"Así es como la Europa apóstata quiere a la Iglesia, convertida en un gran capataz solidario que recauda fondos y moviliza medios para vestir al desnudo o dar posada al peregrino, pero que renuncia a corregir al que se equivoca o enseñar al que no sabe; que renuncia, en definitiva, a evangelizar."
Juan Manuel de Prada
Un ponderado y exhaustivo reportaje de Laura L. Caro en ABC
nos descubría que la entrada de inmigrantes ilegales en España durante
el año recién concluido ha sido la más alta desde 2006. Sospechamos que,
tan pronto como decaiga el reality show catalán, aflorarán las
tensiones provocadas por esta inmigración ilegal, que por supuesto
serán aprovechadas por los pescadores en río revuelto. Son muchos los
países europeos en los que el rechazo a la inmigración se ha convertido
en la principal baza electoral de facciones de nuevo cuño que, para
enardecer a sus simpatizantes, apelan a los «valores» y «principios»
occidentales (y a veces, en el colmo de la desfachatez, se envuelven en
la bandera del cristianismo). Pero lo cierto es que, por lo común, son
formaciones apóstatas que, a la vez, se aferran como gorrinas a todas
las lacras que han convertido Europa en el parque temático de las
aberraciones paganas. Más pronto que tarde, alguien sabrá azuzar el odio
al inmigrante también en España, y sacarle tajada política.
Enfrentada a estas penosas actitudes, la Iglesia hace llamamientos a la acogida e integración del inmigrante sin demasiado éxito. Y, en honor a la verdad, son llamamientos que no resultan del todo convincentes: pues, en su tratamiento de la inmigración, la Iglesia parece haber renunciado a las obras de misericordia espirituales, para centrarse en las corporales (las únicas, por cierto, que han sido representadas en el belén de la plaza de San Pedro esta Navidad). Así es como la Europa apóstata quiere a la Iglesia, convertida en un gran capataz solidario que recauda fondos y moviliza medios para vestir al desnudo o dar posada al peregrino, pero que renuncia a corregir al que se equivoca o enseñar al que no sabe; que renuncia, en definitiva, a evangelizar.
En contra de lo que pretenden los neocones, el Papa Francisco no ha adoptado un discurso demasiado distinto al de sus predecesores. Pero las circunstancias han variado enormemente: cuando León XIII o Pío XII proclamaban el derecho a emigrar de todos los hombres se dirigían a un mundo en el que sobre todo emigraban los católicos (italianos e irlandeses, polacos y españoles) a países de mayoría protestante. Hoy, por el contrario, quienes emigran son musulmanes; y lo hacen a países apóstatas, convertidos en parques temáticos de las aberraciones paganas. Aquí cabría recordar que el derecho a emigrar que la Iglesia reconoce es subsidiario al «derecho a un espacio vital familiar en su lugar de origen», que está siendo conculcado por la rapacidad económica y los apetitos belicistas del mundialismo, interesado materialmente en desbaratar las naciones y en asegurarse remesas de mano de obra barata. Y, sobre todo, interesado espiritualmente en triturar el cristianismo mediante una doble ofensiva que ya detectó Chesterton en La taberna errante: la extensión de la apostasía (o, dicho más finamente, del laicismo) y la islamización de Europa.
Si la Iglesia no afina su discurso sobre inmigración podría estar beneficiando los intereses de quienes provocan corrientes migratorias a su arbitrio y a la vez haciendo el caldo gordo a quienes desde el paganismo gorrino azuzan el odio al inmigrante. Este peligro quedaría conjurado si la Iglesia volviese a predicar la íntima unión de las obras de misericordia corporales y espirituales, y la prioridad de las segundas respecto a las primeras. Que es lo que nos enseña San Pablo cuando convierte al esclavo Onésimo, salvando su alma, antes de pedirle a Filemón que lo auxilie corporalmente. Pues la separación de las obras de misericordia corporales y espirituales sólo consigue invadir el mundo de virtudes locas, cebo predilecto de todos los pescadores en río revuelto.
Enfrentada a estas penosas actitudes, la Iglesia hace llamamientos a la acogida e integración del inmigrante sin demasiado éxito. Y, en honor a la verdad, son llamamientos que no resultan del todo convincentes: pues, en su tratamiento de la inmigración, la Iglesia parece haber renunciado a las obras de misericordia espirituales, para centrarse en las corporales (las únicas, por cierto, que han sido representadas en el belén de la plaza de San Pedro esta Navidad). Así es como la Europa apóstata quiere a la Iglesia, convertida en un gran capataz solidario que recauda fondos y moviliza medios para vestir al desnudo o dar posada al peregrino, pero que renuncia a corregir al que se equivoca o enseñar al que no sabe; que renuncia, en definitiva, a evangelizar.
En contra de lo que pretenden los neocones, el Papa Francisco no ha adoptado un discurso demasiado distinto al de sus predecesores. Pero las circunstancias han variado enormemente: cuando León XIII o Pío XII proclamaban el derecho a emigrar de todos los hombres se dirigían a un mundo en el que sobre todo emigraban los católicos (italianos e irlandeses, polacos y españoles) a países de mayoría protestante. Hoy, por el contrario, quienes emigran son musulmanes; y lo hacen a países apóstatas, convertidos en parques temáticos de las aberraciones paganas. Aquí cabría recordar que el derecho a emigrar que la Iglesia reconoce es subsidiario al «derecho a un espacio vital familiar en su lugar de origen», que está siendo conculcado por la rapacidad económica y los apetitos belicistas del mundialismo, interesado materialmente en desbaratar las naciones y en asegurarse remesas de mano de obra barata. Y, sobre todo, interesado espiritualmente en triturar el cristianismo mediante una doble ofensiva que ya detectó Chesterton en La taberna errante: la extensión de la apostasía (o, dicho más finamente, del laicismo) y la islamización de Europa.
Si la Iglesia no afina su discurso sobre inmigración podría estar beneficiando los intereses de quienes provocan corrientes migratorias a su arbitrio y a la vez haciendo el caldo gordo a quienes desde el paganismo gorrino azuzan el odio al inmigrante. Este peligro quedaría conjurado si la Iglesia volviese a predicar la íntima unión de las obras de misericordia corporales y espirituales, y la prioridad de las segundas respecto a las primeras. Que es lo que nos enseña San Pablo cuando convierte al esclavo Onésimo, salvando su alma, antes de pedirle a Filemón que lo auxilie corporalmente. Pues la separación de las obras de misericordia corporales y espirituales sólo consigue invadir el mundo de virtudes locas, cebo predilecto de todos los pescadores en río revuelto.
JUAN MANUEL DE PRADA Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
Publicado en ABC.
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