El ocultamiento que la ministra ha hecho de su Villa Meona nos sirve para explicar el mecanismo psicológico del puritanismo hipócrita
Juan Manuel de Prada
Siempre
hicieron bromas nuestros clásicos de «la mala lengua castellana y peor
vizcaína» (por utilizar la expresión cervantina) de las gentes de
Vizcaya; y también de su tosquedad y propensión a la cólera. Pero ni
Cervantes ni Quevedo, a quienes tanto gustaba retratar jocosamente a los
vizcaínos, habrían hecho carrera con la ministra Celaá, que es mujer
finísima en su expresión, con delicadezas lingüísticas que nos hacen
temer que cualquier día suelte «Bilbado» o «bacalado». De momento ya ha
atribuido a Aristóteles una sentencia que Aristóteles nunca escribió; y
también ha soltado un símil extrañísimo que admite todo tipo de lecturas
jocosas, al definir el gabinete del doctor Sánchez, más molido que
cibera, como «un equipo de granito, perfectamente engrasado». Pero la
expresión de la ministra Celaá destaca sobre todo por su cualidad
sibilina y su afectación de virtud, envuelta siempre en los terciopelos
de la hipocresía.
Y así, muy exquisita y elegantemente, se ha despachado contra la prensa, acusándola de «utilizar informaciones que vienen del chantaje y de lugares oscuros». Entre esos lugares oscuros debemos contar, a partir de hoy, el Registro de la Propiedad, donde a Celaá le han encontrado una nueva Villa Meona que no había incluido en su declaración de bienes. Afirmaba La Rouchefoucauld, con su habitual pesimismo, que «nuestras virtudes son, con mucha frecuencia, vicios disfrazados»; pues, en efecto, el vicio gusta mucho de adornarse con las plumas de pavo real de la virtud. Este ocultamiento que la ministra Celaá ha hecho de su Villa Meona nos sirve para explicar el mecanismo psicológico del puritanismo hipócrita, que en su afán por parecer intachable proyecta una sombra de pecado sobre lo que nada tiene de pecaminoso; llegando a cometer los más terrible pecados por ocultar aquello en lo que ningún pecado había. Nada malo hay en ser dueña de una casa con media docena de baños, aunque revele un prurito de higiene tal vez excesivo. Pero la ministra Celaá, con exceso moralista típicamente puritano, se avergüenza de ser rica y piensa que declarar sus riquezas la retrata como una persona viciosa; por lo que las oculta ladinamente, como nuestros primeros padres ocultaron su inocente desnudez, revelando así su pecado.
El puritano ve la sombra del vicio allá donde no hay vicio alguno; y acaba incurriendo en todos los vicios, en su afán por adornarse con las plumas de pavo real de la virtud. Pero este episodio bochornoso, además de delatar a la puritana Celaá, revela el fondo de monstruoso puritanismo en el se asienta la moderna actividad política. Pues, ¿por qué se obligan nuestros políticos a mostrar su patrimonio? Porque necesitan farolear de su honestidad. Y el hombre virtuoso nunca farolea de sus virtudes, al contrario de quien se sabe íntimamente vicioso. Resulta, en verdad, hilarante que una clase política que ha hecho de la corrupción (material, pero sobre todo moral) su hábitat natural recurra a tales aspavientos y afectaciones de virtud.
JUAN MANUEL DE PRADA Vía ABC
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