La mayoría de la gente se conforma de manera habitual con una
verosimilitud tolerable, aunque sea muy tenue, y con cualesquiera fines
que se proclamen con palabras biensonantes.
La democracia y la verdad.
EFE
El señor Macron,
que está de moda, acaba de anunciar una ley “contra las noticias
falsas”, contra las mentiras, aunque solo en caso de elecciones. Cuando
la idea de verdad se pretende contraponer a la mentira se penetra, tal
vez inadvertidamente, en un terreno que puede ser resbaladizo. Macron
podría haberse inspirado en nuestro Fraga
que estableció en el artículo segundo de su famosa “ley de prensa”, el
respeto a la “verdad objetiva” como principio fundamental. A primera
vista, nadie sensato podría estar en desacuerdo, pero bastará recordar a
Humpty Dumpty (“La cuestión es,
simplemente, quién manda aquí”), para caer en la cuenta de los riesgos
que implica poner nuestra conciencia en manos de la autoridad, porque
exactamente eso es lo que se pone en riesgo cuando se encomienda al
poder político que proteja nuestra inocencia. Macron, y Fraga, y Trump, y Maduro,
y tantos que no quieren admitir límites a su poder pretenden
garantizarnos la verdad a cambio de ser ellos quienes la establezcan.
Pésimo negocio.
Engañar mucho, engañar a todos
Vivimos en sociedades que no solo soportan la
mentira con gran facilidad, sino que aspiran a vivir de ellas, que las
han convertido en una industria. Poseemos los medios para multiplicar,
prácticamente hasta el infinito, cualquier “versión” o apariencia, y,
por supuesto, cualquier falsedad, especialmente cuando se hace, y se
hace extraordinariamente a menudo, para que puedan pasar por verdaderas
afirmaciones que distan muy mucho de serlo, para engañar. Se ha llegado a
vender como un progreso la idea de que vivimos en la época de la posverdad.
Pero constatar esa realidad, y los peligros que encierra, no debiera llevarnos a un refugio infinitamente más peligroso, a depositar en el Estado, o en cualquiera de sus 'ersatzs', el peso de nuestra conciencia
Pero constatar esa realidad, y los peligros que
encierra, no debiera llevarnos a un refugio infinitamente más peligroso,
a depositar en el Estado, o en cualquiera de sus ersatzs, el peso de nuestra conciencia. Como muy bien dijo James Madison
en un discurso en el Congreso en 1794, “si atendemos a la naturaleza
del gobierno republicano nos encontramos con que el pueblo tiene poderes
de censura sobre el gobierno, y no el gobierno sobre el pueblo”, de
forma que poner en manos de los poderes públicos la única garantía de la veracidad sería un verdadero disparate. No vale cualquier defensa de la verdad, ni de la libertad, no vale imponer el bien, es un absurdo, y por eso Orwell
escribió en cierta ocasión que, si alguna vez el fascismo llegase a
triunfar, la haría en nombre de la libertad, de una falsa libertad, por
supuesto.
Para protegernos de la mentira solo
podemos usar de nuestra libertad de juicio, de las fuentes en que
confiemos, de ninguna manera en el poder, que nunca es angélico, que no
puede serlo. Hasta ahora ha venido siendo cierto que se puede engañar a
muchos siempre y a todos un tiempo, pero no a todos siempre, aunque
medidas como la que propone Macron podrían acabar por conseguirlo.
Lo verosímil y lo verdadero
Distinguir
lo que es verosímil de lo que es verdadero, aunque pueda parecer
inverosímil, no es un ejercicio sencillo, supone inteligencia, voluntad,
esfuerzo. Eso explica muy bien la gran facilidad con la que nos
entregamos a las falsedades bien acicaladas, a las mentiras piadosas, al
eufemismo y las posverdades. En política existe toda una industria del disfraz, para que parezca lo que no es, y desaparezca lo que es cierto, pero la democracia
solo podrá subsistir si es suficiente el número de los ciudadanos que
castigan ese proceder, que no lo perdonan, aunque sea el proceder de los
supuestamente “suyos”.
El éxito de muchas políticas consiste, precisamente, en hacernos insensibles al engaño, en convencernos de que nos conviene aceptar por cierto lo que bien sabemos que no lo es
El éxito de muchas políticas consiste,
precisamente, en hacernos insensibles al engaño, en convencernos de que
nos conviene aceptar por cierto lo que bien sabemos (o, tal vez, no) que
no lo es. Eso puede hacerse porque, en primer lugar, el mundo está
radicalmente dividido respecto a verdades muy básicas, y, en segundo
lugar, porque muchas verdades importantes, como las verdades de la
ciencia, por ejemplo, pueden ser contraintuitivas,
parecer falsas a primera vista, pueden ir contra ciertas convenciones
muy extendidas, y, en su lugar, acabamos aceptando como beneficiosas las
falsedades más necias. Hace falta valor para proclamar, por ejemplo,
que ciertas medidas de protección social perjudicarán a los más débiles,
enriquecerán a los que las promueven y no servirán para lo que
proclaman, y hace falta valor porque eso puede hacer que se pierdan votos, los votos de quienes prefieren ser engañados y felices, pero esclavos de prejuicios y falsas creencias.
Cataluña y las pensiones
Dos ejemplos de libro. El de las pensiones,
en primer lugar. Es obvio que el sistema español conduce directamente a
una quiebra de resultados imprevisibles (catastróficos, en cualquier
caso), pero mientras se pueda seguir tirando, engordando la deuda pública,
nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato, porque se confía en que
cuando el asunto estalle ya estemos todos muertos, o, incluso, en que
alguien haga un milagro para arreglarlo. Pero no será el caso. Unos tras
otros los Gobiernos persisten en engañarnos, y lo hacen sobre la
evidencia moral de que la solidaridad es mejor que el egoísmo, pero esa
verdad ética no se puede trasladar sin más a un sistema contable.
Ha habido que someter al Rey al desgaste de hablar de la “deslealtad insoportable”, cuando ni uno solo de nuestros líderes con mando en plaza se había atrevido a enfrentarse al problema
El problema de Cataluña se ha abordado como si
fuese un problema político ordinario, y no lo es. No lo es porque la
política solo puede darse entre quienes respetan las convenciones comunes
(las leyes), y los separatistas han hecho evidente que están dispuestos
a saltárselas. No se puede juagar al fútbol con quienes afirman tener
derecho a meter goles con la mano, pero se nos miente al respecto porque
afrontar la verdad del caso requiere unas dosis de coraje que no
abundan. La prueba es que ha habido que someter al Rey al desgaste de
hablar de la “deslealtad insoportable”, cuando ni uno solo de nuestros
líderes con mando en plaza se había atrevido a enfrentarse al problema
sin tratar de confundirlo, por ejemplo, con una clase de baile.
La excusa del progreso
Vivimos sometidos a una especie de dictadura de quienes dicen hablar en nombre del progreso.
Es duro llevarles la contraria, porque las palabras nos han hecho
trampa y nos sometemos con facilidad a esos modelos ideales de avance,
aunque sepamos que llevan al disparate, a Maduro o a Teherán, a los Castro o a Corea del norte. El ayuntamiento de Madrid coloca una carroza gay en la cabalgata de Reyes para hacer más visible la diversidad,
pero es seguro que evitaría una carroza conservadora en el día del
orgullo gay, porque eso no sería progresista, es decir porque no les
sale de las narices.
Toda forma de
conocimiento está rodeada de inmensos racimos de ignorancia, con un aire
de familia muy parecido al del saber verdadero, sin que sea tarea
sencilla distinguir el grano de la paja. Y toda verdad moral puede venir
rodeada de subterfugios, de manipulaciones y de abuso de poder.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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