España interior, despoblada, envejecida y con escaso futuro si no se actúa de forma determinante. Y Ciudadanos, en este sentido, es quien podrá capitalizar ese malestar de muchos ciudadanos con la situación económica.
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Aunque la recuperación es algo más que evidente, la percepción es muy distinta en las ciudades con más de cien mil habitantes que en los núcleos del interior, más dependientes de las prestaciones sociales y, por lo tanto, de las transferencias del Estado. Y esa es una tendencia de fondo —vinculada a la calidad del empleo y al coste de la vida— que se le ha escapado al PP, incapaz de generar un nuevo contrato social con la España más dinámica. Ya no basta con ser el baluarte para frenar a Podemos, convertido, finalmente, en un tigre de papel.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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