Los filósofos tienen la obligación de reflexionar sobre los cambios en el mundo del dinero, una ficción antigua que ahora ha dado un salto cualitativo con las criptomonedas
El logo del bitcoin, en una convención tecnológica en Taipei. (Reuters)
La semana pasada escuché una brillante conferencia de José Maria Anguiano sobre el Blockchain, el bitcoin y los problemas jurídicos que plantean estas tecnologías informáticas. En una breve intervención, Antonio Garrigues sostuvo que, ante la complejidad del tema, los filósofos debían dar su opinión.
Estoy de acuerdo. Tal como la entiendo, la filosofía tiene como función
conocer la inteligencia humana y sus creaciones, para comprenderlas, y
así poder tomar mejores decisiones. 'Comprender' debería ser la palabra
estrella en una cultura que está volcada en el mero 'utilizar'. Por
ejemplo, un ordenador puede utilizar los códigos jurídicos
eficientemente, sin comprender lo que hace.
En este momento, la tecnología ha fortalecido una característica del ser humano —vivir en la realidad a través de mediaciones irreales— porque ha creado una consistente 'realidad virtual'. Ha hecho posible también una 'realidad ampliada', lo que nos obliga a educar una 'inteligencia ampliada' también. El desembarco de potentes y baratos sistemas de inteligencia artificial hace que algunos auguren la emergencia de una nueva especie 'transhumana'. La Union Europea estudia el estatuto jurídico de la 'personalidad electrónica'. Una parte de la filosofía, la 'metafísica', la ciencia que estudia lo que está más allá de la física, tiene que estudiar el mundo de lo virtual, de lo ampliado, de lo irreal, de las mediaciones. No es un fenómeno nuevo, porque todas las culturas han creado ficciones jurídicas, políticas, económicas y religiosas para sobrevivir. Lo novedoso es la potencia de los intermediarios, la rapidez con que cambian y la profundidad con que penetran en nuestra vida diaria (ver "El afán de comprender", publicado en El Confidencial).
Uno de los terrenos en que la capacidad de crear ficciones se despliega con mayor espectacularidad es la economía. Ha crecido gracias a una colosal invención: el dinero, y ha sido avivada por una carencia benéfica, 'la deuda', cosa que hubiera vuelto locos a los filósofos griegos, que tenían horror al no-ser. El carácter ficticio del dinero permite dividir el mundo económico en dos niveles que interactúan de forma todavía no bien conocida: la 'economía real' y la 'economía financiera'. Un ejemplo de hasta qué punto el dinero es una convención imaginativa se dio en la isla de Yap, un territorio que España vendió a Alemania por 3,3 millones de dólares en 1899. Los índígenas habían fundado su sistema económico en una moneda de piedra —los fei, unos enormes discos que transportaban de otra isla—. Eran tan grandes que no se movían de su emplazamiento, aunque intervinieran en las transacciones comerciales. Incluso uno de esos fei se hundió en el mar cuando lo transportaban, y nadie lo había visto nunca, pero seguía funcionando como respaldo de la riqueza de su propietario.
Las
aventuras del dinero están viviendo un nuevo capítulo con la aparición
del bitcoin. Para un observador, lo importante es la tecnología
informática que hace posibles el bitcoin y los centenares de
criptomonedas que están apareciendo: la Blockchain. Su origen es
intrigante. En 2008 apareció un artículo firmado por un tal Satoshi Nakamoto
—que nadie sabe si es un persona o un grupo de investigadores— titulado
"Bitcoin: A Peer-to-Peer Electronic cash System". Era un programa de
ordenador que permitía transacciones seguras y absolutamente anónimas
sin intermediario, mediante una red descentralizada. Lo interesante es
que un programa elaborado para asegurar las transacciones ha acabado
creando una moneda en la que hacer esas mismas transacciones. Es un
extraño efecto que aparece en muchos dominios. El canal es el mensaje,
dijo McLuhan. La consulta continua organiza el mundo,
dicen los populismos. El tráfico neuronal crea los significados
conscientes, dice la neurología. Por otra parte, con el dinero siempre
ha ocurrido así: el comercio crea la moneda,
sean los fei, las conchas de cauri (tal vez la moneda que se ha
utilizado durante más tiempo, desde hace 3.000 años hasta la actualidad
en algunas regiones africanas) o los bitcoins.
El Blockchain nos muestra a las claras el mecanismo básico de creación del dinero (la creación por parte de los bancos va por otros derroteros). Una moneda debe basarse en algo escaso o difícil de conseguir, que sea aceptado por una colectividad como instrumento de pago. Los mineros extraían oro de las minas, que después podía amonedarse; y los mineros de bitcoin encuentran bitcoins. ¿Dónde? En el funcionamiento del complejo programa Blockchain, una de cuyas condiciones es que cada bitcoin producido sea conocido y aprobado por todos los usuarios de bitcoins, mediante un 'algoritmo de consenso', que me parece lo más novedoso del asunto. Sus partidarios aseguran que es el dinero más seguro y transparente, porque cada moneda acuñada debe ser reconocida expresamente como tal por todo el colectivo. Sería la culminación de una utopía populista en que nada se aceptara sin consenso absoluto. Toda la sociedad sería garante de la legalidad, de la toma de decisiones, de la misma manera que todos los usuarios de bitcoins son garantes de la autenticidad de su autenticidad.
Esta descentralización de la moneda, sin estados que la acuñen ni sistemas reguladores que controlen su producción o su flujo, es lo que la hace atractiva a los 'anarcoecomistas', que es una variante extrema del ultraliberalismo. Anularía el poder de los estados, porque eliminaría su monopolio de acuñación de moneda, y porque todas las transacciones financieras estarían fuera de su alcance. Es imposible cobrar impuestos al bitcoin en su formulación actual. Es también el paraíso de la economía sumergida y de la economía criminal.
Ambos temas —la anulación del Estado y las facilidades para la economía golfa— me hacen recelar de las criptomonedas.
Mi desconfianza procede de la historia financiera. La falta de control
monetario y las proliferación de instrumentos de pago han producido
siempre desastres económicos. Las innovaciones financieras —sobre todo
apoyadas en sofisticadas técnicas matemáticas— han producido efectos
demoledores, porque estaban fuera de la 'comprensión' natural. No había
manera de explicarlas sin conocer las matemáticas complejas que
manejaban, y sin poder revisar los gigantescos programas informáticos
que los llevaban a cabo. Esto resulta imposible, por lo que hay que
hacer un acto de fe en que se han elaborado correctamente, o esperar
resignadamente a que aparezca un fallo. Los derivados y los derivados de
los derivados traspasaron los límites de lo previsible. Ahora empieza a
haber derivados sobre el bitcoin. La orgía de invenciones que provocó
la crisis de 2008, de la que di una pequeña muestra en un artículo anterior, me reafirman en mi desconfianza.
Sin embargo, sigo estudiando los algoritmos de consenso, que ahora son muy caros por el consumo energético que exigen, pero que abren la vía a una sociedad distribuida, a un conocimiento distribuido, a una inteligencia distribuida, a un poder distribuido, con muchas posibilidades... y también con muchos problemas. Repito el lema de la filosofía: hay que conocer para comprender, y hay que comprender para tomar buenas decisiones y actuar.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
En este momento, la tecnología ha fortalecido una característica del ser humano —vivir en la realidad a través de mediaciones irreales— porque ha creado una consistente 'realidad virtual'. Ha hecho posible también una 'realidad ampliada', lo que nos obliga a educar una 'inteligencia ampliada' también. El desembarco de potentes y baratos sistemas de inteligencia artificial hace que algunos auguren la emergencia de una nueva especie 'transhumana'. La Union Europea estudia el estatuto jurídico de la 'personalidad electrónica'. Una parte de la filosofía, la 'metafísica', la ciencia que estudia lo que está más allá de la física, tiene que estudiar el mundo de lo virtual, de lo ampliado, de lo irreal, de las mediaciones. No es un fenómeno nuevo, porque todas las culturas han creado ficciones jurídicas, políticas, económicas y religiosas para sobrevivir. Lo novedoso es la potencia de los intermediarios, la rapidez con que cambian y la profundidad con que penetran en nuestra vida diaria (ver "El afán de comprender", publicado en El Confidencial).
Con el dinero siempre ha ocurrido así: es el comercio el que crea la moneda, sean los fei, las conchas de cauri o los bitcoins
Uno de los terrenos en que la capacidad de crear ficciones se despliega con mayor espectacularidad es la economía. Ha crecido gracias a una colosal invención: el dinero, y ha sido avivada por una carencia benéfica, 'la deuda', cosa que hubiera vuelto locos a los filósofos griegos, que tenían horror al no-ser. El carácter ficticio del dinero permite dividir el mundo económico en dos niveles que interactúan de forma todavía no bien conocida: la 'economía real' y la 'economía financiera'. Un ejemplo de hasta qué punto el dinero es una convención imaginativa se dio en la isla de Yap, un territorio que España vendió a Alemania por 3,3 millones de dólares en 1899. Los índígenas habían fundado su sistema económico en una moneda de piedra —los fei, unos enormes discos que transportaban de otra isla—. Eran tan grandes que no se movían de su emplazamiento, aunque intervinieran en las transacciones comerciales. Incluso uno de esos fei se hundió en el mar cuando lo transportaban, y nadie lo había visto nunca, pero seguía funcionando como respaldo de la riqueza de su propietario.
Anarcoeconomistas
El Blockchain nos muestra a las claras el mecanismo básico de creación del dinero (la creación por parte de los bancos va por otros derroteros). Una moneda debe basarse en algo escaso o difícil de conseguir, que sea aceptado por una colectividad como instrumento de pago. Los mineros extraían oro de las minas, que después podía amonedarse; y los mineros de bitcoin encuentran bitcoins. ¿Dónde? En el funcionamiento del complejo programa Blockchain, una de cuyas condiciones es que cada bitcoin producido sea conocido y aprobado por todos los usuarios de bitcoins, mediante un 'algoritmo de consenso', que me parece lo más novedoso del asunto. Sus partidarios aseguran que es el dinero más seguro y transparente, porque cada moneda acuñada debe ser reconocida expresamente como tal por todo el colectivo. Sería la culminación de una utopía populista en que nada se aceptara sin consenso absoluto. Toda la sociedad sería garante de la legalidad, de la toma de decisiones, de la misma manera que todos los usuarios de bitcoins son garantes de la autenticidad de su autenticidad.
Esta descentralización de la moneda, sin estados que la acuñen ni sistemas reguladores que controlen su producción o su flujo, es lo que la hace atractiva a los 'anarcoecomistas', que es una variante extrema del ultraliberalismo. Anularía el poder de los estados, porque eliminaría su monopolio de acuñación de moneda, y porque todas las transacciones financieras estarían fuera de su alcance. Es imposible cobrar impuestos al bitcoin en su formulación actual. Es también el paraíso de la economía sumergida y de la economía criminal.
Repito el lema de la filosofía: hay que conocer para comprender, y hay que comprender para tomar buenas decisiones y actuar
Sin embargo, sigo estudiando los algoritmos de consenso, que ahora son muy caros por el consumo energético que exigen, pero que abren la vía a una sociedad distribuida, a un conocimiento distribuido, a una inteligencia distribuida, a un poder distribuido, con muchas posibilidades... y también con muchos problemas. Repito el lema de la filosofía: hay que conocer para comprender, y hay que comprender para tomar buenas decisiones y actuar.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
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