Tal vez valga la pena hacer referencia también a otras dimensiones de lo democrático, relacionadas más bien con las actitudes y disposiciones de sus protagonistas
Pancarta colgada en el mes de septiembre, posteriormente retirada, en la fachada del Ayuntamiento de Barcelona. (EFE)
De manera totalmente espontánea, como todo cuanto viene ocurriendo en el 'procés' desde sus orígenes, muchos balcones de las ciudades catalanas han aparecido en las últimas semanas decorados con un nuevo tipo de pancarta. Han desaparecido las que aludían de una u otra manera a la independencia y ahora todas se refieren, sencillamente, a la democracia.
Son iguales sin excepción, tanto en la leyenda como en el dibujo que
acompaña a esta, pero debe ser casualidad. Al igual que debe ser fruto
de la casualidad el que en la reciente campaña electoral ninguno de los
dos grandes partidos hoy decididamente independentistas —ERC y el PDeCAT rebautizado por Puigdemont como Junts per Catalunya— hicieran la menor referencia a la independencia y se limitaran a presentar afirmaciones vacías, del tipo "la democracia siempre gana", susceptibles de ser suscritas por cualquier formación política del arco parlamentario.
De hecho, para cualquier observador de la realidad catalana mínimamente atento resultaba por completo evidente que la cuestión de la independencia les incomodaba de manera profunda. Supongo que en parte la incomodidad se debía a que ellos mismos parecían no tener claro si la que habían declarado semanas atrás había sido meramente simbólica, litúrgica, testimonial o cualquiera de los términos que sus dirigentes utilizaban para definirla, pero dejando siempre claro que, en todo caso, no había sido efectivamente real.
Ambas circunstancias coinciden —tercera casualidad— con la tesis planteada por un ideólogo sobrevenido del independentismo, según la cual el problema de España es que tiene una democracia de baja calidad. Se conoce que mientras para algunos las desgracias nunca vienen solas, para otros las que vienen juntas son las coincidencias. Pero no nos distraigamos con las casualidades, por abundantes que sean, e intentemos ir al fondo del asunto, abordando de una vez por todas la pregunta: ¿es cierto que esto del 'procés' va de democracia, como hemos visto que repiten sus partidarios? Adelantemos la respuesta: sí, pero no en el sentido que ellos acostumbran a declarar.
Llegados aquí, el presente texto podría proseguir insistiendo en esas consideraciones, tan reiteradas de un tiempo a esta parte, acerca del valor de las leyes como garante de la democracia, de la necesidad de cumplir con una serie de condiciones como el respeto a las minorías, unos medios de comunicación públicos alejados del sectarismo y respetuosos con la efectiva pluralidad de la sociedad, una administración pública al servicio de los ciudadanos y ajena a toda forma de clientelismo, etc. Consideraciones todas ellas dignas sin duda de ser reiteradas cuantas veces haga falta, pero que no agotan la reflexión sobre el asunto. Por ello, tal vez valga la pena hacer referencia también a otras dimensiones de lo democrático, relacionadas más bien con las actitudes y disposiciones de sus protagonistas, tanto de los ciudadanos como de sus representantes, en las que asimismo parece ponerse en juego, y de manera determinante por cierto, la calidad de la vida pública de una sociedad.
Algo de lo que decía Karl Popper acerca de que el talante insobornablemente crítico del científico es condición indispensable para el desarrollo del conocimiento podría ser de aplicación a la ciudadanía y al buen funcionamiento de la democracia. Y es que, en el fondo, uno de los supuestos básicos de esta es que la gente no solo dispone de la posibilidad de cambiar de opinión sino que, efectivamente, cambia. Pensémoslo desde otro ángulo: en una sociedad repleta de votantes completamente fidelizados, dispuestos a votar siempre lo mismo, de acuerdo con unos ideales inamovibles y persiguiendo un prototipo de sociedad respecto a cuya idoneidad no albergaran la menor duda, no habría alternancia democrática hasta que la biología (la inexorable muerte de los votantes de mayor edad y la irrupción de los más jóvenes) o la demografía (incorporación de votantes venidos de otras latitudes) cambiara la composición del conjunto del cuerpo electoral.
No parece un modelo de gran vitalidad democrática precisamente. Sin embargo, lo cierto es que los resultados electorales del pasado 21 de diciembre en Cataluña, con un electorado independentista insensible a la rotunda falsación de las predicciones de sus dirigentes (por seguir con el lenguaje popperiano) y aceptando sin crítica las disparatadas versiones que el oficialismo le proporcionaba de lo que acaba de ocurrir escasas semanas antes (un solo botón de muestra: la huida de las empresas catalanas traía causa, según la Generalitat, en las cargas policiales del 1 de octubre), a lo que más nos acercan es, desde luego, al mencionado modelo.
Pero otra de las premisas básicas de la democracia es también la falibilidad de los gobernantes en particular y de los políticos en general. Se supone que en unas elecciones se lleva a cabo una rendición de cuentas de la gestión realizada por parte de quienes hasta ese momento detentaban el poder (aunque también, en la medida correspondiente, de la actividad de la oposición), al tiempo que las diversas fuerzas políticas que concurren a la cita presentan a la ciudadanía una propuesta de actuación futura desde el gobierno para el supuesto de que aquella les otorgue su confianza.
Empezando por lo primero, un ejemplo de ausencia de rendición de cuentas la tenemos en estas últimas elecciones autonómicas, en las que la autocrítica por la deriva adoptada al final por el 'procés' apenas duró un par de días. Pero tal vez mucho más claro sea el ejemplo de las inmediatamente anteriores, las del 27 de septiembre de 2015, calificadas por el convocante, Artur Mas, como plebiscitarias y en las que él mismo no iba como cabeza de lista, sino que dicho lugar lo ocupaba una persona, Raül Romeva, hasta pocos semanas antes en las filas de Iniciativa per Catalunya. Este, por definición, no estaba en condiciones objetivas de rendir cuentas de la acción de un Govern del que no había formado parte, como tampoco había formado parte del partido que lo sustentaba, por lo que soslayaba sistemáticamente la cuestión en cuantos debates participaba. Quedó así absolutamente incumplido uno de los requisitos fundamentales que concede sentido a las elecciones en democracia.
¿Y qué decir, en fin, del otro requisito imprescindible para que pueda hablarse de una vida democrática aceptable, el de la presentación de propuestas por parte de las diferentes fuerzas políticas para el hipotético caso de que alcancen el poder? ¿Se conocían las presentadas por el bloque ganador, más allá de instar a la restitución del anterior Govern? En realidad conocerse, solo se conocía una propuesta concreta, la presentada por Carles Puigdemont para el caso de que Junts per Cataluña ganara las elecciones. La anunció el 12 de diciembre en una rueda de prensa desde su peculiar exilio, sin dejar margen para una interpretación ambigua: "Si la decisión es que el Parlamento me invista en el Gobierno a mí, si el Parlamento tiene mayoría independentista y me da la confianza, esto no tiene plan B. Este es el plan. Yo volveré al Palau de la Generalitat, que nadie tenga ninguna duda". Y por si alguien la tenía, el anuncio se convirtió en el mismísimo eslogan de su campaña: "Para que vuelva el 'president', vota al 'president'". Pues bien, esta única propuesta ya ha sido desmentida por su autor, que, apenas pocos días después de que el bloque independentista ganara las elecciones, ha dejado de tener claro si regresa o no.
Resumiendo: debería como mínimo sorprender o incluso mover a escándalo que quienes —además de quebrantar hasta sus propias leyes, no respetar a las minorías, intoxicar a través de los medios de comunicación públicos y practicar el clientelismo en la administración que controlan— no rinden cuentas a la ciudadanía y, cuando hacen propuestas, se apresuran a incumplirlas a la menor oportunidad hayan convertido, precisamente ellos, la reivindicación de la democracia en su nueva consiga. Pero estos cinco años largos de 'procés' han dejado muy en entredicho la efectiva predisposición a la crítica por parte de un importante sector de ciudadanos catalanes que, si algo han acreditado, sobre todo en los últimos tiempos, es una credulidad a prueba de bomba. No es esta última una buena noticia, ciertamente, pero peor es todavía que se tome el nombre de la democracia en vano, sobre todo por parte de quienes tan poco la respetan y andan ufanos por haber metido papeletas a puñados en un 'tupperware' en la plaza del pueblo.
MANUEL CRUZ Vía EL CONFIDENCIAL
De hecho, para cualquier observador de la realidad catalana mínimamente atento resultaba por completo evidente que la cuestión de la independencia les incomodaba de manera profunda. Supongo que en parte la incomodidad se debía a que ellos mismos parecían no tener claro si la que habían declarado semanas atrás había sido meramente simbólica, litúrgica, testimonial o cualquiera de los términos que sus dirigentes utilizaban para definirla, pero dejando siempre claro que, en todo caso, no había sido efectivamente real.
¿Es
cierto que esto del 'procés' va de democracia, como hemos visto que
repiten sus partidarios? La respuesta es sí, pero no en el sentido que
le dan
Ambas circunstancias coinciden —tercera casualidad— con la tesis planteada por un ideólogo sobrevenido del independentismo, según la cual el problema de España es que tiene una democracia de baja calidad. Se conoce que mientras para algunos las desgracias nunca vienen solas, para otros las que vienen juntas son las coincidencias. Pero no nos distraigamos con las casualidades, por abundantes que sean, e intentemos ir al fondo del asunto, abordando de una vez por todas la pregunta: ¿es cierto que esto del 'procés' va de democracia, como hemos visto que repiten sus partidarios? Adelantemos la respuesta: sí, pero no en el sentido que ellos acostumbran a declarar.
Llegados aquí, el presente texto podría proseguir insistiendo en esas consideraciones, tan reiteradas de un tiempo a esta parte, acerca del valor de las leyes como garante de la democracia, de la necesidad de cumplir con una serie de condiciones como el respeto a las minorías, unos medios de comunicación públicos alejados del sectarismo y respetuosos con la efectiva pluralidad de la sociedad, una administración pública al servicio de los ciudadanos y ajena a toda forma de clientelismo, etc. Consideraciones todas ellas dignas sin duda de ser reiteradas cuantas veces haga falta, pero que no agotan la reflexión sobre el asunto. Por ello, tal vez valga la pena hacer referencia también a otras dimensiones de lo democrático, relacionadas más bien con las actitudes y disposiciones de sus protagonistas, tanto de los ciudadanos como de sus representantes, en las que asimismo parece ponerse en juego, y de manera determinante por cierto, la calidad de la vida pública de una sociedad.
Un
ejemplo de ausencia de rendición de cuentas la tenemos en estas últimas
elecciones autonómicas, en las que la autocrítica apenas duró un par de
días
Algo de lo que decía Karl Popper acerca de que el talante insobornablemente crítico del científico es condición indispensable para el desarrollo del conocimiento podría ser de aplicación a la ciudadanía y al buen funcionamiento de la democracia. Y es que, en el fondo, uno de los supuestos básicos de esta es que la gente no solo dispone de la posibilidad de cambiar de opinión sino que, efectivamente, cambia. Pensémoslo desde otro ángulo: en una sociedad repleta de votantes completamente fidelizados, dispuestos a votar siempre lo mismo, de acuerdo con unos ideales inamovibles y persiguiendo un prototipo de sociedad respecto a cuya idoneidad no albergaran la menor duda, no habría alternancia democrática hasta que la biología (la inexorable muerte de los votantes de mayor edad y la irrupción de los más jóvenes) o la demografía (incorporación de votantes venidos de otras latitudes) cambiara la composición del conjunto del cuerpo electoral.
No parece un modelo de gran vitalidad democrática precisamente. Sin embargo, lo cierto es que los resultados electorales del pasado 21 de diciembre en Cataluña, con un electorado independentista insensible a la rotunda falsación de las predicciones de sus dirigentes (por seguir con el lenguaje popperiano) y aceptando sin crítica las disparatadas versiones que el oficialismo le proporcionaba de lo que acaba de ocurrir escasas semanas antes (un solo botón de muestra: la huida de las empresas catalanas traía causa, según la Generalitat, en las cargas policiales del 1 de octubre), a lo que más nos acercan es, desde luego, al mencionado modelo.
Pero otra de las premisas básicas de la democracia es también la falibilidad de los gobernantes en particular y de los políticos en general. Se supone que en unas elecciones se lleva a cabo una rendición de cuentas de la gestión realizada por parte de quienes hasta ese momento detentaban el poder (aunque también, en la medida correspondiente, de la actividad de la oposición), al tiempo que las diversas fuerzas políticas que concurren a la cita presentan a la ciudadanía una propuesta de actuación futura desde el gobierno para el supuesto de que aquella les otorgue su confianza.
Empezando por lo primero, un ejemplo de ausencia de rendición de cuentas la tenemos en estas últimas elecciones autonómicas, en las que la autocrítica por la deriva adoptada al final por el 'procés' apenas duró un par de días. Pero tal vez mucho más claro sea el ejemplo de las inmediatamente anteriores, las del 27 de septiembre de 2015, calificadas por el convocante, Artur Mas, como plebiscitarias y en las que él mismo no iba como cabeza de lista, sino que dicho lugar lo ocupaba una persona, Raül Romeva, hasta pocos semanas antes en las filas de Iniciativa per Catalunya. Este, por definición, no estaba en condiciones objetivas de rendir cuentas de la acción de un Govern del que no había formado parte, como tampoco había formado parte del partido que lo sustentaba, por lo que soslayaba sistemáticamente la cuestión en cuantos debates participaba. Quedó así absolutamente incumplido uno de los requisitos fundamentales que concede sentido a las elecciones en democracia.
Conocerse,
solo se conocía una propuesta concreta, la presentada por Carles
Puigdemont para el caso de que Junts per Cataluña ganara las elecciones
¿Y qué decir, en fin, del otro requisito imprescindible para que pueda hablarse de una vida democrática aceptable, el de la presentación de propuestas por parte de las diferentes fuerzas políticas para el hipotético caso de que alcancen el poder? ¿Se conocían las presentadas por el bloque ganador, más allá de instar a la restitución del anterior Govern? En realidad conocerse, solo se conocía una propuesta concreta, la presentada por Carles Puigdemont para el caso de que Junts per Cataluña ganara las elecciones. La anunció el 12 de diciembre en una rueda de prensa desde su peculiar exilio, sin dejar margen para una interpretación ambigua: "Si la decisión es que el Parlamento me invista en el Gobierno a mí, si el Parlamento tiene mayoría independentista y me da la confianza, esto no tiene plan B. Este es el plan. Yo volveré al Palau de la Generalitat, que nadie tenga ninguna duda". Y por si alguien la tenía, el anuncio se convirtió en el mismísimo eslogan de su campaña: "Para que vuelva el 'president', vota al 'president'". Pues bien, esta única propuesta ya ha sido desmentida por su autor, que, apenas pocos días después de que el bloque independentista ganara las elecciones, ha dejado de tener claro si regresa o no.
Resumiendo: debería como mínimo sorprender o incluso mover a escándalo que quienes —además de quebrantar hasta sus propias leyes, no respetar a las minorías, intoxicar a través de los medios de comunicación públicos y practicar el clientelismo en la administración que controlan— no rinden cuentas a la ciudadanía y, cuando hacen propuestas, se apresuran a incumplirlas a la menor oportunidad hayan convertido, precisamente ellos, la reivindicación de la democracia en su nueva consiga. Pero estos cinco años largos de 'procés' han dejado muy en entredicho la efectiva predisposición a la crítica por parte de un importante sector de ciudadanos catalanes que, si algo han acreditado, sobre todo en los últimos tiempos, es una credulidad a prueba de bomba. No es esta última una buena noticia, ciertamente, pero peor es todavía que se tome el nombre de la democracia en vano, sobre todo por parte de quienes tan poco la respetan y andan ufanos por haber metido papeletas a puñados en un 'tupperware' en la plaza del pueblo.
MANUEL CRUZ Vía EL CONFIDENCIAL
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